Todos los cíclopes tienen los pies delicados, finalista del premio Futurock 2024, abre distintas ventanas sobre el deseo, la muerte, la vejez, la nostalgia amorosa, en un cosmos barroco y con una sintaxis poética que potencia múltiples lecturas formales. Hay una deriva en torno al cuerpo y sus distintos campos patológicos. Se entrecruzan la medicina, los mitos, la historia social, en una trama donde varios hilos, concebidos como órganos de quien es observado por una máquina invasiva, recorren la historia de un monje budista y la única emperatriz china, un francotirador que planifica y ejecuta el asesinato de un sindicalista corrupto, la última monja beguina muerta en este siglo, un investigador que indaga en videos pornográficos para descubrir el lugar donde alguien es engañado, un vendedor que recorre todo el planeta promoviendo aditivos industriales. Y las historias cierran y vuelven a abrirse hacia otra dirección en un tiempo robótico fuera de su quicio, mientras el protagonista yace y espera.
Jorge Goyeneche es un creador audaz, que se arriesga con telones de fondo complejos y espera la complicidad de quien lo lee. En esta novela es meticuloso, nos hace transitar con cautela firme por los diversos universos que la pueblan. Los cambios son tan abruptos como estratégicos para mantenernos a la espera de qué nos contará en la siguiente página, podrán comprobar esto en los fragmentos de la novela que se comparte más adelante. Invitamos a que visiten su página donde podrán encontrar su libros para descargar, así podrán disfrutar de primera mano su obras: Visitar sitio web de Jorge Goyeneche. También compartimos un par de entrevistas. La primera la realizó Rolando Revagliatti hace un par de años: Jorge Goyeneche: “Al principio, la escritura y las mujeres me despertaron la misma inseguridad”. Esta otra es nueva, a propósito de esta novela: Entrevista a Jorge Goyeneche.

TODOS LOS CÍCLOPES TIENEN LOS PIES DELICADOS (fragmentos de la novela)
Está en la bandeja del resonador magnético, que se desplaza como la cinta del aeropuerto. Él, la valija, puro cuero sin metales, atado, mira el cielorraso hasta que el túnel lo empieza a engullir. Le ha dicho al técnico que tiene claustrofobia, miente que cree poder manejarla. Respira lento, inhala, contiene, exhala, aguanta en porciones de diez segundos. No son diez, porque cuenta demasiado rápido. Al menos está casi todo el cuerpo afuera. Pero eso dura nada. Solo los pies se salvan del encierro, supone, porque no los puede mirar en esa postura. Recurre a pensar en un color y con la brusquedad que lo asalta, primero recorre un desordenado arco iris, luego se combinan hasta volverse marrón oscuro. Se enfoca en la letra de una canción y la entona mentalmente. Pero en cada distracción vuelve el amanecer del pánico. Es un sol enloquecido que se asoma a impulsos de taquicardia. Ni siquiera lo rozan. Todo el mundo está lejos. Es un paquete de recorrido corto aunque eterno.
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Los miedos duran poco en la superficie (yacen fingiéndose dormidos en un rincón) y son reemplazados por el deseo, la fuerza vital. Volvió a mirar aquellos videos, siguió recorriendo las páginas pornográficas con el acicate de la curiosidad. Quería develar el misterio del escenario. Ajustó la búsqueda, sintonizó en videos caseros online. Todos los planetas giran sincrónicos en sus órbitas, los átomos también y sus extraños componentes. Pero a veces un meteorito, un cometa o los cuasicristales, crean la nueva dirección del azar. No es el desorden, es la disrupción del impensado que cae donde no se lo espera, donde no se puede predecir que aparezca. Así rebotó una transmisión en directo desde el sitio porno hasta su cabeza. Aparecían las dos mismas personas, lo sorprendente era el nuevo escenario. Durante toda la investigación, hasta el momento, la única habitación había sido modesta, muebles antiguos, lámpara de bronce y un espejo con marco curvo, la araña también de bronce sobre el centro de la cama sin somier; este lugar reciente, en cambio, era una ruina con el piso de cemento y restos de maderas, suciedad de tierra o arena. No hubo pasión, ni desnudos, solamente descripción del piso gris y el techo gris y las paredes aún sin ladrillos. La cámara hizo un paneo, abandonó a la pareja y mostró el ámbito, primero a ras del piso. Un rollo de alambre, un caballete precario. Luego una pila de ladrillos y un trompo de albañilería, finalmente el vacío, la falta de paredes, la vista de los árboles y abajo, a unos quince metros, la calle. Ahora alguien caminaba enfocando desde arriba los automóviles, luego el cielorraso y el balcón a medio terminar. Un piso en un edificio en construcción. El camarógrafo se dirigió hacia el borde y apuntó la lente un nivel más abajo donde había un hombre acostado en posición