Desnudo reclinado (1923). Georges Valmier

Siempre tuve la impresión de que la casa respiraba. De día se ensanchaba con la luz y el rumor de los niños; de noche, se recogía en sí misma, como si soñara con quienes la habitábamos. No era la recámara, sino la sala su corazón: el lugar donde todo empezaba y todo concluía. Allí jugaban nuestros hijos, y allí —decía él con un temblor que nunca supe si era miedo o premonición— morían siempre, en sus sueños.

—Ya sabes que siempre sueño que los niños mueren en la sala —me dijo una noche, con los ojos abiertos en la oscuridad—. Despiértame si sueño con eso. O que me quieren matar.

—¿Y cómo voy a saberlo? — pregunté, algo harta de aquella absurda solicitud.

—De igual manera que aquellos que enterraban vivos tenían una campanilla —contestó—, así yo también necesito una. Aunque he soñado que suena y suena inútilmente, sin que tú, desde tu sueño más profundo, o inmersa en la lectura, llegues a enterarte.

—¿Pero para qué quieres que alguien te despierte? ¿No lo harías tú mismo con el ruido de la campana?

—No quiero arriesgarme —contestó en voz baja.

No sé si lo hice por compasión o por un extraño deseo de cuidarlo, pero esa misma noche colgué una pequeña campanilla de latón sobre nuestra cama. Pertenecía a mi abuela, y su sonido tenía algo de infancia, algo de promesa.

—Si suena —le aseguré—, te despertaré.

Durante un tiempo lo hice. Cuando el tintineo se alzaba en medio del sueño, yo me incorporaba sobresaltada, lo tomaba de los hombros y lo sacudía hasta que abría los ojos. Él respiraba con alivio, agradecido. A veces, antes de dormir de nuevo, me contaba lo que había soñado. Ya no era recurrente que soñara con la muerte de los niños; ahora soñaba que era un soldado en Agincourt, obligado a recorrer el campo de batalla para pasar piadosamente su espada por la garganta de los sobrevivientes. Hasta que se descubría a sí mismo entre los heridos y no tenía más remedio que acabar con su propia vida. “Y yo quedo allí, agonizante y vomitando sangre —decía— mientras una mujer pasa el día leyendo rabiosamente en su cama”.

También soñaba que una horda de hienas rabiosas y antropomorfas lo perseguía de noche mientras le gritaban amenazas e insultos, a la vez que se carcajeaban ante su pánico. Decía que tenían rostros humanos, rostros cambiantes, que a veces eran los de los vecinos, otras los de nuestros hijos, y en ocasiones el mío. “No eran animales, eran burlas con dientes”, murmuraba temblando, y me contaba que lo acorralaban hasta dejarlo de rodillas, mientras su risa se multiplicaba en los muros herméticos de su sueño con un eco demente. Él aseguraba que las hienas se burlaban de su fragilidad, que lo llamaban cobarde, que lo acusaban de no vivir, de no saber amar. Yo no le respondía, pero sabía que en esa jauría había algo de su miedo a mí, a mi silencio, a mis palabras. Tal vez esas hienas no lo perseguían por lo que era, sino por lo que ya no podía ser conmigo

Yo lo escuchaba en silencio. Había algo en esa imagen —esas criaturas que lo cercaban, deformes y risueñas— que me resultaba familiar porque yo misma había comenzado a escribir sobre ellas días antes, en un cuento donde un hombre huía de su propia conciencia encarnada en fieras risueñas. Estaba segura de que no le había contado a él nada de esto. Me perturbó pensar que lo que yo inventaba en mis noches podía filtrarse en sus sueños.

Tras sus pesadillas, cuando él volvía a conciliar el sueño, yo me levantaba y me sentaba ante la computadora a escribir.

