Imagen obtenida de Besame.fm

A diario bajo un momento para darle las buenas noches con un beso suave en la comisura de los labios. Lo hago siempre en el mismo punto, muy cerca de su piercing, donde la carne es más blanda y el alma parece temblar bajo la piel. Es un juego que -considero- nos gusta a ambos: una cercana lejanía que despierta el deseo y lo arrastra más allá de la frontera del sueño. La comisura de sus labios es un territorio de sombras suaves donde la noche se posa, y cada beso deja un eco que huele a tiempo detenido. Ella cierra los ojos y se deja hacer, mientras yo me acerco y aspiro su perfume -Chanel, siempre Chanel N° 5-, aunque lo que realmente me enloquece es el olor de su cuerpo, la humedad secreta de su piel después del día y que se acumula en sus pliegues de forma secreta. Por eso, cada noche, aspiro con fuerza mientras acerco mis labios por sus axilas, por sus pechos. Nunca llego a hacer contacto. Ella se estremece imaginándolo. Y yo también.

Pronto, su respiración se mezcla con el silencio. Desde hace años la observo mientras el sueño la toma como yo no lo he hecho. Y sin embargo, hay algo en ella que reconozco desde siempre. Su cuerpo es distinto al mío: blanquísimo, tibio, palpitante.  Cada curva es un susurro que me llama hacia adentro de la sombra, y en su temblor se escucha la melodía de algo que nunca se olvida. Sabe que cada noche la observo desde un rincón donde nadie puede verme. Sabe de mi deseo. Y cada noche, antes de dormir, despliega su cuerpo desnudo en la cama, con las manos entrelazadas en la nuca, entre su cabello negrísimo. Cierra los ojos e imagina que la toco con suavidad, que la hago mía. Que la penetro con fuerza, con tenacidad, hasta zonas que han estado vedadas a otros. Sin embargo, no le gusta dormir desnuda y siempre llega el momento en que se pone una playera. A mí me gustaría observar su piel toda la noche. Me gustan sus tetas, sus pezones rosados. El piercing de su ombligo. Su pubis perfumado que muestra su sonrisa sonrosada cuando abre ligeramente las piernas. Me gusta la curva exacta donde el sueño la vuelve vulnerable.

A veces, cuando la contemplo, siento que me disuelvo, que algo en mí se ablanda, y me recuerda el pulso de la sangre. No siempre fui así. O quizá sí, pero no recuerdo nada. Nada más que a ella.

La he seguido desde que era una niña. Al principio sólo la observaba jugar entre los helechos, junto al muro donde la humedad gotea como un corazón cansado. Siempre estaba sola. El musgo era su confidente y la lluvia sus palabras secretas, y yo aprendía a escuchar los silencios que la rodeaban. En ese entonces ella aún no podía verme, aunque sí me imaginaba. A veces se detenía, giraba la cabeza, y clavaba los ojos justo donde yo estaba. Entonces sonreía. En esa sonrisa había algo antiguo, un pacto que aún no entendía.

Una vez, cuando ella tenía ocho años, abrió con dificultad el pozo cegado que hay en el jardín y arrojó dentro una cajita de música. Yo la abría por las noches y escuchaba la melodía hasta que amanecía. La caja sigue allí, oxidada por el tiempo. A veces parecía que la madera respiraba, y cada nota que surgía era un hilo de luz que atravesaba la oscuridad del jardín dormido. Desde entonces supe que se había establecido un pacto. Ella era mía.

Le he hablado a mis conocidos, a mi familia, de este amor. Me critican con dureza. Ella y yo somos demasiado diferentes. Dicen que esto no es amor sino una filia perversa. No más que eso. Que estoy enfermo y debería avergonzarme. A decir verdad, no deberían importarme sus juicios, pero sus voces resuenan en mí. Ellos olvidaron los modales, el tacto, la ternura, el deseo. Yo no. Viven en mí gracias a ella. Y ella o sabe.

