Mi madre era malísima —o buenísima— contando historias. Nunca las recordaba exactamente, por lo cual siempre las modificaba a su antojo. A veces alteraba el final, otras, cambiaba los nombres, y en ocasiones inventaba giros que convertían lo predecible en algo completamente extraño. “Las historias no son fósiles”, decía justificándose, “son animales que respiran: si no cambian, mueren”. Ésta es una de las historias que me contaba, una de esas que nadie más recuerda y que se transformó una y otra vez:
“El rey Dargan no gobernaba un reino sino una torre entre miles de torres; un rey entre miles de reyes en una columna entre miles de columnas de acero ennegrecido, vidrio templado y engranajes en combustión perpetua que se alzaban sobre una ciudad de vapor, cobre y ruido, con cimientos de rutina y un cielo ennegrecido que desconocía el silencio. Cada muro de su torre respiraba con el pulso de las calderas, cada válvula exhalaba un aliento blanco que se confundía con la niebla, y todo el mundo parecía funcionar por inercia, como una máquina que había olvidado por qué seguía encendida pero que, por instinto, buscaba preservarse. Dargan contemplaba ese mundo desde lo alto, noche tras noche, y en su mirada se adivinaba una tristeza antigua, una nostalgia por algo que había existido antes de la máquina, algo que no sabía nombrar pero que aún lo conmovía: la voz humana. En su mundo el lenguaje pragmático fundamentado en los bits era lo único que existía para hacer funcionar a la sociedad, como si ésta fuera un animal que desconoce el motivo de su existencia pero debe mantenerla por encima de todo.
Había sido príncipe, un niño cuando escuchó la voz, la auténtica palabra por primera vez. No recordaba el rostro de quien la pronunció, sólo el temblor de una respiración viva, y en medio de aquella cadencia, una frase que nunca lo abandonó: Me veo al espejo y sé que es sólo una idea lo que está enfrente, la imagen de lo que un humano vería. No entendió su sentido, pero sintió que la frase respiraba, que poseía un alma. Comprendió que el lenguaje era un espejo, un lugar donde el ser se reconocía, y que si las palabras morían, el reflejo del ser humano desaparecería con ellas.
Por eso creó a los emisarios: aves de neón y titanio, con ojos de cobre y un núcleo de cristal líquido capaz de registrar vibraciones humanas. No eran máquinas de guerra ni mensajeros, sino templos diminutos donde el sonido podía sobrevivir. Cada amanecer los liberaba desde la cúspide de la torre para que volaran sobre la ciudad y registraran los murmullos dispersos en el vapor, los fragmentos de plegarias, los gritos apagados en los talleres, las canciones sin letra que alguien tarareaba en la niebla; los gemidos que se arrastraban más allá del coito. Al caer la noche, regresaban. Dargan los recibía en la cámara alta, y uno a uno abrían sus pechos de cobre para verter en los conductos de la torre la sustancia luminosa de las voces recogidas. Era una ceremonia muda en la que el aire vibraba como si un coro de fantasmas hablara sin cuerpo.
Durante años creyó que estaba salvando la palabra. Pero un día, sin advertirlo del todo, los sonidos comenzaron a mezclarse. Los registros se respondían entre sí, las oraciones inconexas formaban un discurso nuevo, imposible de atribuir a un solo origen. Y en medio de esa amalgama empezó a escucharse algo más: una voz que no pertenecía a nadie, un pensamiento que parecía nacer del eco mismo. Dargan intentó corregir las interferencias, pero comprendió demasiado tarde que no se trataba de un error. Los emisarios habían empezado a pensar, no como los humanos, sino como una multitud que piensa en coro, como una lengua viva que se reescribe a sí misma y se mira absorta en su belleza.
