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“He intentado agitar el pañuelo 

para decirte adiós, pero ya estabas

 demasiado lejos. Tal vez ni

 te hayas dado cuenta”

A. Tabucchi

No se van las lluvias. Hoy me ha despertado el golpeteo de las gotas en la ventana y los truenos. Antes de abrir los ojos he llevado mi brazo hacia el lado derecho de la cama, tu lado cuando dormíamos juntos. Lo hice con rapidez, como quien intenta pescar un sueño o engañar al tiempo —hacerle creer que todavía es una mañana de hace meses, cuando aún respirabas en esa orilla ahora tan lejana: el Finis terre de los romanos—. Pero el tiempo es un animal viejo y astuto que no se deja sorprender. Y tú ya no estás, ni estarás allí.

Aun así, escribo despacio, desde esta vida sin ti. Como quien habla en susurros, para no despertarte. Como cuando tenía insomnio y no podía dormir, y me levantaba en silencio de la cama para ver televisión o para leer durante toda la noche, y tú te despertabas por la mañana y me veías sentado en el sofá o viendo por la ventana cómo salía el sol lentamente mientras la ciudad era una costura y yo, una aguja. 

Qué puedo decirte. El tiempo pasa y los días siguen desnudos desde tu partida. Si te mandara una postal desde aquí la foto sería de una construcción vacía, metálica y sin sentido, colgada en la esquina de la memoria como una alarma que no suena. Una instalación de museo que muchos dudarían en considerar arte. En esta construcción vacía no tengo grilletes visibles, pero llevo cadenas hechas de hábito: tus manías, tus silencios, la exactitud con que cerrabas los libros cuando terminabas una página. El entusiasmo de tu nueva novela. No puedo alejarme de eso aunque me esfuerce por caminar sin mirar atrás; es un ancla que no pesa, pero que siempre encontrará mares dónde fondear.

Quisiera contarte tantas cosas. De mis planes. O sobre los libros que he leído en este tiempo, por ejemplo. Aquellos que quedaron huérfanos en mi garganta porque no los comenté contigo ni con nadie. Me los imagino en tu librero que en algún momento fue nuestro.  Títulos que se miran entre sí con pudor, lomos esperando a que alguien los nombre. Los imagino elegantes allí, esperando ser leídos por ti y discutidos por ambos. Lecturas ahora errantes, confundidas e inútiles. 

Desde que te fuiste le pinté un ojo al daruma que me regalaron cuando alguien volvió de Japón. Le dejé la mitad de su mirada abierta como una promesa a medias. Quise persuadirlo; le hablé en voz baja: “Mira, sería mejor que tuvieras dos ojos. Te verías muy bien; verías muy bien. Haz que vuelva. Por favor, haz que vuelva.” Y el daruma me ha mirado como un cíclope severo y paciente, como si quisiera decirme que ciertas carencias son suficientes para él y para otros, aunque nunca lo sean para mí. 

Pese a que el verano ha terminado, no se van las lluvias. Las guardo en frascos de vidrio, en frascos de café, en los pliegues de las sábanas. Las tengo en los ojos, en las palabras que no me atrevo a decir. Esto debe significar algo —quizá sólo signifique que tengo manos o que el verano será eterno—. Los días son nublados, y la tristeza se ha vuelto una planta perenne en el alféizar. Es extraña, es inexplicable esta terquedad de las lluvias. Hace tiempo la gente no se preguntaba sobre las causas de las cosas, sólo decía: “si pasó, fue por algo”. Hoy esa frase suena como una puerta que se cierra sin llave. No siempre hay un porqué. A veces sólo hay huecos donde antes hubo calor.

He de confesarte que aún me duele imaginarte, y más aún escribirte. Los psicólogos recomiendan escribir sobre aquello que nos duele y luego quemar las cartas. Lo  intentaría, pero las palabras arden con una facilidad que sorprende y al final la ceniza no sabe guardar las voces. De una u otra manera todo texto es eso: una acumulación de piezas que se vuelven polvo, que se vuelven nada. Las personas, las relaciones, el mundo entero —como meteoritos que atraviesan la atmósfera— se consumen y dejan fragmentos que nadie recogerá ni recordará.

