Fuente de imagen: The Times

Leo sobre Alma Rattenbury. Es claro que el día que se separó de su esposo Francis en realidad no fue un día: fueron muchos. La ruptura había ocurrido desde antes, en su niñez, en su nacimiento mismo; en las lágrimas adelantadas de sus noches. Y seguía ocurriendo mucho después, en las tristezas que la visitaban como cartas sin fecha. No hubo portazos ni maletas: sólo un silencio extendido en todos los tiempos y en todos los rincones.

Es curioso saber que Alma había nacido con un corazón descompasado, un reloj que se negaba a coincidir con la vida. En el Londres, donde los tranvías chirriaban sobre el empedrado y los relojes de las estaciones imponían su tiranía metálica, Alma se sentía siempre fuera de sitio. El humo de las fábricas del East End, el hollín acumulado en los tejados, la neblina sobre el Támesis: todo parecía conspirar contra su tiempo roto.

Desde niña, Alma llevaba en el cuerpo un mal que nadie podía explicar: un dolor en el corazón que aparecía sin causa aparente, como si dentro de su pecho habitara un reloj desajustado que se resistía a marcar la hora del mundo. No eran dolores físicos comunes; eran punzadas de abandono antes de conocer al abandono, lágrimas por separaciones que aún no ocurrían. Se despertaba en las madrugadas con la sensación de haber perdido algo irremediable, aunque en realidad nada le faltara. Así, mientras otros niños jugaban sin pensar en el futuro, Alma crecía con la certeza inexplicable de que todo lo amado se marchitaría y que la vida entera sería una larga preparación para perder.

Ningún médico podía determinar las causas del mal. Quedaban perplejos y solían ser evasivos. Uno, el más locuaz, de Harley Street, el único que detectó el tiempo roto de Amalia, habló sin descanso. Imagino parte del diálogo que habrá tenido con los padres:

—La memoria no siempre fluye de la misma manera en todos los individuos, y ello no es síntoma de locura. Recuerdo el caso Wallace en 1879, en Lyon, cuando…

Al demonio el caso Wallace —lo interrumpió la madre, con los ojos enrojecidos—. Y al demonio usted si no puede hacer nada por mi hija.

—No hay remedio— sentenció finalmente el médico, mientras ajustaba su chaleco y miraba con nerviosismo su reloj de bolsillo, como para asegurarse de que el mundo seguía supeditado al avance de las manecillas.

Imagino a Alma, bajando la cabeza sin acabar de comprender del todo. Y esa noche escuchando, desde la penumbra del pasillo, cómo su madre susurraba a su padre:

—Pobre, sufrirá mucho.

—¿Y si la llevamos con otro médico? ¿Si contratamos a una enfermera que la cuide a todas horas?  —respondió el padre con voz rota.

—No hay cuidado suficiente contra lo que se lleva dentro —dijo ella de forma contundente. Alma recordaría esas palabras el resto de su vida.

La predicción se cumplió con Francis. Ella no sabía al inicio que ése sería el hombre que le causaría el mayor dolor en la vida. Ni él se enteró de los males de Amalia hasta el momento en que se separaron. El día en que Francis llegó a su vida, ese dolor adquirió un nombre. Ella lo amó con la intensidad de quien busca redención, pero también con la certeza de quien ya presiente la ruina. Cada caricia llevaba escondida una despedida. Cada sonrisa era un relámpago que iluminaba la noche donde él ya no estaría. El amor no era dicha, sino herida: lo poseía y lo perdía al mismo tiempo.  Eso era lo peor: saber, y no saber cuándo. Y también saber que todo, tarde o temprano se marchita. Que si bien el amor logra perdurar, las relaciones casi nunca. Y ésa es la tragedia del ser humano. Quizá no de todos, pero sí al menos la de Alma. Y la mía.

Con Francis, la cotidianidad de Alma era una mezcla de ternura y presagio: desayunos silenciosos donde ella lo observaba como si quisiera memorizar cada gesto antes de que desapareciera; paseos por las calles de Londres en los que su sonrisa se le antojaba prestada, siempre a punto de desvanecerse; noches en las que compartían el mismo lecho, pero Alma, en lugar de entregarse al sueño, lo miraba con el corazón en vilo, temiendo que al amanecer ya no estuviera. Francis hablaba de libros, de negocios, de trivialidades, mientras Alma se debatía entre el deseo de creer en ese presente y la certeza inquebrantable de que cada instante era, en realidad, una despedida anticipada. Así, el amor se volvió costumbre y herida: ella lo abrazaba con fervor, pero en su interior lo lloraba como si ya lo hubiese perdido.

