Fuente de imagen: Tree

Obviamente, para Perrucha

Todos sabemos que el salmón inicia un viaje sin retorno cuando va a desovar, por ello nadie debería tener lástima hacia ellos ni debería intentar salvarlos. Los salmones saben que van a morir, pero quién está libre de decisiones insensatas; quién puede luchar contra su propia esencia. Lo digo porque fui un salmón. Cabe señalar que mi transición a salmón se facilitó debido a que hasta ese momento, todas las noches, soñaba que besaba con labios de pez, tetas y axilas de una mujer de cabellos negrísimos que a veces dormía a mi lado, y otras en una playa desierta rompiendo las olas que no se cansaban de tocarla y de murmurar a su lado.

Quisiera pensar que las canciones de Joni Mitchell fueron las que me pusieron de una manera franca en el camino del salmón, pero debo reconocer que más bien fue por azar, un día que el llanto me cegaba y confiando en el tacto llegué al culo perfumado y jugoso de una mujer. Separando con firmeza sus nalgas con mis aletitas comencé lubricando pacientemente con la lengua esa pequeña abertura. Después metí mi cabeza, tratando de abrirme  espacio moviéndome como un contorsionista para ingresar en ese, primeramente, reducido y después vasto espacio. Mis branquias -que habrían de desaparecer como parte de un inesperado proceso evolutivo- se abrían y cerraban con alegría aspirando el oxígeno de eso que por un breve tiempo llamaría hogar.

Es importante destacar que una vez que un salmón ingresa en ese mar de agua dulce, está solo. Está solo con  su placer por eso aunque pudiera regresar, no lo intenta. Por eso en vez de bajar, sube y sube y salta y golpea con la nariz todo aquello con lo que se encuentra, tratando de excitar cada elemento de su nuevo hábitat, pensando ingenuamente que hay distintos grados de éxtasis. A sabiendas de eso, los culos, una vez que les permiten el ingreso, se cierran herméticamente y como si fueran un huevito, los albergan con cariño instándolos a construir ciudades fantasmas o a navegar en galeones contemplados para marineros ebrios y afectados de escorbuto que cantarían alegres y desenfadadas canciones de piratas. Pero no hay nadie. Contrariamente a lo que se cree, no hay redes ni hocicos de osos pardos en cada roca tratando de atraparlos en cámara lenta. Mentira que se agrupen, que se trate de migraciones. Nunca se ha visto a un salmón acompañado. Esas son patrañas del National Geographic. El cuerpo de la mujer es muy sabio y los salmones que -dicen- entran por el coño nunca se han encontrado con aquellos que ingresan por el culo. Así, el salmón, desde que se asume como tal, está solo y desnudo con su deseo a contracorriente.

También es de todos sabido que como resultado de esa jaula onanística, el salmón, al final de su breve vida, queda deshecho. Conforme avanzan a su destino se van reconociendo como  hermafroditas y saben que llegado el momento habrán de  fertilizar los huevos que ellos mismos expulsarán. En mi caso reconozco que el resultado es un misterio pues en vez de semen expulsé vidrio molido mezclado con un poco de vino agrio como resultado del recuerdo que provoqué en una mujer.

Alguna vez fui un salmón. Debo seguir teniendo algo de pez porque nunca llegué a recuperar los párpados, así que no me queda más remedio que dormir con los ojos abiertos mientras los niños curiosos me los pican. Pero no duele. Pareciera que veo todo con mucha atención pero no, mis ojos están muertos, bien muertos. Pero brillantes, como lo que se espera de todo pescado que se encuentra en un mercado y que nunca se atrevería a enfermar a un pobre comensal.

Cuando pienso en mis ojos recuerdo que siempre quise ser una foto post mortem. Me parecen de una fineza extraordinaria. Admiro la labor de los fotógrafos que con mil artilugios lograban sentar o poner de pie a los cadáveres. Cuando fui salmón era sepia, uno del siglo XIX captado por la lente de un explorador voyerista mientras remontaba feliz y en silencio las entrañas, el amor de la  más hermosa de las mujeres. Cuando éste murió en ella arrastró todo, incluida mi identidad de salmón. El cadáver de ese amor me pareció insoportable. Por eso cuando lo vi, los ojos también se me murieron. Siempre quise ser una foto post mortem. Hasta ese día.

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