de tiro, de inmediato se sintió el disparo del fusil como si el tirador hubiera estado esperando ese instante preciso. El hombre se puso de pie portando el arma, su cara fue nítida a pesar de la toma cenital, y se dirigió hacia el interior donde la cámara ya no podía tomarlo. De nuevo hacia afuera, vio, ¿en vivo?, cómo una multitud gritaba y se movía a lo lejos, a una media cuadra, según calculó, donde estaba el Hospital de Niños. Las imágenes no lo mostraban porque hicieron zoom en el amontonamiento sobre una tarima en la que parecía yacer un cuerpo, pero él identificó inmediatamente el Parque Saavedra. Era en su propio barrio, a dos cuadras de su casa. Y supo además que no era en vivo (el cartel del video mentía). Eso lo sobrecogió completamente. Porque recordaba con claridad el episodio, el atentado al sindicalista, y además conocía al hombre del máuser. Todavía hoy, se dijo, podían verse manchas de sangre en el último escalón, allí donde terminaba el escenario desde el que arengaba Barrionuevo a sus simpatizantes, cuando una bala le impactó entre los ojos. Todavía circulan algunos periodistas junto al lago, micrófono en mano.
La nube del crimen se estaba alejando por el horizonte con la velocidad del viento, solamente permanece firme en la memoria y la mano del ejecutor. El último capítulo lo ejecutó una cronista disfrazada de mujer rana que se sumergió cincuenta centímetros y recorrió unos metros para graficar cómo había huido el killer hasta un arbusto y de allí a la otra calle. Alto rating televisivo y luego pasaron a otro tema de actualidad.
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En un buque persa, con mar plana, el monje YiChing repasa sus oraciones. Mira subir el sol de la media mañana. Lee nuevamente los textos en sánscrito que está traduciendo al chino. El viaje dura veintidós días. Más al sur lo espera una civilización sorprendente. Un imperio que se expande. Hay riquezas y poderes mágicos. Hay marinos, guerreros y piratas recorriendo esas aguas. Intenso es el comercio y circulan embarcaciones de diversos tamaños. Algunas llevan guerreros, otras mercancías. Andarán desde Manila hasta las costas africanas en busca de marfil, conchas de tortuga, pieles de pantera, ámbar gris y esclavos negros. Zhang Wen Ming nació en Shandong. A los siete años entró al monasterio. Fue a la India para estudiar con más profundidad el budismo y unos meses después de regresar, se embarcó hacia Sumatra donde permaneció hasta culminar con su trabajo (un par de veces tuvo que regresar a Cantón en busca de papel y tinta). Ahora, en el buque persa, mientras se hace la tarde a sus espaldas, recuerda cuando cayó enfermo en medio del camino y el grupo con el que iba lo dejó atrás. Fue saqueado por los bandidos, que le robaron hasta la ropa. Quedó desnudo y sabía que los nativos mataban a los blancos porque la piel era ofrecida en sacrificio a sus dioses. Se untó con barro y hojas. Se salvó. Después de este viaje y larga permanencia, volverá a China con centenares de traducciones. Será bienvenido por la emperatriz después de veinticinco años. Ahora, en el buque persa, se acuesta a descubierto, apenas ha anochecido, va hacia el sur y ve estrellas nuevas. Otros dibujos, como signos que también debe traducir. Innumerables fueron las noches pero más las constelaciones de las que le habían hablado los marinos de tantos barcos y con tantas historias. Armó figuras, las desarmó para formar otras, hasta que las descripciones orales se convirtieron en experiencias propias. Pudo convertir los textos budistas sánscritos en chinos, pero las luces de las islas diferían de aquellas de su continente del norte. Los hombres eran iguales; sus dibujos del cielo, no. Solamente los que recorrían a menudo los mares hacia Madagascar, Java, las costas de China, Ormuz, Ceilán, con los oros y las sedas, eran bilingües, sabían leer en ambos mapas celestes. El monje recogió de la boca de marinos aventureros que cruzaron el mar en direcciones diversas, como quien junta y compara hojas arbóreas con formas y vientres distintos (unas son manos otras tres líneas con muchas ramificaciones). Así le llegaron de la boca de marinos mercaderes las descripciones de constelaciones guías. Para aquellos que habían navegado las costas de la inmensa isla del sur, era El Emú del Cielo, el emú malvado con su bolso oscuro. Otros hablaban de un Centauro. Los tswana veían dos jirafas, una hembra y un macho, allí donde Dante vería una Cruz (las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, coraje y templanza) y a otros que frecuentaban a los maoríes escuchó YiChing decir Te Punga, el ancla de la Vía Láctea. Y a todos los nombres él los traducía, los concebía sinónimos de los ojos luminosos de la noche. Porque a cada navegante perdido le señalaba qué rumbo tomar, sin necesidad de diccionarios.