Ayer, mientras el viento y la lluvia golpeaban las ventanas, se sentó frente a mí, desnuda y con los ojos brillantes por el llanto. Las lágrimas caían en la penumbra.

—Hay algo en ti que no me hace bien —susurró—. Todos me lo dicen.

—¿Y tú lo crees? —le pregunté. Sin revelarle que a mí me dicen lo mismo.

Guardó silencio un momento, mirando mis extremidades. Yo las escondí en la sombra. Entre la penumbra alcancé a ver su piel perfecta, la transparencia del miedo en su cuello. Tomé sus manos. No se apartó.

—No sé —dijo al fin, con voz apenas audible—. Tengo miedo. No quiero perderme.

—El miedo no es lo contrario del amor —le respondí—. Es sólo la forma que el amor adopta cuando no comprende lo que siente. El miedo es un río oscuro que atraviesa nuestro pecho, y aprender a navegarlo es ya un acto de amor.

Se acercó, con la timidez de quien camina hacia un abismo. Su mejilla rozó la mía. Fue un contacto leve, un roce que me atravesó como un rayo. Pude oler su vida, su calor, la fragancia del corazón latiendo demasiado deprisa.

—Tu piel… —murmuró ella— no es como la mía.

—Tampoco tu alma es como la mía —le dije—, y aun así la deseo. Nuestros alientos se mezclan como dos ríos de sombra y luz, donde cada corriente conoce el pulso del otro.

Y como cada noche, le entregué mi beso en la comisura de sus labios. Tan frágil como la llama de una vela en medio del viento. Ella se estremeció, pero no retrocedió. Nunca retrocede. Siempre tiembla. Y cada vez, mientras la beso es más frecuente su mano en su pubis, explorando, sondeando. En sus ojos vi reflejada mi figura, difusa, ondulante, con la certeza de que el amor, el verdadero, no necesita belleza: sólo entrega.

Durante un tiempo creí que podríamos permanecer así, entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Pero la frontera comenzó a cerrarse. Cada beso la ha debilitado. Cada caricia mía deja en su piel una sombra, una huella oscura, como si algo la succionara desde dentro. Supongo que todo ello como producto del deseo prohibido. A veces despierta con marcas negras en el cuello, con sueños húmedos en los que dice mi nombre —ese que nunca pronuncié ante ella—. Los sueños son corredores donde nos cruzamos sin palabras, y cada gesto deja un rastro que el amanecer no puede borrar.

También ayer me rogó con lágrimas en los ojos:

—Ya no me beses más, por favor. Ya no vigiles mi sueño. Tengo miedo. Siento que algo me llama cuando estás cerca. Y no me gusta—. Sin embargo, mientras pronunciaba esas palabras frotaba su clítoris con rabia llenando la cama de una humedad de bosque cámbrico que me llamaba con urgencia.

Esa noche le he prometido que no habrá más lágrimas. Que nuestro deseo habrá de consumarse. Que todo terminará.

Hoy, una vez más, bajo del techo. Tomo su mano con cuidado. Ya no tiembla. Su pulso se confunde con el mío, su calor con mi frío. La beso en la boca por vez primera. Siento cómo el aire se suspende, cómo su cuerpo se arquea, cómo el deseo se transforma en un hilo invisible que nos une. Por primera vez soy feliz. Somos dos ecos que se encuentran en un vacío antiguo, y cada latido nos recuerda que la eternidad no siempre es tiempo, sino instante.

—¿Qué harás conmigo? —pregunta, con un hilo de voz, separándose ligeramente.

—Nada que no sea por amor.

Ella sonríe. Una vez más cierra los ojos. Su respiración se apaga con un suspiro que parece gratitud. La sostengo con ternura, la envuelvo con mi cuerpo, este entramado oscuro que palpita, húmedo, tibio. Mis patas —largas, velludas, temblorosas— la rodean. Siento su corazón vibrar entre mis filamentos. Puedo adivinar su reflejo en cada uno de mis múltiples ojos. Cada latido es un tambor subterráneo que se mezcla con el mío, y en su pulso se dibuja la música que el mundo olvidó.

