Los gérmenes y yo somos el peor enemigo de mi mamá en estos días de encierro por Covid-19.

Martes, 5 de mayo, 9:43am. Estamos en el verano de 2020, en una colonia periférica de la ciudad. Durante pleno distanciamiento por el virus que amenaza con quitarnos la vida.“Esto es un foco de infección” me grita mientras puedo ver las motas de polvo en el aire, con el rayo de luz que entra por mi ventana. Para mi madre, este virus puede estar en esas motas.

Según mi mamá, a las mujeres nos toca el orden de la limpieza hospitalaria en un una casa donde ella trabaja todos los días y los hombres no mueven un dedo.

Es martes, pero para mí, el lunes, domingo, sábado fueron iguales. Cada mañana, el sonido de la aspiradora está al pie de la puerta, como un perro furioso.

Nunca pensé que mi cabeza fuera tan pesada, siento que me es imposible despegarla de la almohada. Todavía con la sien pegada a la cama, me recorre un coraje en el pecho, me había costado quedarme dormida anoche como en las últimas semanas. La perilla se mueve de lado a lado, se escucha como la forza para abrir la puerta

El miedo de ganarme un regaño me taladra la cabeza. Mi angustia me impulsa a pararme de la cama de un brinco. No pude quejarme por el frío del azulejo tocando mis pies descalzos. Ni esuchar cómo mis lentes se cayeron de la cama. Justo antes de quitarle el seguro a la puerta, los reclamos salen de la boca de mi madre como cuchillas directo a la cabeza. “La casa está sucia. no ayudas en nada. Ve la ropa tirada. Ya es muy tarde para que sigas dormida”. Me hubiera gustado decirnos primero buenos días.

No son ni las 12:00 del día. No me he quitado mi pijama de pantalón largo, lleva por dentro una lana suave que me da calor en cada paso. En la casa hay unos 30 grados, lo único fresco que tocan mis manos es la humedad del trapo que uso para quitarle el polvo a los muebles.

La sala aún no está limpia, aunque para mis ojos, nunca ha estado sucia.

Ya me aprendí los olores en cada esquina de la casa. Los baños y cristales, huelen a vinagre de manzana con cloro. Un aroma que entra por tu nariz y lo sientes en la garganta, ardiente.

-¿Por qué huele así?

-“Esto desinfecta todo, lo vi en el face de una enfermera que lo compartió. Limpia con esto,voy a subir a trabajar.”

Cuando termine seguro revisará si lo limpié bien. Estoy segura su respuesta será un no.

De la sala me pasé a las manijas de los cajones en la cocina. Un bote de plástico con mitad cloro mitad agua, un trapo de franela amarillo son mi compañía de los últimos días. Son las 2:00 de la tarde, escucho mi estómago reclamarme algo de comer. Me preparo un taco de frijoles con un cuidado minucioso para no tirar alguna migaja al piso. Justo cuando termino el último bocado, la puerta de la sala se abre, los tacones de mi mamá tocan el piso, por el sonido que hacen sé que es ella.

“Compré ácido muriático, vi que con esto desinfectas los pisos, sólo ponte guantes y un cubrebocas”. Me quedé fría. Aterrada. Las cosas se están saliendo de control. “Si no lo haces tú, lo hago yo mañana”. Me fui por la segunda opción.

Mi última parada termina en el patio. En un espacio de dos por tres, repleto de productos de limpieza, escobas, cubetas y trapeadores, no supe si la náusea que sentía era por el olor a vinagre de manzana, el olor a cloro diluido con agua, el ácido muriático, el insomnio de los últimos días, los regaños de mi madre o un conjunto de todo lo anterior.

Cae la noche, no se escucha una voz en la casa.

La paz del silencio inunda mi habitación. Me recuesto en la cama mirando al techo, aborrezco pensar en que mañana será igual. A este paso no habrá polvo, coronavirus, ni hija.

 

Fotografías: Brince Tapia.

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