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Para comprender la conducta del hombre no se pueden reducir todos sus actos a un solo concepto porque, de la misma forma que existen diversas culturas, en cada una de ellas, existen personas con diferentes caracteres, valores y comportamientos. Como decía Nietzsche, para el conocimiento del hombre solo sirve la experiencia, pero únicamente la mala experiencia. Quien ha sufrido al hombre es quien le conoce.
Un titulado que no tenga experiencia se refugiará en la razón. La ciencia proporciona respuestas, pero lo que un incompetente no entiende es que la misma causa no es válida para explicar todos los efectos. El incompetente dará la misma razón para hechos de distinta naturaleza justificándose en que presentan la misma forma. Cuando un hecho no puede enmarcarle en un determinado concepto, porque el titulado no tiene el concepto adecuado, le asigna otro similar, o el primero que encuentra. Al sabio no le preocupa el error, porque él y los suyos validarán lo que diga.
Henry Ford se burlaba de la estadística. Decía que si yo tenía dos coches y tú ninguno, la citada ciencia diría que teníamos un coche cada uno. Podemos imitar a H. Ford y tomarnos la libertad de ser un poco irónicos, oponiendo, a una teoría, la realidad, para demostrar su falsedad: Si un negro amenazado por los miembros del KKK gritara que le miran mal, un titulado incompetente dictaminaría que sufre de paranoia y no habría manera de cambiar el informe, porque el orgullo y el poder del incapaz lo impedirían. Para los sapientes incompetentes, la ciencia está por encima de las evidencias, porque, para ciertas eminencias, su razón (no la de otros) suple a la observación. Los hechos no son significativos, carecen de importancia, lo realmente importante es la interpretación que ellos hagan del objeto de su estudio, porque los seres humanos pasan a ser sus cosas.
Cuando una nueva generación de ciudadanos recibe información sobre cualquier cuestión, incluidas las ideas rechazadas por la vieja guardia, y pueden mirar unos argumentos y otros sin pasión y carentes de prejuicios, aprecian los más valiosos. Pero, en cuestiones sociales, nada hace cambiar a la sociedad. Cambiarán algunas costumbres pero, mientras se mantenga el sistema de jerarquía y autoridad, siempre se formará una sociedad al gusto de los poderosos y en contra de la justicia y de la verdad. La idea de un mundo perfecto es para engañar, todavía más, a los ingenuos.
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Pero queda otra condición más para lograr que el mal del bueno resulte admisible en una sociedad racional y de iguales: que los poderosos sean elevados a otra categoría. Si el mundo natural fue concebido como manifestación de un espíritu todopoderoso, la sociedad, ese mundo artificial, no podría existir sin una causa. La justificación de la sociedad no se establecerá sobre algo abstracto, sino sobre algo concreto. Los huesos de la comunidad fueron, primeramente, los buenos, los poderosos que establecieron una forma concreta de relaciones humanas. Hoy, establecida la comunidad, esos viejos huesos son sustituidos por otros que hacen admirable el presente. Cada sociedad tiene sus ejemplos en las personas que destacan en alguna faceta de la vida colectiva: políticos, deportistas, científicos…, en definitiva, son seres deificados por la comunidad, lo mismo que las instituciones sociales, por lo que ahora se entiende el respeto reverencial a lo establecido, no solo es la fuerza que poseen los poderosos, es la creencia de los ateos en que hay algo por encima del humano corriente, el humano excepcional, lo cual sonaría como absurdo si no fuera porque cada hombre en su círculo va a implantar el mismo esquema: el juez sobre el reo, el policía sobre el sospechoso… cada uno reina sobre su pequeña parcela de poder, siempre que logre reinar y no quedar como súbdito sometido.
Los dioses crearon el mundo natural y los poderosos crearon y mantienen el mundo social. Los hombres sociales respetan los cargos sociales como fundadores del sistema en el que viven, es decir, se produce la deidificación de los cargos. El pueblo respeta a los poderosos como el creyente adora a los dioses.
Cuando Kant negó la dependencia de los imperativos categóricos de la religión, estableció una forma de razonamiento que podría ser empleada contra su propia filosofía: Si los imperativos no dependen de la religión, dicen los poderosos, ¿Por qué vamos a hacerlos depender de la razón? ¿Por qué tendrían que depender de algo que no fuera mi voluntad?