Llegué a Sitges un poco tarde… espero que no demasiado. No sólo a esta 58 edición, sino en la vida. Habían transcurrido los primeros 5 días del Festival cuando pude ver mi primera película (Gaua de Paul Urkijo Alijo) a las 8:30 de la mañana en el Cine Prado. Un día antes había tenido tiempo de recoger mi acreditación y dar una primera vuelta de reconocimiento a un territorio para mí desconocido y que, encima, presume de traspasar los límites de la consciencia regular. 

Aunque disfruto del cine de terror y fantástico, nunca me lo he tomado lo suficientemente en serio como para escribir sobre éste o ir a un festival exclusivo del género. Así que llegué a Sitges un poco escéptico, a pesar de todas las recomendaciones favorables que sobre este evento cinematográfico había recibido.

Lo primero con que me encontré fue con un bonito pueblo con mar, como el de la canción de Joaquín Sabina, con una iglesia gobernando una playa que no le reza al Dios de los católicos; y que, a pesar de ser un símbolo identitario de la pequeña ciudad, cada octubre se repliega para darle paso al arte como protagonista. Lo siguiente que vi, después del mar, fue un mercadillo con playeras, tazas, carteles e infinidad de recuerdos y cosas alusivas al cine de terror y al festival.

Playa de Sitges. Foto: Eduardo Aragón, 2025.
Foto: Eduardo Aragón

Pronto, el visitante primerizo se da cuenta que Sitges está rodeado de una magia particular que es creada por el entusiasmo de los visitantes asiduos a su Festival de Cine. Una magia que con el paso de los días conquistará hasta a los más escépticos.

Después de haber estado en San Sebastián y haber sido testigo del avasallamiento del cine por las grandes productoras y distribuidoras, mi visita a Sitges fue aire fresco y puro que renovó mi decaída esperanza en la resistencia a la comercialización ingente del cine.

La programación del festival es realmente destacable y eso que yo no sé si, para los asiduos y conocedores, esta edición ha sido buena en comparación con años anteriores o todo lo contrario. Sobre todo, por la regla de que todo, especialmente en el arte, tiende a degenerarse y perder calidad. Las películas programadas, en términos generales, se encuentran todavía lejos de ser escogidas por presiones financieras y esto lo que quiere decir es que se pueden ver películas que nos parezcan buenas o malas, que nos gusten o no, pero siempre creadas y seleccionadas desde fundamentos artísticos y no financieros; y eso es el regalo más grande que un festival de cine nos puede dar hoy en día. Seguramente hubo varias películas cuyos derechos de distribución e incluso la propia producción fue financiada por las grandes casas productoras y distribuidoras de cine (las verdaderas vampiras), pero a diferencia de otros festivales, el dominio de este mal congénito del cine no se deja ver, ni mucho menos se luce, tan escandalosamente como en otros.

Foto: Eduardo Aragón

Además, hay una resistencia del público y quizás de un sector de la propia organización, digna de admiración. Yo he sido testigo de dos maravillosos detalles: El primero fue en la proyección de una de las películas más esperadas estrenada con éxito en Venecia: No other Choice de Park Chan-wook creador del clásico posmoderno Oldboy. La sionista Mubi ha adquirido los derechos de distribución sobre dicha película, así que apareció su clásico video introductorio al inicio de la proyección, pero sucedió algo extraño que a mí me gusta pensar que fue adrede y por lo tanto, con intenciones revolucionarias. Fue que cuando tocó el turno a este videito chocante de la plataforma sionista en donde lo que se privilegia es el sonido un sonido feo pero hipnótico, la proyección se quedó sin sonido y no pudimos oír el recalcitrante video de Mubi. Fue el único momento en toda la proyección en el que hubo silencio, por lo que creo que existen fundamentos para pensar que se hizo, desde alguna parte de la organización, como un acto de protesta frente al genocidio en Gaza del que Mubi quiere sacar dividendos o por lo menos cierra los ojos. Fue como decirles a los sionistas, estas porque tienes que estar y no puedo hacer nada para que no estés porque el mundo funciona así, pero tendrás que permanecer callada.

