Perrucha:
Ayer, en una tienda, vi una libreta que me hizo pensar en ti.
Era una de esas que parecen guardar su propio silencio. De tapas duras y color tierra húmeda, como la que miras en silencio desde tu ventana mientras llueve. Su color sobrio invitaba a usarla para plasmar algo memorable. Y era exactamente del tamaño de una isla. Había en su forma algo de refugio amable, de mapa sin coordenadas. Su tamaño prometía una orilla distinta, perdida del mundo: una posibilidad de naufragio o de hallazgo. Pensé que te habría gustado para los apuntes de tu novela, ésa que te hace escribir como quien intenta cerrar un círculo perfecto. Pero cuando la abrí, descubrí que sus hojas eran rayadas. Y bien sé que no puedes escribir más que en hojas blancas. Nunca supiste ni quisiste explicarlo cabalmente, pero más allá de las manías de escritores, supongo que sentías a las líneas como barrotes de tus ideas que siempre necesitan aire para respirar, espacio para desbordarse. Seguro sientes que las palabras -como los animales salvajes- sólo acuden si no las vigilas, si no las amenazas con jaulas y con reglas. Y quizás por eso tu columna mensual, escrita siempre al último instante (sólo escribes cuando ya no hay tiempo, cuando las palabras acuden dóciles, perfectas, respirando a tu ritmo, como si la prisa -esa especie de incendio- depurara el exceso y dejara sólo la verdad) no es sólo una entrega más, sino una forma de recordar que la vida también trata de escribirse así: a contrarreloj, sin normas.
El caso es que compré la libreta de todos modos. La tengo aquí, conmigo, e imagino que es tuya. O que va a ser para ti. A veces paso los dedos por sus páginas vacías, rayadas, y siento que en ellas hay algo de mi destino: un intento de escribir sobre líneas que no elegí. Lo cierto es que nos creemos hojas blancas, pero la vida insiste en trazarnos límites, cicatrices, rumbos invisibles. Y mientras te pienso, me doy cuenta de que todas las historias que escapan a la ficción no son más que eso: una libreta abierta en mitad del desastre, donde las palabras tratan de sobrevivir entre las rayas de lo inevitable.
Fue entonces, al mirar esta libreta y sus líneas, cuando pensé en ellos.
Los perros.
Los perros de Chernobyl.
No sé por qué, pero la libreta me los recordó. Me recordó un artículo que leí sobre ellos. Tal vez porque ellos, más que muchos otros, están supeditados a los renglones de la historia, escribiendo su existencia sobre una tierra envenenada. Quizás porque, al igual que estas páginas, su mundo también fue trazado por otros: una zona prohibida, un territorio delimitado por el miedo y la memoria. Tal vez porque esas líneas, tan rectas, tan humanas en su intento de imponer orden me parecieron las mismas que marcan el territorio de lo permitido y lo prohibido; esas líneas invisibles que los hombres trazan sobre la tierra y que los animales, sin saberlo, transgreden una y otra vez.
Los perros de Chernobyl siguen vivos, ¿puedes creerlo, Perrucha? Leí que vagan entre los edificios vacíos custodiando un paisaje hecho de ceniza y silencio. Se alimentan de lo que encuentran, beben del agua que otros temen, duermen bajo el eco de explosiones que ya nadie recuerda.
Han mutado.
Sus cuerpos llevan la huella de la radiación, del hambre, de la intemperie, de la soledad más feroz. Y sin embargo, en sus ojos queda algo intacto —un brillo inútil, sí, pero profundamente hermoso—: la esperanza. A veces imagino ese brillo reflejado en los charcos, un fuego diminuto que no lo extingue el olvido, ni siquiera cuando el viento sopla la ceniza.
En ellos hay un misterio que me persigue: son lo mismo y, al mismo tiempo, algo distinto. Algo que ya no tiene nombre. Así soy yo. Un cuerpo que se parece al que conociste, pero con la mirada cambiada, con un rumor de ceniza y oxido por dentro. Después de ti he andado como un sobreviviente dentro de una ciudad derruida. Respiro el aire contaminado. Avanzo, pero cada paso suena hueco, como si pisara un suelo que ya no me pertenece donde los semáforos siguen parpadeando en avenidas vacías, y las ventanas abiertas parecen ojos que no quieren o no pueden mirar. En alguna ocasión me he detenido frente a un escaparate sólo para descubrirme como un reflejo que ya no me reconoce. Recurrentemente siento que camino dentro de un áspero sueño que alguien olvidó o no supo cerrar.
