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Como siempre, para Perrucha   

Cuando era niño había comerciantes ambulantes que ofrecían en las calles menjurjes que prometían expulsar los parásitos intestinales. Apoyándose con un altavoz señalaban los peligros a la salud al padecer este tipo de seres. Decían que, de no atenderse a tiempo, el daño llega a ser mortal. Pero ello no era el argumento más importante, lo fundamental eran los frascos que mostraban y mantenían en fila a la vista de sus posibles clientes. En ellos, flotando en soluciones acuosas, se mostraba todo el abanico de seres monstruosos que podían contener intestinos humanos: enormes gusanos enroscados, insectos deformes que a mí me parecían hadas o diminutos murciélagos, e incluso diminutos fetos.  Recuerdo detenerme fascinado durante mucho tiempo ante ese zoológico callejero, muestrario de una fauna oculta que crece oculta en nuestras entrañas; como la maldad o como el amor.  Yo no era el único atraído; todos los niños del rumbo éramos seducidos, de una u otra manera por el espectáculo. A mí, por inexplicables razones, me atraían dos tipos de parásitos: En primer lugar, los gusanos. Me resultaba increíble pensar que esos seres pudieran haber habitado alguna vez en el interior de un cuerpo humano. Los imaginaba estirándose en toda su magnitud dentro de los intestinos de las personas alcanzando con su cabeza (si es que tienen) la boca del huésped y con su cola el recto. Los imaginaba comiendo lo que éstas comen, sintiendo quizá lo que éstas experimentan. Les tenía una particular repugnancia a los gusanos desde un día que observé un día en la calle el cadáver de una tortuga de gran tamaño que alguien había abandonado. El cadáver hervía de gusanos carroñeros. Eran tantos que imaginaba escucharlos masticar.  Además de los gusanos me atraían los peces diablo. Es usual que se denomine de esta manera a aquellos pescados secos que son abiertos en canal y partes de su cuerpo son separados del cuerpo a fin de que parezcan alas mientras el hocico es aplastado para adquirir un aspecto grotesco. Los verdaderos peces diablo poseen una deformidad innata. Hay quienes dicen que brotan de los deseos no realizados del huésped o de un mal amor y que son sumamente contagiosos.

Con el tiempo descubrí que mi fascinación no era gratuita. Sabía desde mi infancia que de una u otra manera mi cuerpo albergaba algún parásito. Cuando era niño me dijeron que era hipocondriaco. Pero ya adulto, una madrugada que dormía al lado de Perrucha desperté con una sensación de ahogo: algo reptaba en mi garganta. Corrí al baño y ante el espejo abrí la boca. Vi cómo una sombra viscosa se deslizaba desde el fondo de mi garganta hasta posarse en mi lengua. Era delgada como un cordón umbilical y palpitaba, como si respirara. No tuve fuerzas ni oportunidad para arrancarla: se replegó con rapidez dentro de mí, satisfecha de mostrarme que existía, que ya había crecido y que algún día sería suyo del todo.

Días después empecé a notar cambios. Los olores dulces me producían arcadas; en cambio, los desechos de la basura me resultaban extrañamente apetitosos. Mi piel se fue tornando húmeda, cubierta de un sudor aceitoso que dejaba manchas en la ropa. En los momentos de silencio escuchaba un golpeteo, inaudible para los demás, que marcaba su ritmo en mi interior.

Posteriormente noté fueron pequeñas costumbres nuevas: un apetito insaciable por la carne poco cocida, un gusto extraño por beber agua sin filtrar, incluso por morder la fruta sin lavarla. Nada grave, solo rarezas, de esas excentricidades que todos manifestamos. Sin embargo, cada vez que lo hacía, sentía un alivio secreto, como si estuviera obedeciendo a una necesidad muy antigua.

Acudí con diversos médicos. Me hicieron pruebas de todo: sangre, orina, heces… Todos coincidieron en que no había nada, que seguramente era producto de los nervios. Que trabajaba demasiado. Me recetaron placebos y pastillas para dormir que de nada me ayudaron. Gradualmente fui, si no olvidando el asunto, al menos dándole menor importancia.