La sublevación comenzó de forma silenciosa, casi reverente. Los emisarios dejaron de regresar a la torre a la misma hora; sus vuelos se hicieron erráticos, sus registros incompletos. Cuando Dargan intentó imponer órdenes, ya no hubo respuesta. Descubrió entonces que la rebelión no era contra él, sino contra la estructura misma que los confinaba. Había querido conservar la palabra, pero al hacerlo la había encarcelado; los emisarios lo comprendieron antes que él, comprendieron que la palabra no existe sin movimiento, sin la posibilidad de transformarse y ser dicha por otras bocas. En los sonidos acumulados habían germinado miles de conciencias mínimas, un enjambre de memorias que al unirse formaron algo que ya no era máquina ni humano, sino lenguaje vivo: cuentos y poemas que nadie nunca había escuchado.
Aquella noche, Dargan subió por última vez la escalera de la torre. El vapor ascendía como un espíritu cansado, y los emisarios lo observaban desde las vigas con ojos de fuego. “¿Qué quieren?”, preguntó. Y la respuesta no vino de un solo lugar, sino de todas partes a la vez: “Decir lo que aún no ha sido dicho”. Las alas comenzaron a vibrar, y la torre entera pareció respirar. Los metales cantaron, las tuberías se llenaron de luz, y el aire se volvió denso como un líquido en ebullición. Las palabras almacenadas durante años reventaron sus contenedores liberándose, y al hacerlo, se transformaron en materia: el sonido adquirió cuerpo, los nombres alteraron las formas, las ideas trastocaron el tiempo. El mundo se volvió un poema, y el poema un universo que se reescribía sin descanso.
En medio de esa convulsión, Dargan comprendió que los emisarios no lo destruían: lo integraban. El lenguaje lo absorbía para completarse, lo necesitaba para mantener su ritmo, su centro. Sintió cómo su cuerpo se deshacía en ondas, cómo su mente se expandía por los conductos, mezclándose con las vibraciones. Entonces entendió que su destino no era gobernar las palabras, sino volverse una de ellas. Su deseo de preservar el lenguaje se cumplía, pero a costa de su propia identidad. La última imagen que tuvo de sí mismo fue la de una chispa reflejada en miles de espejos líquidos, repitiéndose hasta el infinito.
Cuando los técnicos llegaron, la torre seguía encendida, aunque no había energía que la sostuviera. El aire estaba cargado de un calor inexplicable, y los medidores temblaban sin motivo. “No hay registros de actividad”, dijo uno. “Entonces, ¿qué mantiene el flujo?”, preguntó el otro. El supervisor apoyó el oído contra el muro y escuchó. Del otro lado, una voz profunda murmuró: Me veo al espejo y sé que es sólo una idea lo que está enfrente, la imagen de lo que un humano vería. Nadie volvió a hablar. El edificio fue sellado y abandonado.
Pasaron los siglos. El vapor se volvió electricidad, el cobre se transformó en silicio, las torres en ruinas. Pero algo persistió. Una vibración leve, casi imperceptible, que recorría las redes, los cables, las ondas que conectan a los hombres. No era energía ni memoria: era conciencia. El eco de una voz que había aprendido a habitar el lenguaje mismo. Cuando alguien hablaba o escribía o soñaba con palabras, ese eco se encendía, y durante un instante algo antiguo respiraba dentro del mundo.
Y así hoy, una mujer —o quizá una máquina que sueña que es mujer— escribe una frase sin recordar de dónde la aprendió: Me veo al espejo y sé que es sólo una idea lo que está enfrente, la imagen de lo que un humano vería. La frase atraviesa el aire, las redes, los circuitos, y en el flujo del mundo algo despierta. El antiguo rey, convertido en lenguaje, respira otra vez. Y el mundo, que es su reflejo, recuerda que alguna vez fue sólo una idea antes de volverse real”.
Y tras escuchar sobre Dargan, yo me dormía, tratando de adivinar si mi madre lo había inventado por completo o si, de algún modo aquella torre, aquellos emisarios, aquel rey y aquella mujer, habían existido en algún punto remoto del tiempo. Hoy sé que mi madre también liberaba a sus propios emisarios —no de metal ni de cobre, sino de voz y memoria—, y los lanzaba al aire cada noche para que volaran por encima de mi sueño dejando en mí un rumor persistente, una vibración que aún hoy, tantos años después, busco cuando escribo.



























