Conjeturo que él lo sabía, porque no tenía un pelo de zonzo. Pectorales, abdominales, bíceps y tríceps sólidamente fortalecidos, marcados en sus contornos por la huella de la desmesura y la perfección. Esa armonía de habitar el mundo la había aprendido seguramente de una sabiduría que le era inherente. Su madre había sido una mujer que pertenecía a la alta burguesía de Brujas, con contactos entre lo más accesible de la aristocracia. Ernestina había sido una madre desaprensiva que había descubierto la capacidad de desenvoltura de su hijo. Por eso no consideró necesario seguirlo a pie juntillas en sus distintas aventuras.
El primer síntoma de que algo andaba mal en la cabecita de Máximo fue aquella vez en que quiso comer cáscaras de papa mezcladas con una crema del cielo. Su iniciativa no llegó muy lejos. Su madre lo detuvo y lo mandó a un rincón con una manzana desangelada. Le pegó un coscorrón que de inmediato le produjo un chichón en la coronilla.
A medida que los años pasaban y los desaguisados (y las conquistas) del loco hermoso iban en continua progresión, alrededor de los veinte años su madre decidió encerrarlo en un manicomio. No se sentía preparada para poder sola gobernar las andanzas románticas de su hijo, su modo de alimentarse, su modo de vestir y en qué condiciones dejaba la casa cada vez que salía tras sus amoríos. Lo curioso, era que la atracción que producía en las jovencitas, superaba todo afán de discriminación producto de la condición de su seso.
Los ojos celestes, el pelo negro. Solo el comienzo para una señalada carrera como don Juan en los distintos manicomios que le tocó frecuentar. El problema resultaba ser que cuando se instalaba en uno, se producía tal convulsión entre el personal femenino y las internas que los directores de los establecimientos, desconcertados frente a este ejemplar que cautivaba a varones y mujeres, solicitaban a Ernestina su partida. La hecatombe que significaba la estancia del loco hermoso en un centro de salud mental resultaba proverbial. Cierta vez un enfermero lo descubrió en su cuarto en plena orgía. Y en otra oportunidad el director del manicomio lo pescó en pleno intercambio con una nutricionista. Esto era demasiado.
El loco comenzó un largo historial de derivaciones por instituciones de salud mental que amenazaron con agotar la oferta de clínicas disponibles de Brujas.
En cierta ocasión, deslizó la mano por debajo del calzón de la enfermera que estaba a punto de inyectarlo con motivo de un comportamiento desordenado. Cuando ella posó los ojos en él, no pudo evitar emitir un quejido y levantar su sábana para apreciar su escultural cadera. La mano del alegre don Juan salió completamente húmeda. Ella empujó con dos certeros golpes de talón la camilla hasta detrás de un biombo quirúrgico y lo feló, feló. La atracción era automática. Echaba una mirada con esos ojos celeste profundo a cualquier empleada o interna de la clínica y el efecto era letal.
Las prácticas sexuales son de todos conocidas. Pero el loco las acentuaba porque el mucho ejercicio y la frecuente práctica lo habían convertido en un estratega del erotismo. Conocía sus mil cara y cierta vez había visitado la casa de cierta mujer, La Orientala, que lo había provisto de material didáctico sobre la historia del erotismo, las diversas prácticas y los manuales más audaces. Había compartido el lecho más de seis meses con La Orientala. Los suficientes para conocer a fondo las artes amatorias.
En otra casa de internación, tomó como anécdota de su paso por ella cierto inconfesable affaire. Tendría por entonces unos veintitrés años. Máximo se había rendido con obediencia a la decisión de una enfermera de atarlo a la cama porque ella apreciaba el desorden que producía en el manicomio su presencia. Procedió a hacerlo pero fue suficiente alcanzar su velludo pecho (el cristiano tenía el torso desnudo) para perder la cabeza por este hombre furioso y sutil. A continuación él la izó y la depositó sobre sus caderas y la penetró por debajo de la pollerita del uniforme. El cabello desordenado de ella, en ondas canosas, bailó como anémonas marinas con el viento del ventilador de techo.
El loco es lo que podríamos llamar un hombre irresistible. A eso se sumaba una descomunal segregación de testosterona que le había cubierto el pecho, el pubis y el resto del cuerpo de mullido vello oscuro. Una vigorosa virilidad que había recibido en forma directa por vía materna de un bisabuelo marino mercante en la nao “Santa Juana”, pero que no se había privado de hazañas militares como capitanear la fragata en la guerra del Paraguay. El bisabuelo se había batido a duelo y había experimentado los vapores de hachís.
