Nunca he sido bueno con las palabras. Sólo dos veces he rogado a Dios: la primera para que mi madre no muriera; la otra, para que no te marcharas. Es claro que ninguna funcionó. Consecuentemente, o Dios no existe, o no supe expresarme. Ambas opciones son posibles. Me avergüenza haberme hincado. Dos veces. Dos mujeres. A veces pienso que mis rodillas guardan memoria del piso, como si en ellas crecieran raíces torcidas que supieran lo que pedí. La tercera opción por la cual mis requerimientos no fueron atendidos es que si Dios existe, detesta a los blandengues y retiró asqueado la vista ante mi humillación. O tal vez simplemente es un coleccionista de súplicas malogradas, que guarda plegarias marchitas en frascos con tapa de oro y etiqueta ilegible. Quisiera olvidar. Eso y muchas otras cosas. Como todos, supongo. Pero yo llevo un rencor que huele a azufre y, cada que paso por una calle, se levantan pañuelos y bufandas cubriendo rostros. Antes creía que lo hacían por el invierno (porque todos los lugares son invierno); pero ahora sé que es por mí. Mi hedor se ha vuelto un pequeño animal que me precede, arañando el aire.
Y quizá es justamente esa confusión —mi olor, el invierno, tus ausencias acumuladas— lo que une todo: donde voy, la escarcha parece adelantarse a mis pasos, como si mi memoria respirara frío y lo repartiera por las calles. A veces creo que el invierno empieza en mí y contagia al mundo. O que el mundo ya estaba helado y yo sólo aprendí a verlo. Tal vez por eso tu nombre regresa envuelto en ese aliento blanco: es imposible distinguir dónde termina el clima y dónde empiezan mis pensamientos.
A veces te sigo pensando. Pero pienso más en ese Dios indiferente, desdeñoso, que hace que cada noche sueñe con un pájaro distinto: a veces enorme como un barco de guerra, otras veces tan delgado que puede pasar entre las costillas. Me peina con calma, con la ternura de una madre o el desespero de un loco que alisa las plumas de una paloma imaginaria. O simplemente estoy tergiversando el recuerdo del cuervo al que enseñé a cantar “Gloria, aleluya, en nombre del Señor”. Tenía la voz rota, pero dulce. Le volaron las alas de un escopetazo. Y aun así siguió cantando un rato, como si el aire alrededor de su cuerpo hubiera conservado el hábito del vuelo.
Lo que voy a contar tiene que ver con mi casa y, supongo, mi dificultad para comunicarme. Ayer volví y la encontré habitada por un recuerdo tuyo: no uno fiel, sino uno reescrito, viscoso. Mi casa nunca aprende. Tiene el corazón blando, es sentimental. Al ver el recuerdo, seguro decidió hacerle espacio y expulsó mis cosas a la calle para hacerle un espacio. Cuando llegué mis botas estaban conversando entre sí; un calcetín intentaba huir reptando.
Alarmado, busqué mis llaves. No estaban. Toqué la puerta. Tus gemidos al hacer el amor opacaban mis golpes. La casa respiraba excitada al ritmo de los cuerpos.
—Eso no ocurrió así —le dije—. Nunca sucedió de esa manera.
—Claro que sí —respondió la casa o el recuerdo desde adentro, con una voz de madera que a veces se volvía líquida—. Las paredes no olvidan. Los amantes sí.
Ante el ruido los vecinos se asomaron por sus ventanas. Me odian. Nunca han superado que me colocaran estas piernas de cabra; a veces creo que me las troquelaron en un taller de dioses aburridos. Cada vez que camino, mis pezuñas dejan huellas de carbón. Por supuesto que hubiera querido unas extremidades de caballo, todo mundo las quiere, pero no todos tenemos la posibilidad de tenerlas. Pese a que no podía escucharlos adivinaba a la perfección lo que decían entre sí.
—Mírenlo, discutiendo con la pobre casa.
—Y encima hace un escándalo al fornicar…
—Siempre es lo mismo: gritan como salvajes y éste es un barrio decente, ¿qué les decimos a nuestros niños?
—Qué se podía esperar. Siempre ha sido un bruto.