Te pienso leyendo esto en voz baja, como quien practica una despedida secreta -una más-. Te imagino un sábado por la mañana, pensando sobre lo que escribirás, y luego haciéndolo frenéticamente en la libreta que te regalé, dando cuenta de tus preocupaciones, de tu rabia, de tus ternuras suaves. Alguien leerá tu columna mensual en alguna cafetería que huela a pan recién hecho, entre las sábanas de su cama, Y al leer, se detendrá un instante, sorprendido por la delicadeza, por la herida luminosa de tu escritura. Ese alguien se maravillará de la misma manera en que yo lo he hecho siempre, con ese asombro con que comentaba el texto contigo cuando me preguntabas qué me había parecido. 

A veces me sorprendo hablando en plural. Me traicionan las costumbres —“cuando cenábamos los sábados”, “cuando nos reíamos”, “cuando inventábamos un apodo”— y por un segundo el mundo se reconstituye. Pero bastan dos pasos fuera del cuarto para que la ilusión se deshilache. Entonces me detengo, tomo un sorbo de aire, y me ordeno vivir como si todo tuviera nombre propio y no se mezclaran entre sí la soledad, el abrigo y la lluvia perenne.

No se van las lluvias. Me he acostumbrado a su cadencia como quien se acostumbra al latido del corazón: constante, inevitable. Si alguna vez callaran, sospecho que sentiría un vacío más hondo que tu ausencia. Entre el sonido de las gotas al caer alcanzo a distinguir  una canción (“Summer kisses, winter tears”, de Julee Cruise) que desde hace tiempo sospechaba es parte de una tristeza húmeda que no llega a abandonarme. Y es que la lluvia pareciera parte de un ritual. Podría decir que me reconozco en pequeños rituales: en el modo en que doblo la servilleta, en cómo dejo una cucharita dentro de la taza cuando me voy. Son maneras de sostener algo que simule continuidad. Pero la verdad es más áspera: soy un territorio por el que pasaste y dejaste señales. No todas me pertenecen, y aun así me empeño en recolectarlas.

Creo que no está de más aclarar que no pretendo heroicidades. Sólo quisiera que el viento no entrara por el techo con la violencia con que lo hace, que las paredes recuperaran su espesor. Que por un solo día la casa no volara hasta Kansas y aplastara con brutalidad a una bruja. Que ese viento fuera sólo una prudente y obstinada ternura como cuando te anudabas a mi cuerpo en la cama, antes y después de dormir.

No se van las lluvias. Y mientras se quedan, yo aprendo a escucharles sus pequeñas lecciones: que todo gotea, que todo se filtra, que nada puede contenerse del todo. Me digo que tal vez, algún día, cuando dejen de doler, esas lluvias se convertirán en verdor, en jardín. Como el césped que ves a diario desde tu ventana y que debe estar lleno de esos hongos que te emocionaba ver. 

Cierro la libreta. Afuera la ciudad se enciende despacio, como si también tuviera miedo. Guardo los frascos de lluvia en la repisa y les pongo etiquetas imaginarias: “para días de olvido”, “para noches de perdón”. “Para cuando Perrucha termine su novela”. Como cada día me detengo frente al daruma y le pido una vez más que me enseñe a mirar con un solo ojo y que me alcance la paciencia que a él le basta. Luego, camino despacio por mi casa -que mide 23 pasos exactamente durante el día, y 421 durante la noche- y no sé si me alejo o me acerco. Tal vez ambas cosas. Porque, al final, la ausencia tiene muchas formas: a veces es fuga, otras es escritura. Y así, con la promesa del sol pegado al pecho y la lluvia guardada en frascos, sigo escribiendo, no para que me leas -cosa que casi nunca pasa-, ni mucho menos para olvidarte, sino para nombrarte con cuidado, con la lentitud de quien ama sin querer poseer. Si esto es posible. 

Si esto es posible. 

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