Fuente: http://www.netschool.de/ens/labor_b2.htm

Julieta es una chica que cursa el tercer año de secundaria en un pequeño colegio. Es de una inteligencia fina que entusiasma y una madurez avanzada para su edad; tímida pero siempre dispuesta a una sonrisa. Disfruta de los deportes y de sus amigas, practica gimnasia y no le encuentra sentido a que se deje cantidad de tarea para hacer en casa, en primer lugar, porque ella hace todas y, en segundo, porque lo considera innecesario si se pasa tantas horas en la escuela.

Conversamos sobre el año que estudió en la ciudad alemana de Bielefeld. El nombre de la escuela era Laborschule. Una escuela pública, pues no existe la división entre escuela pública y privada. Fue el segundo grado de secundaria, es decir, acaba de regresar a México y a su colegio de siempre. El cambio ha sido difícil, la vuelta a la realidad de la educación en nuestro país le ha hecho sentir una diferencia que ha tardado un poco en digerir.

Lo primero que he sentido es mucho ruido, en toda la ciudad.

Lo segundo es dejar de experimentar la libertad que conocí en la escuela de Alemania.

Me cuenta lo que más le impresionó es que no había puertas ni divisiones por todos lados, tampoco butacas que te hacen sentir que no te puedes mover, te cansan y desesperan mucho. Allá eran mesas de trabajo con banquitos que podías mover como quisieras. Poderte mover con libertad era algo que desconocía en su formación escolar. Aquí en mi colegio quieren que la mayor parte del tiempo estés sentado, sólo escuchando y haciendo lo que te piden los profesores.

¿Cómo era la actitud de tus profesores en Alemania? Uy no, no sé cómo explicarlo, se sentía que eran más unos acompañantes, algo así como tus amigos, los sentías cercanos, te daban la confianza para expresar tus ideas. Se debatía mucho en las clases y eso hacía que se fuera más rápido el tiempo, no se volvían pesadas. Además los maestros no te hacían sentir que eran una autoridad y lo que decían se hacía y punto. Tampoco existía eso de hablarles de usted.

Le pregunté si sus profesores eran jóvenes o si había de todas las edades, dijo que había de todo, y que los mayores eran todavía más amables. Se notaba que todos estaban muy preparados. También me contestó que ella creía que el no sentir a los maestros como una figura autoritaria lo veía benéfico para el aprendizaje, pues era motivante y siento que nos vuelve más activos.

Qué tal las tareas, indagué: casi nunca dejaban tarea. ¿Y los exámenes? Nunca había exámenes, me respondió sonriendo.

Respecto a la cantidad de alumnos, los grupos eran pequeños, alrededor de 21 estudiantes por grupo. Otro punto importante a tomar en cuenta, pues es sabido que para ofrecer una atención de calidad a cada alumno, los grupos deben ser de cantidades moderadas. A mayor cantidad de alumnos, menos atención puede dar el profesor. Con salones repletos de alumnos el profesor se ve obligado, pese a sus intenciones, a concentrarse en el control de grupo. De modo que las estrategias se centran en captar su atención, lo que es más complicado y requiere de medidas disciplinarias que coartan la convivencia entre alumno profesor, además de volver más complicada la relación entre los mismos alumnos.

En cuanto a las clases, tenían cosas en común con las de aquí. Cada profesor impartía una materia, sólo que había un tutor por grupo que únicamente daba clases a éste y los ayudaba, era una verdadera guía para los alumnos. Extraño mucho a mi tutora porque me ayudó mucho. En cuanto a la carga horaria, Julieta me cuenta que era similar a la que tiene en su colegio, sólo menciona que allá existían algunas materias más relacionadas con la vida cotidiana como clases de cocina, que hacían sentir a la escuela como algo más conectado con el día a día que existe lejos de las clases.

Sentirse relegada, no, para nada. Aunque no todos mis compañeros sabían muy bien hablar inglés –pues yo no hablaba alemán– hacían un esfuerzo para hablarme, para enseñarme la escuela o invitarme a estar con ellos. Noté también que eran muy unidos como grupo. El nerviosismo que sentí al inicio pronto se me quitó porque mis compañeros y maestros lograron hacerme sentir bienvenida.

Disfruté mucho estar allá. Podía ir a donde quisiera sin necesidad de usar mi celular para avisar a mi mamá todo el tiempo dónde estaba. Era muy tranquilo y no se sentía inseguro. Yo iba en bicicleta a todos lados. Pero bueno, este es el país donde nos tocó vivir y está bien. Esa es la conclusión de nuestra plática. Levanta sus hombros mientras me dice la última frase y vuelve a su sonrisa habitual. Sus palabras transmiten su sentir, expresan que no hay una idealización frustrante por ese país lejano que conoció, ni un menosprecio por el que es el suyo. Julieta sabe que son realidades distintas, que tuvo la suerte de experimentar otra forma de vida, de estar y aprender en otra escuela. Conociéndola sabrá sacar todo el provecho de una experiencia así.

Es importante no leer este texto como una comparación simplista.

Cada país tiene una realidad e historia sociocultural y económica propias, las cuales tienen una relación directa con sus formas de concebir y llevar a cabo sus modelos educativos. Hay que tener cuidado con sacar conclusiones del tipo: hay que copiar e implementar la forma educativa de Alemania, Inglaterra o Cuba, las soluciones no son así de inmediatas. Hay contextos a los que debemos atender en cada sociedad. México tiene graves problemas socioeconómicos y de índole político que afectan e impiden el desarrollo de espacios y modelos educativos más sanos o fructíferos.

Pero lo que sí es posible hacer es aprender a observar otros entornos y formas de ensayar la educación en cualquier espacio geográfico, analizarlos y tomar aquello que puede adaptarse a nuestras necesidades. Así como idear estrategias o modelos que sólo pueden surgir de una observación profunda de nuestra compleja realidad, para generar opciones educativas que puedan llegar a transformar y mejorar nuestro devenir social.

Con su testimonio, lejos de análisis pedagógicos, Julieta nos hace pensar en otras posibilidades educativas. No para lamentarnos sobre la nuestra y despreciarla e idealizar a ultranza los modelos en países de primer mundo, sino para comprobar lo que ya sabemos o intuimos: que podemos inventar nuevas rutas educativas, congruentes con nuestro entorno pero no anquilosadas en sistemas que dejan poco a la libertad creativa y expresiva de los estudiantes y, sobre todo, que una educación de calidad debe dejar de ser una opción exclusiva de la clase privilegiada del país.