No entendían nada. El que estaba dentro de la casa, gozando con tu cuerpo, no era yo. Era un recuerdo, hinchado y obsceno, como un insecto grande, lujurioso, que toma la forma de lo que uno teme perder.
—¡Sal de ahí! —grité indiferente a los reclamos de los vecinos—. ¡Devuélveme mi casa! ¡Devuélveme mi vida!
Supongo que debí expresarme de otra manera, porque el recuerdo respondió con tu voz, esa voz rota que me hacía temblar:
—No seas ridículo. Si entras, tendrás que admitir que aún me deseas.
La casa crujió, complacida. Algunas tejas se estremecieron, y apareció un tercer nivel como si tuviera una enorme erección. Las ventanas sudaban vapor.
Entonces pensé en Dios otra vez y estuve tentado en volver a rogarle mientras la calle se estiraba, larga, ondulante, como una alfombra viviente. Pensé en volver a rogar, pero no atinaba a elegir las palabras adecuadas.
Un vecino de cejas enormes se me acercó.
—Si sigues así —susurró—, la casa terminará olvidándote. O ella.
—Quizá debería —le dije—. ¿Quién fue el que se quedó, dígame? ¿Yo… o el monstruo que inventé para no soltarla?
El vecino entrometido se limitó a mover la cabeza expresando así que era inútil hacerme entrar en razón.
Mi sombra se separó de mí un instante, como para observarme mejor, y luego volvió a encajar. El invierno bajó su cabeza, y el pájaro negro que me peina cada noche descendió, ladeando el pico como si evaluara mi ruina. Noté entonces que incluso el aliento del pájaro salía hecho vaho, como si también él hubiera aprendido que en torno a mí las estaciones no cambian nunca.
En el interior de la casa los gemidos se transformaron en respiración tranquila, en pequeñas risas compartidas. Podía imaginarlos en una escena estereotipada: tú y él, el otro, el hombre que fui o que debí ser, ambos desnudos sobre una piel de oso, frente a una chimenea; él acariciando tu espalda, tus nalgas, diciéndote cosas que yo sólo recuerdo como fragmentos mal hilados. Una frase rota. Un olor. Un temblor.
Repentinamente tuve una revelación: ¿Y si yo era el recuerdo? ¿Y si había sido arrojado a la calle porque los recuerdos, cuando se deforman, sueltan un hedor de azufre? ¿Y si mis piernas de cabra no eran castigo sino síntoma, la torpe forma que adquieren los recuerdos cuando olvidan su propio origen?
De pronto, mi sombra se puso rígida. Ya no seguía mis movimientos: parecía querer escapar de mí. Y entendí. Entendí con una claridad glacial.
—Déjenme entrar —rogué, por primera vez sin rabia, tratando de que por vez primera me pudiese expresar con claridad—. Déjenme ver quién soy.
La casa respondió con la suavidad cruel de las cosas que saben demasiado:
—No puedes. Los recuerdos no entran. Sólo miran desde afuera. Desde el pasado.
Sentí que algo en mí empezaba a deshilacharse: los bordes de mis brazos, la textura de mi voz, la memoria de tu nombre. Mis pensamientos se volvieron hilos sueltos.
—Dime, por favor —te grité—. ¿fui yo? ¿Alguna vez fui yo?
Nadie respondió. No hizo falta.
El viento de invierno sopló, pero esta vez no me peinó: me atravesó. Me traspasó como a un humo. Mis piernas de cabra arañaron el piso, pero ya casi no lo tocaban.
A veces te sigo pensando. Pero ya no sé si pienso en ti, o quien te hace el amor me piensa con espanto, como algo moldeado por pérdidas que nadie quisiera rescatar. Y puede que, si alguna vez encuentro las palabras precisas y vuelvo a entrar en esa casa, el recuerdo (¿el recuerdo?) me devore. O yo lo devore a él.
Y mientras la calle se encoge de nuevo y los vecinos cierran sus ventanas, noto que el frío sube por mis tobillos, lento pero certero, como si finalmente hubiera decidido reclamarme. Comprendo entonces que no importa a dónde vaya: incluso si me disuelvo, incluso si dejo de ser un recuerdo torcido, seguiré cargando con este invierno que me habita.

























