Sangre sabia
Primavera
“Llegó.
Llegó por fin la primavera”,
dijiste con un hálito
que opacó
el pequeño espejo romano
con el que te peinabas
en el Hospital Español.
Recuerdo
que te temblaban las manos,
no lograbas enhebrar una aguja.
Vos
con tu irremediable coquetería
no le dabas
respiro a la muerte.
Una sonrisa de glicinas,
una alegría de briznas,
un cereal cualquiera
como la cebada o la espiga
te mojó el rostro
de levedad serena.
Yo no podía
pronunciar siquiera
la palabra «refugio».
La luz agreste
de las vertientes
del África Meridional
nos rodeaba
en la sabana, su planicie,
las bestisa, los ofidios.
El ñu.
Vivíamos en esa intemperie
llamada desolación,
una pena roja
como quien dice una alarma
de las rosas.
Esas que te había regalado Irina,
con la bondad de una notita
exigiendo tu vida.
Creí
que me moriría de pena.
Estábamos asolados,
por un frío atroz,
como de luto magro,
que calaba las manos,
lo sabañones.
El invierno,
(la escarcha,
el charco,
la ventisca)
todavía jugaba
sus últimos naipes.
Y vos a medio vestir
en ese lugar horrendo:
una bata, el uniforme
de las operaciones
de la muerte.
Fue entonces
que la habitación
se colmó de Santa Ritas,
en flor, reverdeció en violeta
el pasillo
con el aroma
de setenta jazmines.
La fronda del ombú, regio,
abrigó tus enseres
que reposaban en el baño
con olor a desinfectante.
Un cordero dio cuenta
de la frescura
de muchos fardos de alfalfa.
Vos
cantabas, cantabas, cantabas.
El universo
se convirtió en sinfonía.
Mi mano en tu mano,
mi mano en el abrazo,
bajo la luna,
bajo la lupa,
donde descansaba el tucán,
sobre las ramas
de la última palmera
como en la antigua
casa de Borges.
El Hospital
se volvió jardín botánico.
Y lloré, lloré, lloré
apretando las manos
contra mi rostro
con las violetas
la inminencia de tu partida,
prolongada sin embargo
en la dignidad del sol.
Pasadizo de tu vejez,
Madre, vamos a renacer.
Merecimientos
Poema de cielo
¿Cuál será la encrucijada
que nos conduzca,
inexorablemente
al uno frente al otro?
¿Estaba escrito
en algún jeroglífico
de los asirios?
¿Los sumerios
tallaban la fortuna
en las tablillas de arcilla?
¿Contaban con sus numerales
estos pormenores?
¿En algún
cartapacio enrollado
se encontraba el mandato,
el recorrido incierto
que nos pondría frente a frente?
¿En los manuscritos
del Mar Muerto,
presagio de una partida
anunciada?
¿Nos abrazaremos
a primera vista
luego del shock?
Al fin de cuentas
ambos somos mortales.
Volver a nacer
en instantes
en Creta.
Ser Ariadna (vos)
y un Minotauro enamorado (yo)
que ha perdido la cabeza
resuelta en cornamenta.
Y dar un salto
al vacío.
Conjeturo la ansiedad
de ambos,
como un síntoma fatal
de que no
nos hemos equivocado.
No sé si te gustará
mi anatomía.
Me desvaneceré
en tus ojos,
de pupilas dilatadas,
ojos castaños,
casi negros
con los que has
nacido.
¿Es cierto que has mirado
siete quelonios
en la casa de tu madre,
una bruja, me dicen?
Te han amado
como a la quilla
de una fragata
No te conozco aún.
Pero lo sé.
La vida ha sido
tacaña conmigo.
Hay escenas previsibles.
Solo las esenciales
en este largometraje
que nos toca recorrer.
Yacer.
Has andado mundo muchacha,
con movimientos
más gráciles que los míos.
Tu vida ha sido
menos dramática.
Como quien dice:
“Has corrido con ventajas”.
¿Caminaremos la vereda del sol?
Hubo resolana ayer,
te lo advierto,
porque vos
no compartías aún mi vida.
Agua del cielo,
que se derrumbó
en garúa.
Descifrarte, ahora.
La energía copiosa
nos hace arder.
Llegaremos a ser
al fusionarnos,
el mismo alfil
de una partida.
