Leda siempre escoge Pyhäjärvi para fantasear. Es la ciudad del mundo más lejana y más inaccesible por impronunciable. Ella tiene claro que es casi imposible que alguien sepa de su existencia o pueda articular esa palabra para pedir un boleto de avión para llegar allí. Por lo mismo, no aparece en las guías turísticas, ni en los mapas. En ese lugar, Leda se desnuda sin temor a que algún conocido pueda molestarla, o que algún vecino se queje por verla cambiarse a través de la ventana. Al llegar a Pyhäjärvi se quita la ropa y se tiende en la nieve —yo creo que allí hay nieve, una nieve perpetua: un desierto blanco, irreal, sin nada que esconda el horizonte—. A Leda le gusta la sensación del frío abrazando sus nalgas y su espalda, además de ese sol pálido y medroso acariciando su piel con el cuidado y la consistencia que ningún amante ha logrado. En Pyhäjärvi hay un viento suave; cortante y helado pero suave, que monta a Leda con una delicadeza de la que ella podría llegar a enamorarse algún día.
Imagino que nadie camina en Pyhäjärvi sin dejar huellas, pero Leda nunca deja alguna, así que no tiene ninguna preocupación al pensar que alguien la pueda seguir. Quizá Leda inventó Pyhäjärvi como medio de evasión, entre los cuentos que escribe, o simplemente en el umbral del sueño a la vigilia, cuando no quiere levantarse y requiere un sitio que la aloje cinco minutos o cinco siglos más.
Quiero pensar que llegué a Pyhäjärvi, y si es así fue por casualidad y buscando a mi madre que murió hace años. Me dijeron que ella había confundido la nieve con el migajón. Ya es una mujer con achaques —que se han acentuado con la muerte—. Mi madre hacía bolitas con el migajón de los panes para posteriormente, transformarlas en pequeños cubos. En ellos ensartaba la punta de un palillo, obteniendo con ello un dado. Buscaba a mi madre porque no teníamos un dado y es angustiante tener un juego de mesa que mira con ojos suplicantes.
Yo caminaba por Pyhäjärvi —o lo que supongo era Pyhäjärvi— y de pronto creí escuchar la voz amodorrada de Leda, desnuda como ella, fuera de las inhibiciones del mundo y que sólo creí encontrar en sus textos. Me sobresalté.
—No te asustes —dijo Leda, con un tono que jamás pude atribuir a ninguna garganta real—. Pyhäjärvi siempre reclama lo que desea conservar para sí.
Yo respondí, quizá sin abrir la boca.
—¿Y qué desea conservar?
—Mi desnudez, supongo. Como todos.
Avancé hacia ella con el deseo ardiente de chuparle los pezones, de sentir cómo su piel reaccionaba entre mis dientes y mi lengua. Pero el suelo comenzaba a abrir fisuras que dejaban escapar destellos azules. Dentro de ellos, escenas borrosas —recuerdos quizá— se entrelazaban: la mesa iluminada por un foco amarillento, mis manos pequeñas, infantiles, rodando los dados improvisados, bolitas de pan girando entre mis dedos. Y entre esos recuerdos, una sombra femenina que nunca lograba definirse del todo. Delgada, translúcida, casi un arañazo en el aire. Yo quería creer que era Leda, pero jamás tenía rostro.
Leda tembló. No de frío sino de dolor, porque al abrir ligeramente sus piernas, de su vagina brotaron pequeños cubos luminosos que rebotaron sobre la nieve con un sonido húmedo.
Eran dados. Bastante inusuales.
Cada uno era un fragmento de su cuerpo: un pezón imposible, un labio rosado entreabierto, el pliegue húmedo entre sus piernas, una curva que solo podía pertenecerle a ella. Los números habían sido reemplazados por erotismos minúsculos.
—Tu madre no sabía lo que hacía —dijo Leda, arqueando la espalda mientras el vapor de su sexo derretía la nieve bajo ella—. Creó mi cuerpo sin querer. Lo esparció.
Los dados mostraban un destello húmedo, íntimo.
