Fotografía: Lucía Ges

Cuando desperté el 11 de febrero de 2017 unos rumores sacudieron mi memoria. Un amigo mandaba fotos de algo que pasaba en la cantina el Molachos, en el centro de la ciudad de Guadalajara. El mobiliario de la cantina estaba en la calle, sobre la banqueta. Distintos amigos lanzaban comentarios de posibles causas: remodelación, ampliación, desalojo, las obras del tren ligero, clausura… Nunca imaginé que era un cierre definitivo.

En el transcurso del día surgieron distintos rumores en las redes sociales, muchos de mis contactos -parroquianos del lugar- estaban muy activos e inquietos por esas imágenes. Por la tarde llegó la noticia lapidaria que aclaraba todo. En un conocido diario local el dueño declaraba: el cierre es definitivo… No creo ser exagerado al decir que sí me invadió un sentimiento muy parecido a la tristeza. Es raro sentir eso por un local que se encuentra en un edificio viejo, pero no es solo eso, sino lo que encierra en su interior. Súbitamente aparecían en mi mente imágenes que rememoraban los últimos 15 años de mi vida.

Esa noticia también sirvió para que yo aplicara la historia oral y mi padre evocara la memoria. Mi padre, que está próximo a cumplir 80 años, durante mucho tiempo fue amante de la bohemia y parroquiano de las ahora tradicionales cantinas de Guadalajara: la Alemana, el Lido, los Equipales, la Cava, la Fuente y, por supuesto, el Molachos. Vivió muchas experiencias en ese lugar, y como cualquier persona que es asidua, conoció muy bien al dueño, a los hijos, meseros, cantineros y diversos personajes que lo frecuentaban.

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El inicio de la tradición

Me contó que allá por años los 50 se llamó Centro social de profesionistas, y con ese nombre se le conoció durante buen tiempo. Había varios lugares de ese tipo en aquella época, donde la dinámica era que la gente tenía que pertenecer a un gremio o asociación para poder entrar, como la Mutualista. ¿Qué hacían?, pregunté. Me contestó: Pues qué iban a hacer, tomar, fumar, jugar dominó, cubilete, cosa muy distinta al nombre que llevaban. Como sabes siempre estuvo en el segundo piso y en la planta baja el dueño también tenía una cenaduría, de ahí subían la comida mientras uno estaba en la tomadera.

El dueño se llamaba Eduardo Rodríguez, pero todos le decíamos Molacho, porque así estaba, molacho. Varias veces me llegó a dar raite a la casa cuando me quedaba ya muy tarde. Durante mucho tiempo el lugar no tuvo permiso, pero todo mundo sabía que el lugar era una cantina. Fue en 1970 cuando el presidente municipal Cosío Vidaurri les dio el permiso y se le conocía al lugar como las Escaleras. Iban muchos que trabajaban en los juzgados y en el periódico Informador, y pues al igual que la Fuente era muy conocida. Precisamente en ese año de 1970 ahí me hicieron la despedida de soltero. Conocía re bien al pianista, a los meseros, había uno panzón que le decían el “Gordo Melgoza” y ya tiempo después entró uno alto que le decían “el Sorry”.

El dueño tenía varios hijos, yo conocí a tres, pero el que se quedó con el negocio fue José Luís “el Güero” Rodríguez. Siempre nos sentábamos en la mesa redonda, pues ahí se sentaba el dueño, sus amigos y los que querían tomar de a gorra. De lo que más me acuerdo fue de una vez que de ahí salí para ser testigo de bodas de un cliente que ni conocía. Sabrá Dios cómo andábamos, era un cuate que se tenía que casar por fuerza, pero no conocía a nadie en la ciudad, ya de tan cuetes que andábamos me convenció de acompañarlo al registro civil y ser su testigo. Y así fue, nunca lo volví a ver, no volvió.

Ya tiempo después, en los ochentas, le cambiaron en nombre a las Escaleras Molachos, y se le empezó a conocer así. Ya como para mediados de los noventas dejé de ir, y no porque no me gustara, sino porque así es la vida.