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Los sueños cuando son contados se despojan de la sangre que los penetra, pierden en el relato todo ese jugo pastoso que se adhiere a los zapatos o a los pies desnudos y persigue como engrudo al caminante de la noche. Los relatos, salvo en ocasiones de ser narrados por bocas especiales, aplanan lo visto por los ojos cerrados. Un abrazo tierno con un muerto lejano, extrañado, amado, se transforma al decirlo a otro en apenas una sensación empática, que no es poco pero carece de la fundición de pieles que únicamente se concede al traspasar la vigilia. Una lágrima es un jarrón de líquidos ardientes que no tiene cerámica ni vidrio, que sólo es la concentración fluida de la tristeza por la pérdida o la emoción del reencuentro. Luego, quien ha soñado, cuenta su sueño, dice soñé con nuestra madre o con aquella excursión a la isla cuando trepamos a la higuera y comimos hasta hartarnos, estaba también la abuela, estaban los hijos que aún no habías tenido. Era raro el sueño, dice alguien, como si algún sueño no lo fuera. Y la otra persona, la que escucha, construye una emoción con base en su propio recuerdo, si lo tiene. Pero la carne jugosa del sueño no se revive en la referencia cotidiana. Sí puede volver en el arte. Alguien está llorando en este momento frente al Guernica, alguien siente las manos ardidas al sostener cierta página de Rilke y entonces surgió un árbol, oh puro sobreelevarse, o alto árbol en el oído. Muchos tiemblan con los sueños del artista, mientras los tienen delante o mientras los recuerdan. Ay Gregorio Samsa y el desamor. Él, ahora allí atado bajo la máquina idiota, ve las ubres henchidas de imágenes, lenguas como delfines deslizándose por el aire de ese cubo blanco, vientres sonoros como gaitas que gritan su pesadilla, todo inunda y ataca la perfección del resonador siniestro y el salón vacío y pulcro. Mientras estén presentes sus extensiones como filamentos que lo unen a sus vísceras, él sobrevivirá. Mantiene los ojos abiertos y ve esos universos suyos que laten por los rincones, que luchan contra la estridencia muerta de las paredes y escribe las palabras del crimen con fusil, balcón, lago, de los videos pornográficos donde investiga un improvisado, del amigo en el avión y el monje chino.
Jorge Goyeneche, nació en La Plata (1952), Argentina, es egresado de Letras (UNLP). Durante una década publicó artículos en la Revista Humor (recopilados por ed. La Comuna en La cosa se complica, 2018). Esencialmente novelista, publicó: Toda la delantera en orsái (Último Reino, 2001), Semblantes de bestias (Gárgola, 2003 y 2016,), Serial Writer/Argentino Serial (Gárgola, 2008), Almirante de Sal (Parque Moebius, 2011. Premio Aurora Venturini). Que algo quedará (editada en España, Chile y Argentina, 2014. Primer Premio Instituto Cultural de Puerto Rico). Mala Praxis (2015). Final de Obra (Huesos de Jibia, 2016). Mapa Físico (2019). Romance del vapor y el humo (2021). Un dios narra (Huesos de Jibia, 2024). Recibió en 2015 el premio Provincial Almafuerte por su trayectoria como escritor, en 2016 el Premio Municipal. Y en 2024 fue finalista del concurso Futurock por Todos los cíclopes tienen los pies delicados.




























