Imagen obtenida de Figured'Art ES

Lo que sigue me lo contaron en un pub. O quizá lo soñé. O lo inventé totalmente; a quién le importa.

En Dublín, en los años setenta, había una mujer que tenía alrededor de cincuenta gatos. Nadie sabe cómo llegó a tener tantos —seguramente ni ella misma—. Lo más probable es que, en un momento de extrema bondad, adoptó a una gata callejera que resultó preñada y sus descendientes se cruzaron entre sí hasta llegar a la cifra mencionada. Vivía en el centro de la ciudad, en un edificio antiguo de ladrillos oscuros, entre Portobello y el canal del Grand Canal Dock, donde las aguas reflejan la luz de los pubs y los edificios de cristal.

Nadie recordaba su nombre verdadero; en las calles la conocían como Máire na gCat, “Mary de los gatos”. Era una mujer hermosa, joven aún, que no hablaba con nadie y no salía sino para lo más estrictamente indispensable. En las noches, cuando salía y abría brevemente las puertas de su apartamento, algunos vecinos decían que el aire que salía de allí curiosamente no olía a heces ni a orina de gato, sino a metal y lavanda, a mar oxidado y a soledad. Otros —los malintencionados— decían que Mary era una bruja y que las puertas abiertas dejaban escapar un claro olor a azufre.

Lo cierto es que su apartamento era un santuario caótico. Los gatos dormían sobre las enciclopedias, los platos, los sillones. Los pasillos estaban cubiertos de pelos y sombras. En las mañanas, desde su ventana, se veía el reflejo del puente Samuel Beckett, curvado como un arpa blanca sobre el Liffey. Allí, entre los ruidos de los tranvías y los gritos de las gaviotas, ella vivía en el eterno maullido.

Una tarde, mientras Mary cortaba pescado para alimentar a sus animales, se hirió la mano. La sangre brotó con un tono más oscuro del que recordaba. Uno de los gatos —un siamés de pelaje terso, el más bello del grupo— se acercó, olfateó la herida y lamió con lentitud una gota, y después otra.

—Ionsaí tú orm, mo ghrá? —susurró Mary—. ¿Vas a devorarme también?

El gato la miró con una calma antigua, con los ojos entornados, como si entendiera cada palabra. Iba a apartarlo, pero algo la detuvo: un estremecimiento delicado, una sensación de dulzura peligrosa, como si una corriente cálida subiera desde su muñeca hasta el vientre, y de allí al pubis.

Desde entonces, cada amanecer, se hacía pequeñas heridas. Primero en las muñecas y los brazos; después en el cuello, las tetas, el vientre. Disimulaba los cortes con las mangas del abrigo cuando bajaba al supermercado de la esquina a comprar leche, gasas y cuchillas nuevas. Los gatos acudían al olor de la sangre, disciplinados, casi reverentes.

—Vengan, mis ángeles —les decía con un leve temblor—. Tomen lo que les pertenece.

Ella se desnudaba, cerraba los ojos y sentía una dicha difícil de nombrar cuando las ásperas lenguas parecían querer desgarrar su piel. Gimiendo, les ofrecía su cuerpo como una misa íntima y lasciva. No era una orgía, sino una celebración de la piel. En esas horas suspendidas, su respiración y los maullidos trastornados de los gatos en celo formaban un cántico húmedo y antiguo, una plegaria de carne y furia.

A veces, Mary comenzaba a ver lo invisible. Entre los ronroneos distinguía palabras, murmullos diminutos que subían de los cuerpos peludos.

—Somos tus sombras —decían—. Somos lo que queda cuando el deseo muerde.

Las paredes se volvían líquidas, ondulantes; los relojes latían, y las cortinas se movían aunque no hubiera viento. Cada gato parecía contener un reflejo suyo, como si su rostro se hubiera fragmentado en decenas de pequeñas máscaras vivas.

El placer dio paso al miedo. Una mañana, al despertar, sintió algo moverse en su vientre.

—No puede ser… —susurró—. No de nuevo.

Durante semanas trató de ignorarlo, pero el abultamiento crecía, latente, tibio. Hizo todo lo que pudo para impedirlo, sin éxito. Cuando al fin parió, el aire del cuarto olía a leche y hierro. Eran nueve gatitos pálidos, sin pelo, con los ojos abiertos, casi humanos. Los tomó uno por uno y, llorando, los arrojó al retrete.

Desde entonces, hablaba sola. Les cantaba nanas en gaélico a los gatos sacrificados. A los que la acompañaban, a los que la habían preñado, los llamaba por nombres de santos y los peinaba con un cepillo de marfil.

—Ustedes son míos… y yo soy suya—decía a los gatos—. Nadie más me toca, nadie más me respira.

Mary dejó de alimentar a los animales para que sólo consumieran su sangre. Su piel empezó a tornarse translúcida, en parte por la pérdida de sangre y en parte por el desgaste causado por las incansables lenguas rasposas. A veces, al moverse, dejaba tras de sí un rastro luminoso, como si la realidad se rasgara un poco al paso de su cuerpo. En la penumbra, parecía cubierta de un pelaje leve, como un reflejo de luna.

Los vecinos comenzaron a murmurar:

—¿La han escuchado anoche? —preguntó una mujer desde el balcón.

—Y quién no, si no deja dormir —respondió un joven—. Sonó como si alguien riera dentro del agua.

—No es risa —añadió otra—. Son los gatos. Están aprendiendo a hablar.

—Yo la vi ayer —dijo un anciano—. En la ventana. Desnuda. Tenía los ojos encendidos… como faroles de gas. Y detrás de ella, docenas de colas se movían al mismo ritmo.

Siempre concluían con un “hay que hacer algo”, pero nadie se atrevía a realizar ninguna acción.

Una noche, el edificio entero escuchó un grito fuera de lo común; desgarrador, brutal, pero breve y húmedo. Cuando los bomberos forzaron la puerta, el apartamento estaba vacío. Las paredes estaban cubiertas de huellas pequeñas, como si decenas de patas ensangrentadas hubiesen trepado por ellas. En el centro del cuarto, sobre una montaña de pelos y huesos minúsculos, yacía Mary. Su cuerpo estaba abierto como una flor carnívora, y de su pecho emergían sin cesar gatitos recién nacidos, que lamían la sangre de su madre con devoción silenciosa.

Los rescatistas se alejaron horrorizados, pero uno de ellos —un joven pelirrojo de ojos claros— juró haber visto algo imposible: la mujer movió la cabeza, apenas un milímetro, y sonrió. Afuera, sobre los cables del tranvía y las azoteas de las casas, decenas de gatos miraban en la misma dirección.

Desde ese entonces, la población de gatos callejeros en Dublín se disparó. Algunos son negros, otros rojizos o plateados; pero todos tienen los ojos de Mary, ese brillo de deseo primigenio parpadeando al unísono, como si éste hubiera aprendido por fin a ver. 

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