Ahora viene mi historia

Yo también conozco al dueño y conocí a los meseros. Cosa curiosa, nunca supe que mi padre fue cliente constante de ese lugar, y estos personajes nunca supieron de quién era hijo yo.

No voy a exagerar y decir que recuerdo el día y la hora en que fui por primera vez, pero sé que la primera vez que entré fue en el año 2002. Cursaba el tercer semestre de licenciatura y un compañero “grillo” de la escuela nos invitó a tomar unas cervezas. Recuerdo bien la primera vez que vi el piano, la barra, el mobiliario, el baño y sus naranjas y limones en el urinario. Recuerdo ese olor tan peculiar a cantina, mezcla de orines, cerveza y humo de cigarro. Me gustó mucho el lugar.

Tenía 21 años. Recuerdo también cómo me vio el mesero –el “Gordo Melgoza” del que habló mi padre–, esa mirada de ya valió madre, otro escuincle piojo que no va a consumir y mucho menos dejará propina. Ese mesero se caracterizaba por no atender a los “principiantes”, no dejaba que se sentaran en las mesas que él atendía. Era muy renuente, supongo que ponía mucha resistencia al cambio generacional, pues eso puede dañar las tradiciones –¡Y vaya que lo hace!– En contraste, había otro mesero, José Luis “el Sorry”, muy amable, uno de los mejores meseros que me han atendido.

En ese lugar pasé mucho tiempo con mi novia de la universidad. Ella junto con algunas de sus amigas iban seguido y José Luis las atendía muy bien. Debido a eso y a las propinas –todo buen cliente de cantina sabe la dinámica, depende de cómo te comportes te atienden– me lo gané. Con el paso del tiempo, había veces que llegaba y en cuanto me sentaba ya me tenía lista una cerveza, o los viernes de pozole, que por lo general estaba muy lleno, me conseguía lugar: aguántame un rato, ahorita te consigo lugar.

Hubo una temporada que llegué a ir todos los días, pues trabajaba muy cerca. Siempre que salía, en vez de ir directo a mi casa iba directo al Molachos. Algunas veces me funcionaba como cocina económica, pues en el lugar se daba comida: el pozole del viernes, carne en su jugo, lengua en salsa verde y la botana de siempre, sopes, tostadas y tacos dorados. Al medio día iba por mi cerveza, comía y regresaba al trabajo o algunas veces ya no regresaba.

Me atrevo a decir que para todo estudiante de ciencias sociales, humanidades y artes, es –era– un requisito conocer ese lugar. No a todos les gustaba, pero muchos se convirtieron en clientes frecuentes.

Me sería muy difícil mencionar a todas las personas con las que choqué el envase de cerveza al grito de “salud” en ese lugar en cerca de 15 años. En algún tiempo mis amigos me decían que yo era parte de la decoración de la cantina, es más, me decían que me parecía a otro cliente del lugar, “ahí estás en el futuro”. La verdad yo nunca le vi el parecido.

Con los que pasé mucho tiempo ahí fue con los compañeros de la facultad. Muchos cumpleaños, fiestas, pláticas y discusiones de cantina. Todos los viernes era de ley ir ahí al salir de la escuela, yo diría que para disertar sobre temas diversos: sociales, económicos, de política, deportes y mujeres, pero realmente era para pistear, chismear y pasar un buen rato.

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También lo frecuentaban muchos alumnos de la escuela de música y cantantes de ópera o miembros de la orquesta filarmónica del Estado, por lo que era común que se “armara el palomazo”. El piano de cola le daba la bienvenida a la gente. El pianista y a veces un violinista eran los responsables de amenizar el lugar con diferentes canciones, música clásica, pero sobre todo música vernácula, de la que recuerdo bien una en particular: “Nunca Jamás”, popularizada por Javier Solís. Era común que toda la gente cantara a coro y casi gritando “mírame, miénteme, pégame, mátame si quieres, pero no me dejes, no, no me dejes, nunca, nunca, jamás”.

Ese lugar era también el final de un recorrido que junto con mis amigos de la secundaria hacemos todos los jueves de semana santa, en nuestra ya tradicional “visita de las siete cantinas”, era la última casa, el último templo.

