Fuente de imagen: My Mordern Met

“Con cuerdas humanas los atraje, con cuerdas de amor;

y fui para ellos como los que alzan el yugo de sobre su cerviz,

y puse delante de ellos alimento.”

 Oseas 11:4

Mi madre solía colocar agujas y vidrio molido en la comida que nos servía. No lo hacía con rabia, sino con la calma exacta de quien entiende la obligación de formar no sólo con la palabra sino también con el gesto, con la materia, con el fuego. Decía que su deber era enseñarnos a ser fuertes, que el mundo se traga de un bocado a los débiles. Nos enseñó que al comer la lengua debía aprender a reconocer el filo antes de que la garganta se rajara. “Uno debe saber masticar el dolor escupiendo sólo lo necesario”, murmuraba, y el vapor que subía de la olla le enrojecía el rostro hasta volverlo de humo, cambiante, diáfano, como si la misma comida la pariera de nuevo cada tarde, cada día.

Lo que hacía parece una crueldad, pero no lo era. Finalmente, todas las madres lo hacen. Incluso hay algunas que sirven pescado y los hijos deben identificar las espinas o morir. Para madre no había diferencia entre una espina y una aguja: ambas eran lecciones que el cuerpo debía aprender antes que el alma. “El cuerpo recuerda mejor que la mente”, aseguraba. “Y la lengua tiene memoria, aunque los hombres no lo crean.” Seguramente para que recordáramos eso, madre gustaba de cocinarnos pescado. Casi a diario cocinaba pescado.

Y mientras comíamos, madre nos contaba historias. No sólo las suyas, sino las de un mundo que olía a óxido, a pobreza, a agua estancada. Hablaba de la Depresión del 29 y de cómo en ese entonces había comido limaduras del tractor del abuelo, trozos de cuero, tuercas hervidas en agua con sal. “El hambre me hizo crecer”, decía, y cuando lo decía su voz no temblaba: se volvía más espesa, más grave, como si la habitación entera se llenara de la fuerza de esa mujer que nos había criado sin la presencia de un hombre.

También nos contaba de su hermano, el que tenía un estanque con carpas doradas. “Eran criaturas de paciencia”, decía. Él las pescaba a diario, las hería con el anzuelo, luego las curaba y las devolvía al agua. Y eran las carpas más grandes de la región. “Prueba irrefutable de lo bendito que es el dolor”, aseguraba.

Recuerdo su voz, el modo en que pronunciaba las palabras, tan lento, tan suave que las sílabas parecían abrir una herida invisible en el aire. Recuerdo también su cabello recogido con un gancho de metal, los antebrazos firmes, el vapor que delineaba su figura en la cocina como si el fuego la soñara.

Recuerdo su manera de mirar los cuchillos antes de usarlos, con una especie de respeto místico.

Y su costumbre de hablarle al agua antes de que hirviera, tal y como muchas personas lo hacen con las plantas en un afán de que crezcan más rápido.

Así, nos acostumbramos a la textura cortante en la lengua, al brillo de la sangre en las encías, al ruido tenue del vidrio entre los dientes. A cagar con sangre. Era una forma de amor, aunque en ese momento no lo comprendíamos del todo. Hoy lo sé: no alimentaba el cuerpo, sino la voluntad. Padre no lo entendió. O no quiso entenderlo. Quizá por eso nos abandonó ¿O murió de una hemorragia en los intestinos? Ya no lo recuerdo. 

Primero fue el vidrio, después las agujas. Mi hermano mayor fue el primero en descubrir una aguja enterrada en su encía. La extrajo con los dedos, temblando. Madre lo miró sin piedad ni ternura.

—Sigue comiendo —le dijo—. Acostúmbrate, porque hay más.

Él obedeció con lágrimas en los ojos y la sangre corriendo de sus labios a su garganta como una plegaria. Yo lo observaba. Esa noche soñé que mi lengua se partía en dos, como si fuera una serpiente, y que de cada mitad, entre un lago de sangre brotaban agujas doradas que vibraban cuando hablaba y que se me clavaban en el cuerpo desnudo.

