Incendios forestales en California, 2020. Foto: AFP

Si creíamos que el siglo XXI sería un siglo donde la globalización a la que asistimos –cada país según su realidad mediata–, el desarrollo tecnológico y demás puntos que se consideran a favor del desarrollo humano, iban a hacer realidad el famoso slogan de “un futuro mejor”, con una mayor apertura a la diversidad social, una creciente responsabilidad para con nuestro entorno natural o el declive del capitalismo en pos de un sistema más equitativo de los recursos económicos; ante esos idílicos pensamientos o promesas, la realidad viene a reírse de nuestra ingenuidad o de nuestra falta de comprensión acerca del suceder histórico.

Por ejemplo, las ideas xenófobas que creíamos serían extirpadas de nuestra historia después de Auschwitz, hoy nos demuestran su vigencia y cómo en realidad nunca han desaparecido. La idea del progreso civilizatorio en donde el ser humano va de una organización territorial, arraigada en la organización por tribus, a una cosmopolita donde existe una apertura a la diversidad social y los territorios son definidos en función de una mera practicidad sin tintes etnocentristas, está muy lejos de operar en las fronteras entre los países desarrollados y aquellos en vías de dicho desarrollo –como ahora se define al Tercer Mundo, para matizar la distinción y dar una ilusoria “esperanza–, e incluso dentro de los mismos países y ciudades, donde las zonas de los privilegiados son cercadas por muros.

Ante todo esto, es necesario considerar que el tiempo no se inscribe dentro de un movimiento en línea recta, donde el “progreso” es la marca del devenir histórico de nuestra civilización. Tal idea ha sido desarrollada por diversas cosmovisiones del mundo antiguo así como por distintos pensadores.

Sospecho que si el historiador rumano Ioan Culianu no hubiera sido asesinado en el retrete de una universidad estadounidense –en un crimen hasta hoy no esclarecido, pero que se cree tuvo una relación directa con su lucha contra el nuevo régimen rumano–, habría vaticinado la victoria de Donald Trump, así como unas re-elecciones donde mantendría una batalla reñida cuatro años después; así como como habría pronosticado desde hace tiempo el resurgimiento de ideas radicales en la ultraderecha europea y que van al alza en el mundo.

Lo creo porque él hablaba de cómo el tiempo en la civilización humana no mantiene un flujo lineal. De modo que, aspectos que consideramos se superarán con el paso del tiempo, como son corrientes de pensamiento, adscripciones políticas, ideologías, conflictos sociales o religiosos, terminan por no desaparecer e incluso resurgen con mayor fuerza y más radicalizados. Culianu habría acertado no sólo por su gran conocimiento en la historia de las artes adivinatorias, sino por su manera de concebir el devenir histórico como un juego combinatorio de posibilidades matemáticas.

Nuestro mundo sigue rigiéndose en gran medida por motivaciones que atraviesan épocas, por una combinación entre nuevos conceptos, valores e ideales con sustratos ideológicos que perviven y se camuflajean dentro de los nuevos. Y además, como vemos, la pervivencia de ideologías territoriales que llevan fácilmente a manifestaciones xenófobas, no son propias de una clase social. Las clases privilegiadas ven amenazado su estatus y su confortable estilo de vida, mientras que para la clase media o baja competir por la supervivencia con otros que son ajenos es una injusticia más agregada a la agenda diaria.

El arribo de las ideas ultraconservadoras en diversos puntos geográficos nos habla de lo que Culianu proponía: no existe una evolución lineal donde los acontecimientos mantienen una sucesión lógica y rítmica y, de igual manera, las cosmovisiones o ideologías no son superadas a modo de una resolución en un problema algebraico, sino que muchas de ellas se mantienen contenidas hasta que vuelven a tomar auge, con ciertos matices y modificaciones pero con una base común.

Si a todo esto, agregamos la nueva variable: la pandemia producida por el Covid-19, el escenario se pone todavía más escabroso, pues las medidas que se están tomando a escala global indican que los grandes perdedores serán la libertad, la posibilidad de elección y el desarrollo de una consciencia colectiva que no vea la otredad como el enemigo. Además, los nuevos protocolos de «bio-seguridad» agudizarán el control sobre los ciudadanos. Y no pasemos por alto el monopolio que se está creando en torno a las decisiones de salud pública a escala global, así como en las ganancias que esto genera.

De modo que creer que las guerras de religión ya han sido saldadas, que después de la revolución sexual y la emancipación femenina, de la creación de organizaciones internacionales para arbitrar conflictos mundiales, de derribar dictaduras o regímenes anquilosados, de ganar derechos en el mundo laboral, así como postulados basados en la concepción de una igualdad y protección de derechos humanos; después de esto y más, considerar que no hay retrocesos sobre las batallas duramente ganadas, es precisamente ir perdiendo lo ganado, es bajar la guardia en la lucha contra la naturaleza humana misma, que no es un estuche de monerías ni una flecha ascendente en una evolución que nos llevará a ser una raza de “súperhombres”. Es olvidar que nuestra mejor cualidad es poder volver nuestra mirada sobre nuestros pasos, porque creer en la linealidad de nuestra historia puede que sólo nos lleve al cierre del camino.