Pero volviendo al manicomio, lo cierto es que miraba a los ojos a las mucamas echándoles una profundísima mirada y las mujeres se arrojaban en sus brazos con escenas de disputa, bacantes que habían entrado en la ceremonia de los bailes rituales que las dejaban fuera de sí. Las mucamas competían por las artes del loco hermoso: rostros arañados, tirones de pelo, mordidas, en la carrera por ser dueñas del amor del loco hermoso.
“No busco compromisos”, declaraba el loco en su peregrino paso por distintas instituciones de salud mental. No estaba dispuesto a perder su libertad devota. En el amor, pese a haber perdido el juicio, cosa curiosa, no andaba tras la llegada de un destino sino tras el derroche de una carrera para satisfacer su goce.
Pero sucedió cierto día, que una médica psiquiatra calentona, Catalina Magnífica, que se hizo cargo de su caso lo atendió y perdió la cabecita por él. Ella se dio cuenta de que en ese lugar su amor no correría buena fortuna ni tendría futuro. Necesitaban hospedarse o acaso sentar cabeza en horizontes más calmos.
Se fugaron, como era de esperar, de un modo subrepticio burlando la vigilancia que estaba apostada en los portones del manicomio pero que de tanto en tanto se renovaba. Atenta a las rutinas, la doctora conocía al dedillo los horarios de entradas y salidas. Por lo demás, no tenían prisa. Ella guardaba una llavecita de plata entre los pechos.
Abrió la puerta de salida. Se cercioraron de que no hubiera hilera de gente para las visitas que pudiera entorpecer su partida.
Tomaron el último tren rumbo a Calamuchita en tercera clase. Querían pasar desaparecidos. Catalina respiró hondo. Lo abrazó. Le dio un chupón. El paraíso para una mujer sesentona que ya comienza a transitar el ocaso de la vida. La presencia del loco hermoso en su vida la rejuvenecía como una pócima para no envejecer.
Zarparon rumbo a una estancia. La psiquiatra había montado un consultorio allí para que ni una gota de tan deslumbrante belleza se le escapara. No quería privarse de semejantes satisfacciones. Permanecieron en ese lugar durante largos años, amándose con un amor de píldoras, preparados e inyecciones, de pomadas y refuerzos.
El loco hermoso parecía embalsamado con motivo de conservar sus atributos de modo tan perenne.
Se dormían juntos mientras compartían una barra de chocolate amargo. Ella porfiaba en que les picaba los dientes. Pero, es sabido, también el chocolate es una sustancia afrodisíaca que agudiza los aguijones de la pasión. La pócima para alimentar el deseo en las noches fogosas.
Su rostro no se ajó. Su ropa nunca amarilleó. Su cabello no encaneció. Fue, para siempre, un hombre hermoso.
Sus ojos celestes turbaron hasta al almacenero don Gonzalo, hombre recio que habitaba su territorio también como un ave de presa ávido de buenos partidos. Al despacho de pan le florecieron cinco orquídeas.
PD: Este cuento viene a nacer, como suele sucede con ellos a menudo, de varias fuentes entre las cuales la experiencia empírica, como suele suceder, seguramente sea la más pobre y la menos crucial. Nace, como decía, de ecos de otro de Gabriel García Márquez: “El ahogado más hermoso del mundo”, en el cual un náufrago muerto que desembarca en las costas de un pueblo enamora rabiosamente a todas las mujeres del lugar como sex symbol de chances ya fenecidas, en un in memoriam excitante que le restitutye dignidad a su belleza sublime. También, en otra instancia y un poco como buscando explicarme por qué había escrito una historia cuyo protagonista era un loco irresistible, pensé en un momento de reflexión más profunda, que los locos son perseguidos, confinados, repudiados, temidos, atacados. Están demonizados. Socialmente gozan de muy mala reputación. Uno que viniera a cautivar los corazones y encender los cuerpos de las damas, sería una forma compensatoria de contrarrestar tamaña injusticia, producto naturalmente de ideologías irracionalistas y supersticiosas y de invertir el pensamiento doxológico. Leí una primera versión de este cuento a varias personas, todas muy distintas. Y su entusiasmo fue tal que me alentó a trabajarlo más en profundidad hasta adoptar la forma de esta producción final en que el seductor lleno de hermosura por fin encuentra su destino. A todas ellas, y al Señor Gabriel García Márquez mi más profundo agradecimiento. A.F.