En honor a la verdad, quiero decir que en San Sebastián fui testigo de cómo el pueblo vasco y visitantes a su festival abuchearon a la plataforma sionista cada que su video recalcitrante aparecía como preludio de la película que íbamos a ver. Una cosa es la organización del Festival de cine de San Sebastián, y otra el dignísimo pueblo vasco que estoy seguro de que no comparte muchas de las políticas que ese festival ha adoptado en los últimos años.   

El otro detalle fue en la proyección de Frankenstein de Guillermo del Toro, que como todos sabemos está directamente relacionada con la inefable Netflix. En este caso, el público de Sitges abucheó el video introductorio de una de las principales enemigas del arte cinematográfico en el mundo. Una de las grandes cosas del festival de Sitges es que la gente participa, se hace presente, muy presente en la proyección de las películas y aplaude, en cualquier momento, al principio, a media función, cuando pasa algo que es digno del reconocimiento. Por lo regular, cuando el menos malo de la trama que estamos viendo puede derrotar o al menos asestar un buen golpe mortal al más malo, la gente aplaude como si verdaderamente el bien estuviese anteponiéndose al mal. Otro motivo de aplauso es la violencia extrema ficcionada estéticamente bien realizada, por ejemplo, una fina masacre realizada con precisión por el “héroe” del filme es sin duda motivo del aplauso estruendoso del respetable, como cuando, por ejemplo, dos bandas de chinos se matan mutuamente en un elevador en Tristes tropiques de Park Hoon-jung.

Pero el aplauso no es cualquier aplauso, es un aplauso entusiasta con gritos incluidos, metódico, estudiado, convenido, basado en ciertas prerrogativas artísticas que sólo el asiduo a Sitges sabe identificar. De alguna manera tampoco es un aplauso abusivo, el aplauso tiene sus espacios de oportunidad que también son previamente determinados por el respetable. De tal forma que el aplauso popular nunca es invasivo o irrespetuoso a la proyección. El aplauso es la prueba fehaciente que existe una sintonía entre obra y espectador en la que solo se puede sumergir aquel que se conecta con el festival. El aplauso es el instrumento de interacción del público sitgetano, quienes lo hacen valer en todo momento, casi siempre de una manera muy pertinente.

Foto: Eduardo Aragón

Este año, a lo mejor siempre, antes de cada proyección, así como San Sebastián puso un video publicitario de Audi, Sitges puso dos animaciones, muy artísticas, promocionando o quizás sólo recordando al espectador dónde se encontraba: en el Festival Internacional de cine Fantástico de Cataluña. Las dos animaciones eran muy aplaudidas, una y otra vez, de manera incansable, en cada sesión, como si fuese la primera vez que presenciábamos ese arte, como si no hubiese mañana o como sino hubiésemos visto aquellas animaciones 5 veces al día durante 10 días, más de 50 veces a lo largo de todo el festival. Parece monótono, pero la verdad es que resulta ¡Fantástico!

La segunda animación, una animación absolutamente identitaria, donde un King Kong, símbolo del Festival, se defiende del ataque de tres avionetas a las orillas de la playa sitgetana, frente a la mirada impávida de la iglesia que gobierna el panorama de su costa. En blanco y negro, con líneas gruesas y sencillas, enloquecía al público cada que se presentaba, de tal forma, que ni siquiera se esperaban a que terminase, sino que cuando Kong destruía a una de las avionetas era el momento indicado de iniciar con los aplausos y los gritos.

En este sentido, puedo decir sin temor a equivocarme, que el gran tesoro de Sitges es su público, un público entusiasta y entregado, una entrega a lo desconocido, sin expectativas, sin ambiciones, el público de Sitges se entrega a lo desconocido con la firme seguridad de que no será defraudado, a pesar de que algunas veces la calidad de lo ofrecido quede un poco a deber.

En Sitges, el espectador no va a ver que le ofrece el artista, sino que se ofrece no al artista, sino al festival, sin reservas, sin importarle si será defraudado y quizás por eso mismo el deber del programador se convierte en una responsabilidad extremadamente importante y delicada ¿Cómo fallarle a un público que sabes que se entregará sin condiciones, ¿qué se entregará incluso aunque el balance final del arte desplegado por el cineasta no sea del todo reciproco con su audiencia?