Imagino cómo en medio de la neblina del South Bank, veía sombras de sí misma caminando en direcciones opuestas, como si existiera en varios tiempos a la vez.

Seguramente algunas noches escuchaba los pasos de Francis entrando a casa antes de que él regresara. O la campana de St. Paul’s marcando horas que no correspondían a ninguna.

Alma no era capaz de externar lo que sentía. Tengo la certeza de que, si lo hubiera hecho, una noche, al verlo distraído junto a la ventana, se hubiera atrevido a preguntar:

—¿Por qué vas a dejarme?

Francis sonriendo con ternura, le acariciaría la mejilla.

—Alma, estás aquí conmigo. ¿Qué más quieres que te diga?

—Quisiera que me explicaras porqué me dejarás.

Él la miraría con dureza, oscilando entre la  compasión y el miedo.

—No puedo explicar algo que no ha pasado y que seguramente no ocurrirá. Deja de comportarte como una loca.

Por eso no se atrevía a hablar. Guardaría esos diálogos para sus fantasmas. Las palabras de él la devastarían. Las palabras son de las cosas más dolorosas del mundo. Esa certeza fue el principio del final.

En sus noches más oscuras, Alma veía escenas en su cabeza como relámpagos en la niebla. No sabía si eran recuerdos, profecías o delirios. Lo único que sentía con certeza era la culpa.

Es claro que para Alma el dolor se volvió insoportable. La separación no era un suceso futuro: era su respiración cotidiana. Comprendo su dolor, porque ahora sé que la separación del ser amado no destruye sólo el vínculo, destruye también una serie de posibles futuros y por ende, la identidad (la real y la potencial), como si la carne misma se desgajara.

La noche en que se separó de su esposo, al volver éste a casa, junto con la madre de ella, la encontraron en la sala. Tenía en una mano la navaja de barbero con la que Francis se afeitaba.

—Alma… —dijo el hombre con un hilo de voz.

Alma levantó la vista, temblando, pero sin el extravío de una desquiciada: su rostro estaba más bien iluminado por una certeza.

—Madre, no sé si ya te he perdido, si te perderé, o si soy yo quien… —no pudo terminar la frase. Sostenía la navaja   como si fuera un objeto extraño, una llave que no encajaba en ninguna cerradura.

Su madre avanzó despacio, intentando calmarla, susurrando:

—No pienses. No anticipes. Estoy aquí, ¿me oyes? Estoy aquí contigo.

Alma cerró los ojos. Una ráfaga oscura la envolvió: Francis, su madre, una caída cuando tenía tres años, el abandono de su padre, la mordedura de un perro, su propia muerte… el dolor de todos los tiempos confundidos en un mismo instante.

Puedo ver el gesto suave de Alma, su decisión al pasarse la hoja por el cuello, entre los gritos de su madre y de su esposo. Por parte de ella no hubo sonido alguno. No hubo desgarradura carnal. El tiempo corría por sus manos, se escurría hacia el suelo, se expandía en el aire, llenando la sala de esos minutos donde Alma sólo amaba a Francis. Y en ese instante —cuando su propio reloj se desangraba en segundos, cuando la navaja cayó con un ruido sordo como un arco de violín que no llega a rasgar las cuerdas— su tiempo comenzó a encajar con el del mundo, como si cada grano derramado fuese un engranaje volviendo a su sitio. Por primera vez, el tiempo de Alma no estaba adelantado ni retrasado: era ahora, exacto.

Afuera, los tranvías, el rumor de la gente, continuaba su marcha indiferente.

Francis Rattenbury reportó la desaparición de su esposa. Fue puesto a disposición de la policía y pese a las declaraciones de la madre de Alma, posteriormente encarcelado. Scotland Yard realizó las pesquisas correspondientes sin llegar a nada y Rattenbury fue liberado.  El caso se narró como un crimen pasional. El marido se deshizo de ella, tenía una amante, dijo la gente. No, no; ella fue la del amante y se fugaron. Nadie creyó en desapariciones, y menos en desajustes del tiempo. Pero aquella madrugada, cuando Amalia desapareció, las campanas de St. Paul resonaron de forma inusual.  Algunos juraron que el tañido era tan poderoso, tan estridente, que no podía provenir de una sola hora, sino de todas las horas a la vez.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí