Directamente proporcional al crecimiento de la industria cinematográfica y del entretenimiento es la extinción del cine de arte en este mundo globalizado. El cine de entretenimiento, de la mano de Hollywood en sus orígenes, entendió que la única forma de absorber al público (el mercado) y dominar lo que ellos vieron siempre como un simple negocio era apropiándose de los espacios de producción y distribución de este arte.
Primero lo hicieron con la producción, lo cual les resultó muy fácil porque ellos mismos son los dueños del dinero, pero se dieron cuenta que no era suficiente, ya que todavía se hacían cosas artísticas sin intereses comerciales gracias a las subvenciones públicas que la mayoría de los países destinan a la actividad cinematográfica, precisamente para evitar su extinción, sobre todo en Europa.

Entre paréntesis
(Por cierto, motivo de otro artículo debe ser la velada y perniciosa privatización del cine que se está llevando en Argentina debido a, no sólo el factor Milei sino también, e igual de peligroso, la mancuerna que cierra la pinza, el oportunismo de las grandes productoras internacionales en dicho país. Hoy estamos apoyando a ciegas un cine argentino —al grado que ha ganado premios que no merecía— que si bien esta siendo castigado por la extrema derecha, su rescate lo ejerce la iniciativa privada que si no es lo mismo que la ultraderecha es muy parecido, al menos persiguen los mismo fines).
En esa consciencia, los grandes capitales pasaron a dominar también los espacios de distribución, empezaron por crear las grandes distribuidoras, continuaron acaparando las salas de cine y, a través de la dictadura de los derechos de autor, todo espacio público respecto de determinadas obras.
Frente a esta situación, que ha sido un proceso lento, casi imperceptible, de como 100 años, los festivales de cine se constituyeron en el último reducto para ver películas de base artística, sin pretensiones comerciales. Aunque son espacios minios que significan muy poco tanto para el mercado como para la captación de público, la industria del entretenimiento, en su hambre insaciable, en su afán de destruir todo lo que les puede significar la mínima batalla o resistencia, se fue a la caza de los festivales internacionales más representativos. Empezó metiendo un película por allí, en una gala especial, en una sección de las complementarias de los festivales, en la publicidad accesoria a los eventos.

La usurpación del cine de entretenimiento en los festivales fue lenta, empezaron discretamente con alguna publicidad, luego siguieron con el financiamiento de actividades alternas, hasta por fin lograr meter disimuladamente alguna película en una gala especial fuera de las secciones y, desde luego, de la competencia oficial. Con el tiempo ya no fue una, sino dos o tres películas, alguna de ellas entraba en alguna de las secciones formales del festival. Hasta que llego el momento en el que las pudieron meter a competir y ahora, no sólo eso sino que dominan la programación de las secciones oficiales de los festivales, al menos en España, quizás el país europeo más débil de frente a esta impostura.
La primera vez que estuve en el Festival de Málaga, creo que en el 2023, me sorprendió ver que más de la mitad de la películas a competencia eran comerciales y respaldadas por las grandes casas productoras. Pero la máxima expresión de este fenómeno lo he encontrado ahora que fui por primera vez a San Sebastián, en su 73 edición. Alguien podrá decir que es algo que está pasando sólo en España —sin quitar que es el país más débil para resistir a la tentación de los grandes capitales—, pero la verdad es que no, esto está pasando, quizás en menor medida, en todos los festivales, incluso en los más resilientes como para mi gusto es el de Berlín, que ha abierto también las puertas a las grandes productoras y plataformas de entretenimiento, no olvidemos la infumable Mickey 17 de este año, aunque en mucho menos medida, es casi insignificante en comparación con lo que sucede en los festivales españoles más importantes. Cannes, Venecia y Toronto también tienen su cosas, sobre todo Toronto que no deja de ser un país norteamericano.
Este año en la 73 edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, todas las películas, y cuando digo todas son absolutamente todas, están respaldadas por alguna gran productora o distribuidora y Netflix se ostento y presumió como la gran colaboradora del Festival, formando, incluso, parte de la publicidad oficial del mismo.
No hubo espacio para el arte este año en San Sebastián y la situación es muy preocupante porque no se trata de una cuestión de pose intelectual o desdén burgués a lo corriente, ni mucho menos, el arte es en esencia popular. La cuestión es que el cine comercial es esencialmente pernicioso, conlleva fines políticos perversos de dominación social y destruye la expresión artística y por lo tanto humana.
El dominio de las grandes casas distribuidoras y productoras de los festivales de cine no sólo implica la en sí ya grave reducción, e incluso diría anulación, de los pocos espacios trascedentes que le quedaban al cine independiente, sino que sus consecuencias son más severas. Por mencionar algunas: el primero y más importante es la perdida del sentido artístico en el cine, un sentido que costó mucho otorgárselo y que por lo mismo, ahora será muy fácil despojarlo de él; la implantación de un pensamiento único, de una misma versión de las cosas, la oficial, la moderna, la hegemónica; la banalización de la vida, el dominio de los temas más superficiales; la pérdida del espectador como crítico de cine, como complemento de la experiencia cinematográfica, para pasar a ser no más que un ente pasivo, parte incluso de la misma puesta en escena; la facilitación del desplazamiento del ser humano en la producción cinematográfica, en la medida que el arte desaparezca del cine, el ser humano será imprescindible de su creación; la pérdida de valores filosóficos en los contenidos y del ejercicio indispensable de la reflexión en la obra artística; etc.
Hay varios detalles que en los hechos confirman el presente pronóstico, aquí menciono algunos de los que yo fui testigo:
Dominación de la casas productoras en la agenda y en la programación
El logotipo de Netflix y RTVE fue más visible que el del propio festival.