Fuimos creciendo de esa manera; agradeciendo las heridas que nos templaban, la sangre que probábamos sin asco, el dolor que se hizo costumbre. Hace más de veinte años que madre murió, y cada día trato de que su legado defina mi vida. Por eso aprendí a cocinar. Por eso cocino para mi familia. Cocinar es recordar con el cuerpo. Es una forma de oración que se hace con el calor, con la sal, con el cuchillo. 

Una noche como cada noche, hablamos con madre. Desde que había muerto, la ouija siempre tenía un lugar en la mesa, y por medio de ésta, madre conversaba desde donde se encuentra.

—Madre —le pregunté—, ¿donde estás hay comida con agujas?

“No sé de qué hablas” —respondió manipulando mis dedos para que movieran la flecha de madera sobre la tabla—. “Me preocupas. Que Dios te perdone.”

La flecha se detuvo desdeñosa, cortante.

Entonces escuché el hervor. No venía de la estufa. Era un sonido más profundo, como si hirviera la casa entera. El cristal del reloj reflejaba sus manos, cocinando aún, eternamente. El aire olía a grasa y a rezos.

Con los años ya no fue necesario usar la ouija. Comencé a escuchar a madre en la cocina, entre los cubiertos, entre las burbujas del caldo. En el reflejo del cuchillo aparecía su rostro, apenas definido, y detrás del refrigerador su voz me recordaba:

“El sabor está en el sufrimiento. No temas. Todo lo que corta nutre, hija.”

Mi esposo decía que hablaba sola mientras cocinaba. Yo sabía que no era así. No se puede hablar sola cuando se conversa con la sangre.

Ayer, mi hija Nicole se cortó la lengua con una esquirla invisible en su sopa. Lloró. Mi esposo me miró con horror y me reclamó, pero yo no dije nada.

—Come despacio —le susurré—. Aprende a reconocer lo que te hiere. No hay otro modo de crecer.

Nicole parpadeó entre el llanto y la obediencia.

Y comió mientras sangraba.

Y en su sangre reconocí a madre: su serenidad antigua, su amor a prueba de todo.

Esta noche he colocado la olla sobre el fuego. Dentro hierve pescado, verduras, y el polvo transparente, brillante que rasqué del marco roto del espejo del baño. Nunca había colocado tanto en la comida, pero veo que ya es tiempo. También añadí unas agujas; tal y como madre lo hacía. Mientras revuelvo siento como nunca la presencia de madre. No sé si es ella o soy yo quien sostiene el cucharón.

—Madre —susurro—, he seguido tu ejemplo.

—Hija —me responde una voz que podría ser la mía—, no eran vidrios lo que colocaba en la comida.

—¿Y qué era entonces?

—Eran sólo huesos de pescado —dice—. Eran huesos de pescado y hoy los mezclas con tu odio hacia mí y una memoria que cambia todo.

—¿Y cuál es la diferencia? —pregunté.

Sirvo los platos. La casa está llena de ese aroma antiguo, mezcla de hierro y nostalgia.

Nicole sonríe. Mi esposa calla.

El vapor sube en una espiral lenta, y el rostro de madre emerge, delineado por el calor. Me quedo quieta. Siento que mi piel se retrae, que mis manos huelen a aceite viejo y a hierro. El rostro en el vapor imita mis gestos, habla cuando yo hablo. Ya no hay distancia entre nosotros.

Mi esposo entra a la cocina. Mi hija ya está sentada. Voy al comedor y les sirvo. En la mesa, el vapor forma espirales, como si la casa entera rezara.

—Coman —les digo con una voz que ya no es solo mía—. Es pescado; la receta de la abuela de la que tanto les he hablado. Está bendita por ella.

Nicole y mi esposo toman sus cucharas. El guiso humea. En cada burbuja brillan reflejos diminutos de vidrios, pero ellos no lo notan. La primera cucharada les hace sangrar ligeramente los labios. La segunda lo hará con sus intestinos.

El aire huele a hierro, a hogar, a eternidad.

Y mientras las observo comer, sé que el ciclo está completo.

Mi madre, aquella mujer que cocinaba el dolor para hacerlo comestible, no está allá, sino aquí, con mi familia.

La cena, más que nunca, sabe a familia. Y a hierro. Y a amor. 

Sobre todo, a amor.

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