El Molachos fue para mí el lugar para la cerveza del día, el viernes de amigos, sábado de novia o de futbol. También fue punto de reunión antes de ir al estadio a ver jugar a los Leones Negros de la Universidad de Guadalajara. Podía ir yo solo, con algún amigo, amiga, o días en que llegamos a ser hasta 40 personas. Todos bien atendidos.

Era común que todos salieran impregnados del olor a cigarro aunque no fumaran. Pues sí, ahí también me tocó el cambio en la legislación para fumar en lugares cerrados en el año 2012. Hubo mucha resistencia a ese cambio, los clientes se negaban a acatar ese reglamento, los mismos dueños y meseros. Paulatinamente, como en todos lados, todos se fueron acostumbrando a salirse a fumar en la calle. Supongo que los clientes jóvenes que fueron después de ese año no experimentaron entrar a una cantina o bar en el que parecía que había neblina.

Ya mencionaba lo de la comida. Una de las características del Molachos era su botana que bajaba de un mini elevador. En principio, era plato con “frutita” –como decimos los tapatíos– después podía ser una sopa ministrone o un caldo de camarón, a lo que el mesero José Luís decía que si encontrabas el camarón te servía doble. Después dos pequeños tacos dorados, sopes y unas tostadas. Recuerdo a algunos decir que los sopes parecían galletas por el tamaño y que las tostadas no traían nada, una era de cueritos y otra de jamón.

Para los verdaderos clientes siempre había un plato fuerte al final, carne en su jugo, carne con chile, lengua en salsa verde, cochinita, caldo tlalpeño, mondongo (menudo) y si era viernes, pozole. Muchas de las veces la gente se quejaba de la comida, que era muy poquita, que casi no traían nada, que los meseros no te querían dar de comer. Llegué a escuchar a alguien, ¿no hay churritos o cacahuates? Pero simplemente era botana. A una cantina se va a tomar y si el lugar te ofrece alimento para aguantar más, mucho mejor.

Recuerdo algunos episodios relacionados con la botana que me causaron mucha risa. El día que un amigo de la preparatoria fue por primera vez, pedimos cada quién una cerveza y José Luis “el Sorry” me empezó a traer la botana. Mi amigo se negó a comer, yo no quiero, gracias. Pero yo veía que se me quedaba viendo cada que engullía los tacos, los sopes y creo que ese día hasta pedí doble pozole. En serio no quieres, está bueno, le dije. No gracias no traigo hambre, me contestó. Al final nos habremos tomado dos cervezas cada uno, en aquel entonces valían 10 pesos. Llegó la cuenta y mi amigo se fijó que nos cobraron sólo 40 pesos. ¡Ah caray, tan barato! ¿Y la comida por qué no te la cobraron?, ¿cuánto cuesta? Nada, no cuesta, es botana, es gratis. A lo que contestó: me lleva la chingada, traigo un chingo de hambre, no he comido, lo que casi no traigo es dinero, se veía re bueno ese pozole, yo pensaba que la cobraban y por eso no pedí. En otra ocasión con otro amigo que ya había ido varias veces, al llegar pidió: me trae una dos equis, un pozole y dos tacos, a lo que el mesero le respondió, ándale, pos si no es fonda. Al final, le trajo lo que pidió.

“El Sorry” tenía unas frases muy hechas y preparadas para cada ocasión. Recuerdo el día en que fue un amigo que no tomaba alcohol. A mí me trae un refresco. A lo que siempre el mesero contestaba: aquí a dos cuadras está el parque Morelos, ahí venden raspados, nieves, aguas frescas y refrescos. Aquí se vende puro vino. Todos los amigos soltamos la carcajada. A mi amigo no le causó mucha gracia.

Creo que fue para el año 2014 que José Luis “el Sorry” dejó de trabajar ahí, no se despidió. Algunas cosas cambiaron. Muchos meseros fueron y vinieron. Algunos pudieron emular la atención del antiguo mesero, pero ya no fue lo mismo. Para ese entonces yo ya tenía 33 años. La clientela, como es normal, también comenzó a cambiar. Empecé a ver con recelo como llegaban los veinteañeros, los nuevos clientes, muchos de ellos con facha de “gente bien”. Cuando llegaban los veía también con la misma mirada que me vio el mesero, “el Gordo Melgoza” la primera vez que entré a ese lugar.