Sitges es fantástico, mágico, y no porque su programación este llena de Dráculas, de brujas, de hadas, demonios y fantasmas o payasos que mueren por degollarte, sino porque tiene un público entusiasta y entregado, incondicional, un público que así mismo cuida su festival con el alma y que no va a permitir nunca, o al menos eso espero, que Netflix o la sionista Mubi gobiernen la programación; o que Audi se anuncie al comienzo de cada función dejando a Kong fuera de la defensa de Sitges.

Foto: Eduardo Aragón

En Sitges el arte es el único protagonista. Sí, es cierto, por allí hay una alfombra roja, pero a nadie le interesa, a menos que tenga tiempo libre entre película y película o no se interponga en su camino a la sala de cine. Sitges es un espacio libre de glamur y estilo en términos hollywoodienses, de bisutería. Sitges es un espacio en el que lo único que importa es la pieza cinematográfica que será presentada, en donde ni siquiera el creador tiene un espacio protagónico y su obra es el único argumento que hablará por él. En Sitges, si acaso, los directores pasan al frente del escenario solo para presentar su película antes de iniciar la proyección —o para hacer promoción de la mercancía relativa a la película (merchandising dicen los gringos) como Adam Briggs cuando presentó A Grand Mockery, la película que terminaría ganando mejor director de la sección Nuevas visiones; en proyectos claramente autofinanciados y de pocos recursos, fantástico—; y es todo, rara vez se organiza un coloquio al final de la proyección, porque el festival entiende que la obra artística es el centro de atención, el punto medular de la expresión intentada.

En Sitges no hay galas, RTVE y su pernicioso cine no existe —aunque por ahí se presentó Rafaela y su loco mundo, una serie bastante mala producida por Atresplayer, una productora que está vinculada a la televisión privada española—. Tampoco hay ruedas de prensa, ni mucho menos ruedas de prensa en donde se les da un espacio secundario pero importante a los financiadores —que se quieren confundir con creadores en el proceso de producción— de las películas como ya sucede en casi todos los festivales de cine en donde parece una obligación que representantes de las casas productoras tengan que estar presentes en las ruedas de prensa en donde además se les tienen que hacer preguntas y sino las hacen los periodistas las harán los moderadores.

Sin perder de vista que sólo estuve medio festival, quiero decir que hubo muy buenas películas en Sitges y otras no tanto, pero el balance general es muy, pero muy positivo. Sobre todo, porque uno puede ver películas buenas y otras no tanto y salir satisfecho, con una buena experiencia del cine, mientras lo que veas sea arte y no entretenimiento. El entretenimiento bueno es bienvenido, el entretenimiento malo es insufrible.

Dentro de lo más destacado hay dos películas que ya había visto en el Berlinale: Esa cosa con alas de Dylan Southern y Si pudiera, te daría una patada de Mary Bronstein. De lo nuevo para mí, me gustó La plaga de Charlie Polinger; el Drácula de Radu Jude y también el de Luc Besson; Gaua, de Paul Urkijo, aunque le falta algo que todavía no identifico es una muy agradable sorpresa; Frankenstein, a pesar de ser de Netflix es una gran película y que confirma que que Guillermo del Toro es una artista, un paisajista, que pinta sus películas en acuarela y a mano, con un extraordinario sentido estético. La ganadora La Hermanastra fea no la vi y una que se ha llevado el favor de casi todo el mundo Obsesión, tampoco la pude ver… malaya…

Lo que menos me gustó, quizás, Bulk del reconocido Ben Wheatley, aunque no puedo decirlo de cierto porque me dormí más de la mitad de la película; la serie de Rafaela y su loco mundo es muy mala, aunque me salgo de la armonía y nobleza de la filosofía sitgetana no puedo dejar de decirlo, lo siento; y She has no name de Peter Chan, la únicamente película claramente propagandística de la hegemonía occidental que vi en todo el festival, el arroz en el frijol.   

Foto: Eduardo Aragón

Larga vida al fantástico Festival Internacional de Cine Fantástico de Cataluña.  

Estreno de GAUA, película de Paul Urkijo Alijo.
Foto: Eduardo Aragón

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