Poco antes de que empezara el festival, pero después de que se abriera la posibilidad de reservación de entradas, es decir, cuando ya todos teníamos una agenda consolidada para todos los días del festival, la oficina de prensa mandó un correo en el que nos informaban, sin mayor explicación, un cambio de hora de la rueda de prensa de la película Le cri des gardes (The Fence) de Claire Denis. El problema radicaba en que la nueva hora de la rueda de prensa era anterior a la proyección de la película motivo de la misma, y aunque habían habilitado una nueva proyección de la película anterior a la nueva fecha de la rueda de prensa, los cambios que implicaban ese aparente simple cambio de hora era mucho más profundos porque había que mover varias proyecciones para poder reacomodar el itinerario. Un itinerario que se enlaza entre todos los días que lo conforman, de tal forma que el festival solo se puede ver de manera integral.
En un festival libre y autónomo, sin injerencia de intereses del capital externos al propio evento, desde luego, que esto no pasaría. De hecho es la primera vez que veo que una cosa así pase, que se cambie el programa oficial y con ello las agendas de 5000 acreditados, por conveniencia del equipo de una película. Ahora que lo escribo me sigue pareciendo inconcebible y no menos que absurdo. Como se lo escribí a la oficina de prensa, el tiempo de nadie puede ser tan importante como para ponerlo por encima del tiempo de 5000 personas que sino igual de importantes, al final sí personas.

La mayoría de las películas de la sección oficial fueron de regulares a malas. Si acaso las ganadoras son las que salvan un poco el arte cinematográfico del certamen, ya habrá oportunidad de hablar de ellas a detalle. No había mucho de donde escoger, por primera vez predecir quien ganaría se convirtió en una tarea muy fácil. Esto sólo es reflejo de esa dominación absoluta del capital privado sobre la organización y programación del festival, que si bien también son privados, habían guardado cierto respeto por los ciudadanos de las sociedades y municipios que los alojan y que de alguna manera representan. En todo caso habría que cambiarles los nombres para próximas ediciones, por ejemplo: Festival Internacional de Cine de Netflix en San Sebastián o Festival de Cine Español de RTVE en Málaga, para dejar a salvo a los pueblos de ambas ciudades.
El máximo ejemplo de esta baja calidad en la programación que les cuento es la película Ballad of a small player de Edward Berger en la sección oficial a competencia producida o estrechamente relacionada con Netflix, plataforma que también impuso la película inaugural del festival. La película es algo peor que un bodrio que seguramente ustedes podrán constatar por sí mismo porque todo mundo tendrá la posibilidad de verla, sino es en el cine, en la mentada plataforma. Hoy en día pareciera que la facilidad para ver una película es inversamente proporcional a su calidad artística.
Con grandes nombres en el reparto el filme no tiene sentido ni gusto, ni estética, ni argumento, ni diálogos, ni música, ni fotografía, ni nada, es lo que se entiende un bodrio y pierdo mi tiempo comentándola sino es porque la única valía de ésta es que ilustra el peligro de que las grandes productoras se terminen de apropiar de los festivales de cine y su programación.
Así mismo, el festival estuvo atestado, plagado de galas de presentaciones de películas de RTVE, de las que, por supuesto, evité asistir, porque RTVE se ha dedicado, al menos en los últimos años, a producir puras películas estilo Hollywood, ya sea comedias superficiales que tienen como eje central la ridiculización del otro, o thrillers de acción tipo Rambo propagandísticos del imperio y la hegemonía. No olvidemos el bodrio de Tierra sin nadie de Albert Pintó, audiovisual del que ya hemos escrito, una mezcla de las dos: comedia de acoso y thriller de acción mesiánica imperialista. La cena de Manuel Gómez Pereira; Parecido a un asesinato de Antonio Hernández; La Tregua de Miguel Ángel Vivas; y, Ya no quedan junglas del mexicano Luis Gabriel Beristáin fueron las propuestas audiovisuales de RTVE, juzgue usted mismo.
Imposición de un pensamiento único
Uno de los detalles más preocupantes en esta nueva apropiación de los grandes capitales de los festivales de cine es la censura, no sólo respecto de los contenidos fílmicos, sino en todo. Un ejemplo de ello que debe preocuparnos a todos se llevó a cabo en la rueda de prensa de la película Die my love, protagonizada por Jennifer Lawrence y vinculada estrechamente con la sionista MUBI. Durante la rueda de prensa hubo censura medieval, primero veladamente nos dijeron que, con el pretexto de que el tiempo estaba muy ajustado, enfocáramos nuestras preguntas a la película o a la trayectoria de la protagonista.