Ella se arrodilló, abriendo muy lentamente los muslos. De su sexo cayó una gota espesa que hizo chisporrotear la nieve.
—Tíralos —pidió.
Tomé los dados. Estaban tibios, viscosos. Sentí su pulso entre mis dedos. Entonces los lancé. El aire se quebró como un vidrio sumergido en agua hirviendo. Los dados rodaron con una lentitud exasperante hasta detenerse.
Mostraban la misma cara.
El mismo fragmento de Leda: su sexo, abierto y palpitante.
Las sombras de ella comenzaron a duplicarse. Cuarenta, cien Ledas idénticas, todas abriendo los muslos, todas ofreciendo su humedad, todas inclinándose hacia mí con un deseo que parecía no tener origen.
—Has ganado —dijo una.
—O has perdido —dijo otra.
—Aquí es lo mismo —dijeron todas.
El hielo se abrió bajo mis pies. De la grieta emergió la nieve comprimida como una mano gigantesca que me tomó por el tobillo y empezó a arrastrarme hacia abajo.
Yo corrí hacia una de las Ledas, desesperado, tratando de sujetarla para no caer en esa negra humedad que me reclamaba. Pero cada vez que me acercaba, su cuerpo se convertía en vapor tibio.
—Aquí solo se puede desear —susurró un coro de mil voces.
—No tocar.
—No poseer.
—Solo arder.
La mano de nieve tiró con violencia. Mi cuerpo se estiró desdoblándose en deseo puro. Las Ledas gemían como una orquesta de piel mojada. Caí estrepitosamente en un vacío tibio, oscuro, húmedo, que olía exactamente al interior de Leda. Un abismo interminable. Alguien estaba a mi lado, y pese a no ver su rostro supe que era Pinhead, nuestro hijo. lo reconocí gracias al latido de su corazón, semejante al mío. La oscuridad me impedía ver su rostro, los rizos, la fina nariz que hubiera heredado de Leda. Quise tocar su mano con la certeza que sería la última vez que podría hacerlo.
Y mientras nos hundíamos aún pude ver una luz allá arriba que dolía a la distancia.
En ese momento entendí que nada de lo que había visto pertenecía realmente a un territorio: la nieve perpetua, el horizonte sin refugios, el viento que la rozaba como un amante tímido no eran un paisaje, sino prolongaciones de su carne. Leda no viajaba a Pyhäjärvi; lo emanaba. La ciudad era el modo en que su cuerpo se dispersaba cuando yo intentaba alcanzarla, la forma en que su deseo se hacía clima para que nadie pudiera tocarla del todo. Por eso las Ledas se multiplicaban, por eso cada una se deshacía en vapor: no eran mujeres, sino accidentes geográficos de ella misma, fragmentos de un mundo que sólo existe cuando respira. Y yo, sin saberlo, había caminado desde siempre por su interior y su periferia
Leda es Pyhäjärvi, la ciudad más inaccesible del mundo. Tarde o temprano saldré de este agujero que atraviesa mi vida; gracias a la fuerza de gravedad saldré por el otro lado. Quizá de pie. Y así, mientras la oscuridad viva me traga con la lentitud de una lengua interminable, comprendo que de momento no importa esforzarse por salir, ni regresar a ningún sitio que pudiera llamarse mundo. Pyhäjärvi —o Leda, que es lo mismo— se cierra sobre mí con la indiferencia de un clima que no pregunta si uno soporta el frío o las separaciones. Y yo, lejos de resistirme, dejo que mi cuerpo se vuelva una estela sin nombre, un cometa, apenas un murmullo disuelto en el vapor que ella exhala sobre la nieve. No me aflige quedarme atrapado temporalmente en su deseo, porque al final todo lugar al que uno pertenece es una forma de extravío. Y si Leda es Pyhäjärvi, entonces yo también soy esa frontera helada donde nada se toca —nada, ni ella ni su recuerdo me tocan—, donde todo arde, y cada quien se vuelve sombra del anhelo que lo sostiene.
