Me sucedió lo mismo que a mi padre, sin sentirlo empecé e dejar de ir regularmente como lo hacía, ya no era de todos los días, a veces sólo los viernes, cada quince días, o una vez al mes. El “hasta mañana”, cambió por el “qué milagro”. Recientemente ya sólo iba algún sábado a ver el futbol o con algún amigo y estábamos a lo mucho dos horas, en contraste con las cinco que a veces duraba ahí.

Fuente: https://jalisco.quadratin.com.mx/cultura/Andamos-Molachos/

¿El principio del cambio?

Se habla de una reubicación del lugar, pero como es natural no será lo mismo. La noticia de su cierre trastocó mi memoria y me hizo pensar que uno cambia a la par de los lugares que frecuenta. Creo que sería imposible rememorar en estas letras lo que viví en el Molachos. Fue casi la mitad de mi vida. A veces perece que hay algunas cosas que son inmóviles, pero no, todo evoluciona, todo está en movimiento.

En la nota del periódico del día, el dueño declaró que en próximos días daría detalles del motivo del cierre. Se ha hablado y rumorado que puede ser por rentas caídas, de que el lugar se quedó estancado o que la construcción de la línea 3 del tren ligero y el cierre de la avenida Alcalde le afectó, como a otros negocios de la zona. Yo imagino que quizá existió presión para cerrarlo, pues es inminente que la zona va a transformarse.

Ver este cierre es también poco a poco testificar cambios en la zona centro de Guadalajara. Se habla de una semipeatonalización de la avenida Alcalde, y por ende que la zona tendrá una inversión para cambiar la imagen el centro, creación de nuevos espacios culturales, de nuevos negocios, puede ser que le pase como a la avenida Chapultepec. Tal vez el Molachos ya no encajaba en ese nuevo redimensionamiento urbano que se está haciendo de la zona, o que el tipo de diversión y consumo de los tapatíos está cambiando. Puede ser un hecho más que engrose el debate de la modernidad versus tradición, de que algunos somos muy resistentes a los cambios o tal vez somos demasiado sentimentales y nos negamos al paso del tiempo y a sus transformaciones. No lo sé.

Fotografía: Lucía Ges

Lo que sí sé, es que ese lugar se lleva consigo muchos de mis recuerdos de juventud, de muchas amistades que convivieron conmigo y personas que ahí conocí. Los lugares pueden cambiar, se pueden caer, se pueden borrar, los pueden cerrar. El movimiento existe, nada es inmóvil, pero la memoria es muy fuerte y ese lugar se quedará en la mía por largo tiempo.

 

4 COMENTARIOS

  1. Amé ese lugar, lo conocí apenas en 2015 en un tour de cantinas, fue mi favorita de las que visitamos. Pero no regresé en muchas ocasiones, y nunca me imaginé que fuera a cerrar. Todo lo que había leído hasta hoy era que había promesa de reapertura, pero la estaba buscando hace rato y no encontré nada, hasta que leí este artículo.

    Y ahora a dónde iremos, algún lugar que se le parezca, maestro, que nos pueda recomendar?

    Gracias por escribir estas memorias, fue una lectura muy interesante y placentera.

    Atentamente,

    Salvador Salazar

  2. Qué tal Salvador.

    Qué bueno que te gustó el artículo.

    La verdad el ambiente del lugar es irremplazable, pero siempre queda como buen lugar para tomar cerveza la cantina La Fuente, Los Equipales y La Iberia, que son cantinas de tradicón aquí en Guadalajara.

    Saludos.
    Carlos Glez.

  3. Saludos Carlos
    Hace años fue una experiencia extraordinaria el haber trabajado ahí al lado de José Luis (sorry) una persona fuera de lo común , apenas me voy enterando de este cierre (se me hizo un nudo en la garganta)y tús palabras me transportaron nuevamente a esos momentos de alegría, es una pena pero te agradezco el haberme hecho reír nuevamente recordando esos momentos. Saludos desde BCS

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