A pesar de ello, afortunadamente, un compañero se atrevió a empezar a hilvanar una pregunta que iba encaminada a poner en el centro la participación de MUBI en la película que ocupaba nuestra atención y su conocido financiamiento por entes sionistas, pero no lo dejaron terminar, increíble, pero es cierto, hay vídeo. El compañero ni siquiera pudo formular medianamente su pregunta. Otra que quería preguntar sobre lo mismo, ni siquiera le pasaron el micrófono. Fue hasta que una tercera persona de manera consecutiva, que hiper-matizó su pregunta y dejó fuera a MUBI de la misma, que dieron oportunidad a que se pudiera terminar una pregunta que cuestionara sobre el genocidio en Palestina, claro que esto sucedió sólo hasta que la pregunta no incluyó alusión alguna a la plataforma sionista, quizás casualidad, pero quizás no, como quiera la censura queda allí.
Por otro lado, aunque si bien es cierto hubo algunas películas con temas reivindicativos como The Voice of Hind Rajab, Belén o la propia ganadora de la Concha de oro: Los domingos; la verdad es que el festival estuvo rodeado, en el mejor de los casos, de películas superficiales o que tocan más que por morbo o interés comercial asuntos polémicos, sin ninguna intención de profundizar, mucho menos de reivindicar ciertos derechos.
Y en el peor de los casos, las películas mostradas no son más que propaganda hegemónica, voy a poner algunos ejemplos: Winter of the Crow de Kasia Adamik, propaganda anticomunista de lo más burda en donde, desde luego, los ingleses son los héroes; Un fantasma en la batalla de Agustín Díaz Yanes, que es como otra versión de La infiltrada, en la que, aunque el director hace un par de guiños a un debate más profundo de los hechos, se reivindica la actuación policial sin objetividad alguna, en un tema tan delicado y explotado por la derecha española como lo es la época del terrorismo en España; y, Anatomía de un instante, que no es película, sino una serie, que si bien está basada en el libro del mismo nombre de Javier Cercas, no pierde oportunidad para reivindicar la desgastada figura del ex-rey español y la famosa supuesta transición española a la democracia, que para efectos reales no fue más que una gran obra de teatro escrita y dirigida por el susodicho monarca.

Así como no hubo arte, tampoco hubo, en San Sebastián, películas que cuestionen las versiones oficiales de la historia impuesta por la hegemonía mundial, que inviten a reflexionar sobre temas políticos, económicos o sociales o que reivindiquen de manera profunda derechos y resistencias sociales. Es como si sólo existiera una verdad, un pensamiento, una versión de las cosas, la versión de la hegemonía, de las grandes casas productoras y distribuidoras de entretenimiento.
La situación es grave. La extinción del cine de arte, es la extinción de una bella arte. Porque el cine de entretenimiento, jamás, jamás llenará el hueco que deje. Estamos hablando de la extinción de una mecanismo masivo de comunicación de los más elevados sentimientos y pensamientos de la humanidad. No tengo nada en contra del cine comercial o de entretenimiento, yo mismo de vez en cuando busco una película absurda sobre la que no tengo que pensar y solo hay que dejarse llevar por los efectos especiales y sonidos poderosos, las grandes batallas o romances y la ausencia de argumentos, pero no estamos hablando de poner por encima uno sobre el otro, sino de todo lo contrario, de que ambos tengan sus espacios y si fuese en igualdad de condiciones mejor.
El problema aquí es que lejos de un equilibrio lo que hay es el dominio absoluto de audiovisuales de entretenimiento y si el cine de arte no tiene espacios de proyección se verá mucho menos de lo que ya se ve y terminará por desaparecer o ser el privilegio de una élite que pueda tener acceso al mismo y seguir siendo un producto de Alta Cultura que no debió ser nunca, ahora más restringido.
El ejemplo ha sido San Sebastián porque en esta edición ha llevado las cosas a un extremo nunca visto, dominado por Netflix que bien podría confundirse con parte central del cuerpo organizador, pero el cáncer está infiltrado, como la policía, en todos los festivales del mundo y si no hacemos algo, tarde o temprano terminará por destruir el arte en la cinematografía.
Por la defensa del arte exijamos buen cine.
Directamente proporcional al crecimiento de la industria cinematográfica y del entretenimiento es la extinción del cine de arte en este mundo globalizado. El cine de entretenimiento, de la mano de Hollywood en sus orígenes, entendió que la única forma de absorber al público (el mercado) y dominar lo que ellos vieron siempre como un simple negocio era apropiándose de los espacios de producción y distribución de este arte.