He mutado.
Por fuera parezco el mismo, pero en mis entrañas algo se quebró y no ha dejado de irradiar. Es una luz enferma, persistente, que no calienta ni guía. Como el de los insectos nocturnos que ya no existen, o el de los fósforos que buscan un cigarrillo en medio del viento. A veces pienso que el desamor actúa de forma semejante: no se ve, pero transforma. Atraviesa la piel, el recuerdo, las palabras. Lo destruye todo con una tenacidad invisible que da miedo. Pareciera ridículo, pero aún hay noches en que esa luz interior late tanto que me despierta; me levanto y escucho dentro de mí a alguien que está llorando muy lejos, despacio, con el ritmo exacto del reloj. Entonces busco tu nombre bajo mi almohada, o lo escribo en el aire, sólo para saber que todavía puedo pronunciarlo sin que se deshaga. En esos momentos cierro los ojos, dejo que me atraviese ese fantasma y deseo que el olvido que tanto me han prometido y que en algún momento llegará, sea una puerta, y no este campo abierto donde todo sigue ardiendo sin fuego.
Los científicos se preguntan si los perros de Chernobyl siguen siendo perros. Nadie lo sabe, Perrucha. Quizá ya son otra cosa, una especie nueva nacida del dolor y la adaptación. Y entonces me pregunto si yo también pertenezco a una especie nueva, una que ha aprendido a vivir del silencio, del eco, de la pérdida. Una especie que sonríe, que da los buenos días como todos, que paga impuestos, que trabaja todos los días; pero que compra libretas de hojas rayadas que nunca llegará a usar.
Todavía, en alguna ocasión, cuando cae la noche y el aire se llena de polvo tóxico, levanto las orejas: creo escuchar el latido de un corazón -diminuto tambor en la distancia dormido perennemente en tu vientre, acompasado con tu respiración, golpeando mi memoria con la ternura de algo que nunca debió acabarse-, tus pasos entre los escombros, el sonido suave de tu respiración acercándose; tus comentarios cuando veíamos alguna película. Tu voz indignada cuando considerabas que habías sufrido alguna vejación. Las canciones que sin pudor cantas una y otra vez. Los sonidos, las exclamaciones que producías cuando mi lengua te hacía el amor y que aún golpean las paredes de mi deseo como un pájaro ciego que no llega a encontrar salida (no estás, pero algo tuyo me toca, y el cuerpo -ingenuo, fiel- responde todavía). Pero sólo es el viento, o el recuerdo moviéndose dentro de mí como un animal que aún no ha aprendido a morir y que aún mueve el rabo con lentitud.
Quiero subrayar que no te escribo para pedirte que vuelvas (ni siquiera sé si aún hay un “allá” desde donde puedas leerme. Menos advierto un “acá” que permitiera un retorno). Ya sé que eso no pasará. Te escribo porque la escritura es mi manera de seguir moviéndome entre las ruinas, de no quedarme quieto, como los perros que esperan frente a puertas que ya no se abren ni llegarán a abrirse. Te escribo porque es lo que demanda mi nueva constitución, este interior que aún no llego a conocer y entender del todo. Escribo porque si dejara de hacerlo, la ausencia se volvería piedra y yo también. Porque cada palabra que nace es un gesto de resistencia, un modo torpe de mantenerme humano dentro de esta radiación de pérdida. Porque escribirte es el único modo que tengo de mantenerme honesto conmigo sin llegar a traicionar el silencio que nos separa. Es tocar un fantasma y aceptar su tibieza prestada.
Los perros, al igual que yo, seguimos moviéndonos entre las ruinas cargando con nuestra genética misteriosa. La libreta con hojas rayadas también sigue aquí, cerrada, clausurada. Una isla ciega. A veces imagino que algún día, un sábado cualquiera, escribirás tu columna o una novela sobre esas líneas que tanto odiabas, y que tus palabras, desobedientes como siempre, encontrarán la forma de salirse del margen.
Tuyo. Sobreviviendo,
radioactivo,
Rosen























