El País Vasco surge en medio del bosque, un bosque enorme, profundo. Si llegas desde Madrid, hay que cruzar el paisaje de la cordillera Cantábrica, con sus altos picos, con su planicie un tanto agreste, algo tan imponente como hermoso. Si llegas desde Burdeos, tienes que atravesar una carretera amplia, monótona, recta, que cruza todo el Parque Natural Regional Landes de Gascogne.
Es decir, como siempre, la geografía determina todo: el origen de los asentamientos humanos, pero también su evolución, su carácter social, explica la esencia de su mitología, incluso de su idioma, de sus recelos, las guerras o batallas emprendidas, así como parte de las victorias o derrotas en su haber.

El País Vasco ha estado en nuestra mente desde hace mucho tiempo, su historia reciente, así como la no tan reciente. Mucho de ello tiene relación con nuestra inclinación, podríamos decir, hasta idealización de los movimientos sociales de la segunda mitad del siglo XX. Nos entusiasmaba desde tanto atrás conocerlo. Nos gustó llegar desde Burdeos, después de estar más de un mes conociendo pueblos y ciudades del sur de Francia (pero eso tendría que ser otra merecida crónica), ver a través de la ventanilla del autobús esa carretera plana y directa, con una vegetación uniforme que poco a poco fue dando paso al verde oscuro, a las montañas, a ese lugar de idioma singular.
Llegamos a Bilbao a mediodía, con las nubes encapotando el cielo. Con un clima fresco que se agradecía, después de pisar un Burdeos que, aunque bello, te quemaba todo. No es que podamos decir que nos “sentimos en casa”, pero sí, después de venir de Francia, España sí se siente familiar, aunque eso pasa más bien con Madrid, con Bilbao la sensación fue de sentir que llegabas a una región de la que tanto habías leído, visto películas, series, así que de alguna manera era como experimentar el encuentro con algo anhelado y “conocido”.

¿Que si fue lo que esperábamos? Fue más. Es decir, lo que construyes en tu mente sobre un sitio (podría ser con cualquier cosa o persona), con tus idealizaciones, nunca será superado por la realidad: es transformado. Se combina lo que imaginabas con lo que encuentras. Así que siempre será algo más que aquello que esperabas. Y si aprendes a ver con imparcialidad, sabrás valorar que esa transformación siempre tendrá su lado positivo, incluso cuando te encuentras con algo totalmente diferente a lo que esperabas.
Así que Bilbao fue algo más: fue sentirte muy bien con lo imaginado. Fue sorprenderte con su toque moderno, su autenticidad resistiendo ante la gentrificación y turistificación, tema que, por cierto, y con justa razón, está por todo lo alto en varias ciudades del mundo, muchas de ellas europeas, con España a la cabeza de protestas masivas contra tal sobre-turismo y las consecuencias negativas que tiene para los locales.
Siguiendo con nuestra crónica, conocimos varias caras de Bilbao, como solemos hacer, a veces buscándolo, otras sin ese propósito. La maquillada, la no tanto y la de la cara totalmente lavada. Es decir, claro que estuvimos en el Guggenheim, de lo que no es necesario hacer mayor presentación, ni de su instagrameable Puppy; también en su catedral, su plaza principal, sus puentes conocidos, su teatro, su estación de tren.




Luego están sus callejuelas medievales, que recorrimos varias veces. Y luego, también, caminamos ya de noche por la calle más “peligrosa” de Bilbao, como reza un video que compartimos abajo: la calle de San Francisco. Es cierto que notas que esa calle ya no es apta para fotos turísticas, menos entrando la madrugada, pero, quizá, y de manera lamentable, ser de un país como México te curte en calles bravas.
Las reminiscencias de lo leído y visto, así como de los noticieros durante nuestra infancia o juventud, llenaban nuestra memoria, remitiendo a las décadas de los 80’s y 90’s: ETA y la lucha por la independencia vasca, así como la controversia alrededor de una lucha hecha por medio de las armas. La mezcla de idealización, conocimiento de algunos aspectos, desconocimiento de otros, sobre todo de la realidad concreta de esos años y de quienes los vivieron, todo eso lo teníamos en la mente mientras transitábamos sus calles. En medio de todo ello, llegamos a la calle Barrenkale, y ahí nos instalamos de tarde-noche, forjando tabaco, con caña en mano.

Porque solemos cultivar la fidelidad inmediata por los bares, tabernas, cantinas y similares en los que nos sentimos a gusto, en los que se respira ese olor característico de los baños que no pretenden oler más que a lo que son, las paredes con marcas a diestra y siniestra, los parroquianos asiduos, las barras amplias, y ya si además el sitio guarda historia en su arquitectura, mobiliario o aura, ahí nos verán volver los días que estemos en las ciudades.


Así pues, en Bilbao encontramos nuestro asidero en la calle Barrenkale. Descubrimos que la razón de nuestro amor a primera vista por esas calles y locales era el eco que aún resuena de esos bares de los años 80, donde proliferaron lugares llenos de disidencia y contracultura. Aunque hoy no queda ninguno de esos años y los que hay se han puesto monos, más para la foto, con turistas como nosotros de visitantes, es posible imaginar los tiempos dorados.
Bilbao fue nuestra probada del País Vasco, pues preferimos pasar un par de días allí que estar de pisa y corre en varios. Volveremos, es promesa de las que sí pensamos cumplir.
Nuestras postales de Bilbao







