Perrucha:
Quisiera pensar que leerás esto un viernes. Pero es difícil saberlo. En primer lugar porque no acostumbras a leerme. Pero principalmente porque -nadie lo sabe-, el tiempo, la rutina, la vida, terminaron hace tres meses (o lo que concebía como tres meses). Quizá me leas un viernes (aunque nombrar a los días ha perdido sentido) dentro de muchos años, o quizá un viernes de hace algunos meses cuando aún dormíamos juntos, y te sorprenderás (sorprendiste) leyendo esto mientras te doy la espalda envuelto en el edredón, felizmente ignorante de que algún día ya no estaríamos juntos.
No, no he enloquecido, Perrucha. El tiempo se detuvo. Hay un globo rojo en el cielo que lo prueba. Estático, atemporal. Desde hace tres meses hay un globo en el cielo. Un niño lo soltó. Sin duda la cuerda se deslizó de su mano y el globo escapó casi con solemnidad, buscando la altura. Pero desde hace tres meses se congeló allá arriba, detenido, indiferente al viento y al tiempo, como si se negara a abandonarme; suspendido en el cielo como una gota de sangre que no sabe caer. Como si tratara de probarme que no estoy loco.
Pero no es sólo el globo. Reconozco que nadie nota el colapso del mundo. Aparentemente la ciudad sigue respirando en su ordenado desorden: los mercados abren sus cortinas metálicas señalando el inicio de su bullicio de cajas arrastradas, El aire es un torbellino de olores: pan caliente que escapa de una panadería, gasolina fresca que emana de una manguera mal cerrada. La ponzoña que emana de los autos. Todo es en apariencia exceso, vitalidad. Pero todo es una impostura. Nada se mueve en realidad. Sé que es un truco porque son los mismos movimientos que ayer. Y que un día antes. Y que un día antes. Es un espejismo del que sólo yo me percato. La vida sigue repitiendo sus gestos, pero no avanza: es un eco, una cinta detenida en el mismo fotograma.
Desde hace tres meses habito una fantasmagoría que no llego a comprender. Como si alguien hubiera bajado el volumen de mi existencia mientras lo demás permanece en su tono habitual. Una mujer me roza con la bolsa del mercado y ni siquiera me mira; su perfume barato me persigue unos segundos y nunca llegará a desvanecerse.
En la cafetería de la esquina, las cucharitas tintinean contra las tazas, el vapor del café dibuja figuras efímeras en el aire; las personas murmuran, hacen ruidos al sorber. Me siento, pido un café, lo llevo a los labios. Quisiera que supiera igual que siempre: amargo, denso, ardiente. Pero en mi lengua no despierta nada. Lo trago como si tragara aire espeso, sin que la calidez me alcance. Sin el menor placer.
Los autobuses pasan con su gemido metálico. Dentro, los pasajeros se balancean, conversan, bostezan, hojean periódicos. Yo los observo desde la acera: parecen figuras vivas, pero sus voces me llegan como un murmullo distante, sin matices. Sus gestos carecen de música, como si alguien hubiera olvidado añadir la partitura a sus movimientos.
¿Por qué el tiempo no se detuvo hace meses? ¿Por qué no se detuvo cuando salías de ducharte y te detenías desnuda frente al espejo, gozando de tu belleza mientras yo te observaba desde la cama? Durante semanas esa imagen me sostuvo: tu piel húmeda, tu cabello negrísimo cayendo en la curva de tu espalda. Tus nalgas. Tus tetas bien formadas. Las veía con tanta nitidez que podía distinguir una gota resbalando por ellas. Pero ahora el recuerdo se repite gastado, como una cinta rebobinada demasiadas veces: la gota cae siempre en el mismo punto, sin llegar nunca al suelo. Tu gesto ya no se ilumina con sorpresa, sino con una rigidez que me hiere. Cada vez que evoco la escena se vuelve menos tuya y más un dibujo hecho de humo.
En este mundo estático los libros no me brindan consuelo. Deteniendo mi andar entré en una librería. El olor a papel nuevo y tinta fresca me golpeó con fuerza. Revisé entre los anaqueles y vi La nariz de Gógol, de Leda Rendón. Pasé sus páginas al azar: las letras estaban allí, alineadas con paciencia, pero ya no significan nada. Leo frases que me conmovían, pero ahora las siento muertas, como huesos secos. El librero me sonrió al pasar y yo sólo atiné a devolverle un gesto torpe, incapaz de responder a su calidez, o más bien reparando en lo inútil de ello.
Atravieso un parque. Los árboles lanzan sombras juguetonas sobre el suelo, los niños aparentan correr tras una pelota, las parejas se besan en los bancos. Los pájaros trinan, el viento arrastra hojas secas. Todo parece respirar, pero ya no hay aire. Todo me llega como un eco sin dueño, como un recuerdo demasiado gastado.
Dirás, Perrucha, que si nadie nota esta catástrofe es un problema mío. Yo también lo he pensado. Desde hace tres meses quise convencerme que estoy enfermo, que algo en mi cuerpo, o todo él ha decidido dejar de pertenecer al tiempo. He intentado convencerme que se trata de un simple desajuste corporal. Todo en un afán de no recordar la precisión del instante: el momento exacto en que todo se volvió irreconocible. La estrategia del avestruz, sin duda, porque es innegable que el tiempo ha desaparecido.
Hoy como otras veces, también quiero convencerme de que la ciudad conserva sus sabores, sus olores, sus sonidos, sus colores. Que todo permanece. Que la vida sigue. Pero yo camino como un extraño, como un espectador arrojado a una función que ya no lo reconoce como parte del público.
Cualquiera pensaría que la ausencia de tiempo es una bendición para la memoria. Pero no. El tiempo detenido no preserva nada, Perrucha. Lo carcome. Un recuerdo repetido demasiadas veces se convierte en polvo. Y yo no tengo más que recuerdos, así que lentamente también me desgasto.
Afortunadamente para todos, este fin es secreto. Un derrumbe invisible. No lo comparte nadie más, no lo sospechan. Nadie mira al cielo para notar que el globo rojo se ha detenido en su ascenso, que está allí para dejar constancia de una terrible realidad. Pero nadie siente, o parece sentir el silencio que a mí me aplasta.
No quiero pensar en ello, pero en buena medida el tiempo se ha detenido, girando como un maelstrom en el instante en que todo se quebró. En éste no hubo relámpagos ni temblores, ni gritos. Sólo un murmullo casi desapercibido, una palabra ligera que sigue rozando el aire y se evapora como aliento en el vidrio de una ventana fría. Un adiós que se pronuncia sin dramatismo, pero que en mí sigue y seguirá resonando como un trueno. Ahora veo que felizmente para los demás, no notan el colapso del tiempo porque no se han despedido de ti.
El globo rojo sigue allí, suspendido como un corazón detenido en mitad de un suspiro. Y pese a que el tiempo ya no existe, quisiera pensar que en la cama leerás esto, Perrucha. Y que con una sonrisa y a manera de consuelo me dirás que efectivamente es un viernes, y que en realidad no hay ningún globo estático. Que sonriendo me dirás que te ha llegado una carta supuestamente mía diciendo que el tiempo se ha detenido. Que se me hace tarde para llegar al trabajo. Que me preguntarás antes de salir, llevas teléfono, tarjetas y dinero. Que el mundo sigue. Que la vida vale la pena.
Tuyo, en este mundo sin relojes
Rosen