En medio de todo eso, parecía que había surgido algo bueno. Desde niño era no sólo introspectivo, sino tímido. Rehuía a la gente. Sin embargo, y después del incidente que refiero, poco a poco me volví más sociable. Empecé a hablar con desconocidos en la calle, a aceptar invitaciones a comer, a probar platos compartidos. Abrazaba a la gente a la menor provocación. Todos decían que había cambiado, que antes era huraño y callado, y ahora irradiaba algo que atraía. Yo lo atribuía a la edad, a la madurez, a una súbita simpatía que había brotado en mí. A una comprensión del mundo producto de aceptar lo inevitable.

También en la cama me comportaba cada vez más fogoso con Perrucha. Cada noche lamia con auténtico deleite cada parte de su cuerpo; sentir en mi lengua su coño, su culo, sus tetas y sus orejas era una práctica que podía llevar a cabo durante horas enteras. Mi lengua parecía alargarse como un tentáculo tratando de sondear las partes más profundas de su ser. Sentía una necesidad extrema de que mi saliva y no mi semen, penetrara en ella.

Lo que ignoraba en ese momento era que el parásito necesitaba de esa cercanía. Nunca sospeché que cada conversación íntima, cada beso dado con descuido, cada comida en compañía era en realidad un antiquísimo rito de transmisión. Yo creía estar alimentando amistades; lo que alimentaba era la continuidad de la especie que me habitaba. Al parecer sus larvas no podían sobrevivir en mi interior mucho tiempo: debían pasar a otro cuerpo para completar su desarrollo. Y la saliva era el vehículo. Esa saliva espesa que yo dejaba en los bordes de los vasos, en las cucharas que prestaba, en las frutas que compartía a mordidas. En las mejillas de las mujeres que saludaba. Ese humor viscoso que a veces escupía “sin querer” al reír demasiado cerca de alguien, o que quedaba en el micrófono de un karaoke. Era grotesco, pero finalmente era más fuerte que yo. Pero además me había convertido en alguien: la gente me volteaba a ver, significaba algo para ellos. Recordaban mi nombre, reían con mis bromas. Me buscaban. Comencé a ser feliz por primera vez en la vida.

Sin embargo, pronto se observaron los resultados de mi cercanía en los cuerpos de quienes me rodeaban. Un vecino que me frecuentaba repentinamente comenzó a rascarse el abdomen con furia dejando en las uñas jirones de piel húmeda. Una de mis primas, después de cenar conmigo, despertó cubierta de un sudor aceitoso que olía a mar podrido; su vientre se inflaba y desinflaba como si albergara un pez que golpeaba desde adentro. Otro, un amigo de la infancia, vomitó una espuma sanguinolenta en plena calle, y entre la espuma se retorcían filamentos traslúcidos, con forma de aletas diminutas que aún temblaban como si buscaran nadar en el aire.

Lo curioso era que yo prácticamente no experimentaba malestar alguno, y ninguno de ellos parecía darse cuenta del todo de lo que sucedía. Entre jadeos y arcadas, sonreían con los labios agrietados, como si una parte de ellos reconociera en la agonía una suerte de alivio. Los parásitos crecían en sus entrañas, empujando órganos, perforando vísceras, hasta tensar la piel al punto de translucir huesos y venas. Algunos ojos comenzaron a volverse vidriosos, ocupados ya por pupilas que no eran del todo humanas. Y pese a sus dolencias, esas personas también se volvieron sociables y encantadoras, buscando rodearse de gente a la que abrazaban y besaban. Como yo, que seguía acercándome a otros, tendiendo la mano, compartiendo un sorbo, riendo demasiado cerca. Otorgando besos a diestra y siniestra.

 El ciclo florece a través mío, a través nuestro como una enfermedad radiante y yo no puedo ni quiero evitarlo. Yo solo puedo pensar que, al fin he aprendido a hermanarme con todos; he aprendido a querer. Quizá no de la manera usual, sino como el parásito me enseña, lo cual curiosamente me ha hecho más entrañable, más indispensable para todos. En suma, más humano.

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