Siempre he sido escritora. Quiero pensar que mis textos tienen algo de ternura y mucho de fábula, pero en los últimos años habían ido adquiriendo una sombra. No sabía de dónde venía, solo que cada vez escribía con mayor hondura, como si una fuerza secreta emanara desde el fondo de la casa directo hacia mis textos. A veces lo que él soñaba aparecía, transformado en ellos. No porque yo lo copiara, sino porque los sueños flotaban un tiempo en el aire antes de disiparse, y yo los atrapaba sin querer, como se atrapa una palabra al vuelo. O una enfermedad. Y a decir verdad, comencé a sentir que mis cuentos se contaminaban de algo que no era yo. La editora del periódico donde publico mensualmente sostenía que mis cuentos eran estupendos, como siempre habían sido. Pero yo sentía que las frases nacían tibias y que pronto se enfriaban, como si alguien soplara sobre ellas un aliento de niebla. Había una respiración ajena entre mis líneas, una mirada, un pulso que no era el mío. Escribo en la recámara, donde el tiempo no avanza igual: las horas se doblan, los relojes respiran despacio. Me gusta creer que en ese espacio mis palabras encuentran un refugio, pero a raíz de las pesadillas de él, sentía que algo allí se filtraba en mi obra. Una presencia suave, paciente. Desconocida para mí.

Desde hacía tiempo nuestra vida de pareja se había ido erosionando sin motivo preciso. No hubo discusiones ni culpas visibles, solo un cansancio, el desgaste de quien ha compartido demasiadas madrugadas sin deseo ni curiosidad. Él seguía soñando; yo seguía escribiendo. Pero comprendí que mis mejores páginas nacían cuando él dormía sin sueños de por medio, cuando su respiración era honda y el silencio de la casa me pertenecía sólo a mí. Y comencé a sentir que mi amor -si alguna vez lo hubo- se había transformado en otra cosa: una necesidad de espacio, de tiempo, de creación.

Una noche, el sonido de la campanilla me despertó de golpe. No era el tintineo ligero de siempre, sino un sonido ansioso, como si el metal temblara de miedo. Me incorporé. Habíamos olvidado bajar la persiana, y la luz de la Luna bañaba su rostro. Estaba agitado, la respiración entrecortada, el ceño fruncido. Manoteaba tratando de protegerse de algo. Comprendí que soñaba algo terrible. Me incliné sobre él para tocarlo, pero mi mano se quedó suspendida en el aire.

Recordé todas las veces que lo había despertado: su sobresalto, su mirada perdida, su alivio efímero. Me di cuenta de que tal vez su sueño necesitaba seguir su curso. Y el mío también. El tintineo persistía. La campanilla demandaba atención. Me quedé escuchándola un momento, y sentí que su sonido llenaba la habitación con un ruido que parecía venir de otro tiempo.

Entonces supe lo que debía hacer. Me acerqué a la pared, alargué la mano y, con un gesto casi natural, la arranqué de su sitio.

El sonido se extinguió como una respiración que se apaga sin dolor. Él se agitó unos momentos más, luego su cuerpo se hundió en una calma profunda. Permanecí un rato mirándolo, y comprendí que aquella quietud era el único regalo posible entre nosotros.

Me senté junto a él. Como si fuera una invitación, la Luna fue resbalando por la habitación hasta rozar la pantalla de mi computadora. Sentí que algo se abría dentro de mí: un silencio fértil, luminoso. Tomé asiento y comencé a escribir. Las palabras fluyeron sin esfuerzo, hermosas, exactas, como si hubieran estado esperándome toda la vida. Ya tenía la idea del final de mi nueva novela.

Desde entonces, él duerme. No sé si sueña. La casa sí, sueña conmigo. Y cada habitación respira al compás de mis palabras, y en ese ritmo secreto reconozco algo que antes confundía con amor.  Los niños han preguntado qué pasó con su padre, y yo siempre me pongo el dedo verticalmente sobre la boca y les indico con gestos que se alejen. En algún momento lo olvidarán.  Yo sigo durmiendo a su lado, con la serenidad de quien ha aceptado un misterio. No lo desperté aquella noche, y ya no lo despertaré; ya está en un lugar tan lejano que no podría hacerlo, aunque quisiera.

A veces creo escuchar, muy lejos, el eco tenue de un metal que vibra, y pienso que quizá él no ha muerto en su sueño y que en éste encontró una campana con la que me llama. Pero ya no me levanto. Solo cierro los ojos y dejo que el sonido se confunda con la respiración profunda, pesada de la casa.

Él duerme y yo escribo. Las frases brotan como agua antigua; puras, inevitables, hermosas. Precisas. Como si no fueran sólo mías sino también del silencio que él me heredó.

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