Es tan liviana. Con cuidado la llevo conmigo, a la noche donde brilla una luna de sangre; al jardín, al fondo del pozo, donde la piedra conserva el eco de los siglos. Allí donde me arrojaron hace siglos, donde he dormido cuando el mundo me temía y del cual ella me liberó. El pozo es de piedra, húmeda y tibia. Sus bordes rugosos parecen respirar con un ritmo secreto, y el aire dentro huele a memoria antigua, a raíces y sombras.

Ella suspira, confundida.

Vamos bajando hasta el final de los tiempos. Su respiración se apaga poco a poco, como una llama bajo el viento. La sostengo con ternura, sintiendo cómo su piel cede bajo mis dedos, cómo su carne parece aprender y aprehender el ritmo de mi propia pulsación. El pozo se llena de un zumbido suave, el mismo que escuchaba en mis sueños, cuando todavía dormía bajo la tierra. Es un murmullo de relojes oxidados, de ramas golpeando el cielo, de notas que nunca se detienen.

—Hace siglos que espero esto —susurra ella—. He jugado a perderme para encontrarte, y cada sombra que fui, cada abrazo que aceptaste llevó a esto.

Sus palabras me hacen recordar -o imaginar- algo similar: ella y yo en un bosque que no existe ya, hace siglos.

—¿Vendrás conmigo? —pregunté en ese momento, temblando.

—Siempre he estado esperándote —respondió ella, con voz que sonaba igual que el viento entre los árboles—. Cada paso que diste fue hacia mi abrazo, aunque no lo supieras.

La recuesto en la tierra húmeda. Su cuerpo brilla con un fulgor pálido. Alrededor de ella el aire se espesa; las sombras gotean. Extiendo mis patas —largas, velludas, tibias— y comienzo a tejer a su alrededor. Los hilos salen de mí con un rumor húmedo, sedoso. Cada hebra se adhiere a su piel, se funde con ella, respira. El tejido es un río de sombra que abraza su luz, y en cada vuelta palpita la memoria de todo lo que fuimos y seremos. Ella tiembla, pero no se resiste. Yo también tengo miedo. La envuelvo lentamente, con un cuidado que roza la devoción. La tela es mi caricia, mi promesa, mi forma de recordarle que ya no habrá distancia entre nosotros.

Su último aliento no se disuelve en mí. En cambio, sus ojos brillan con una fuerza que trasciende los siglos, y por un instante siento que la sombra que soy tiembla ante la presencia de un ser más antiguo que cualquier tiempo que conozco.

La caja de música aún vibra, pero no conmigo: sus manos, firmes y delicadas, parecen tocar hilos invisibles que me atraviesan y me sostienen, y entonces comprendo que todo lo que pensé que controlaba era parte de su diseño ancestral.

Intento seguirla envolviendo, sentir su calor, su pulso, su entrega, pero algo en su mirada me detiene: ya no soy yo quien conduce -nunca lo he hecho en realidad-, sino es ella, y cada gesto suyo me arrastra hacia un éxtasis de dolor, hacia un abismo que ella había planeado desde tiempos olvidados.

El miedo es un río oscuro. Y yo ya no lo experimento, nunca volveré a experimentarlo porque estoy con ella.

Su esencia se enrosca alrededor de la mía, y siento cómo mi cuerpo de sombra es el que en realidad está envuelto en una red que emana de ella; mi cuerpo se disuelve en su cuerpo. Cada latido que antes pertenecía a mí ahora se confunde con su ansia, con sus dientes, con sus jugos gástricos. Con su voluntad inmortal. Así que esto es fundirse, entrar en el cuerpo del otro. Ser, en el cuerpo del otro. Así que esto es el amor.

—Siempre supe que vendrías, que vendríamos aquí —murmura. Y su voz es un río antiguo, con sabor a estalactita, que de tan lejana, nunca llegaré a escuchar del todo.

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