Sin premeditación,
te garantizo el jubiloso florecer
de una magnolia mustia.
Y frente a los spots
no habrá protagonismos.
Sé que cultivás
un perfil bajo.
Por eso te admiré, admiré.
Alguien brillante
a quien no le gusta
hacerse notar.
Pasar, como quien dice,
Desapercibida.
Volverse invisible,
como quería el Flaco Spinetta.
después de haber dado un recital.
¿Zarparemos,
rumbo al Cabo de Hornos
con destino a Chipre?
Oh, aquel delta
de selectiva correntada
nos regalará
el metal de Micenas.
¿La tierra colorada
de Misiones?
Las ruinas jesuíticas
serán mi amparo.
Náufrago al fin
yo me estaba
marchitando
no de pena,
no de soledad,
no de ausencia.
Pero sí en un habla
imposible de comprender
por la gente.
Es cierto: tengo lectores.
No sé quiénes son
ni qué desean de mí.
¿Aceptar mis condiciones?
¿Volver
a leer Cartas extraordinarias,
de María Negroni?
Ahora, contigo
puedo recuperar
el resultado de la risa,
la algarabía,
el monzón que agita
los pequeños chopos.
Sería suicida no amarte.
Es la puesta en escena
de un rol.
Crepúsculo:
¿puedes anunciarme
el momento preciso
para dejar de esperar?
Quedé sin aliento
al verte.
Se me heló la sangre.
El corazón bombeó,
como promediando un triatlon.
De inmediato supe
que nos besaríamos
en cualquier
rincón del mundo
donde hubiera nogales.
Me apretaste
contra un eucalipto
y me besaste
con toda la boca.
Te ofrecí hospitalidad.
No hizo falta
poner fechas.
Concertar otro encuentro.
Sabrás disculpar,
me ocuparé ahora
de aliñar la ensalada
que en el año 2030
almorzaremos.
Estaremos
menos nerviosos
y seremos más furtivos.
“Las uvas desparramadas
sobre el mantel
creaban la ilusión
de un banquete”,
dijiste ilesa,
confiándome una misión
rumbo a un planeta
rodeado de anillos.
Ya lo comprendí.
Te gustan
las empresas difíciles.
Invicto
frente a cada prueba
aunque hayas perdido
a esta altura la juventud lozana.
“Lo que más cuesta
es lo que más gratifica”,
me confiaste
cierto atardecer
en un jardín del Once.
Es la recompensa
de toda una vida
a la trayectoria.
Uva por uva,
pacientes
como el guardián de Kafka.
nos abocamos
a quitar las semillas
a las uvas,
de separar la pulpa
de los cabos.
Beberás tu copa
(el vino quema,
arde su vigorosa sustancia).
Recorreré tu espalda
como quien
se electrocuta
en un efecto intrépido,
inesperado, feroz.
de felino en suspenso
al lanzar su zarpa,
hincar sus dientes
en esa pulpa.
Al tiempo
que carga de sentidos
una módica vida
que no lograba
avizorar
un horizonte completo.
Esquivo yo,
me pierdo en la habitación
con la luz prendida
mientras ordeno
las camisas de hilo
sin percatarme
de mi caos.
El mar,
su inmensidad celeste,
su inmensidad agreste,
su costa bárbara.
¿Seré el elegido
para comer
en el boca a boca
contigo?
Me regalarás
unas amatistas
como premio
a ser un oxímoron.
“Sin censuras”,
garantizás.
Decir la verdad
es el mejor antídoto
contra la culpa, el engaño,
la angustia, la mentira,
el miedo,
o la hipocresía.
¿Y esa foto que llevás
en el bolsillo?
Me refiero
a la casa
de siete caracoles.
Un obispo pasa,
ensimismado,
nos clava la mirada.
Y bueno,
hay que entender,
es un hombre anticuado.
Soy exigente para el amor, Amor.
No me gusta compartir
mi intimidad con cualquiera.
Aqueja a mucha gente
elegir una mala opción.
Es que uno queda
tan expuesto
en tales circunstancias.
Mi corazón recoleto
ha sabido, ya ves, esperar
hasta que llegara
el momento decisivo.
El más fragante.
Las ráfagas que en su hermosura
derrochan amor,
azotan las sábanas,
tendidas en la soga,
hacen girar las almohadas
como botecitos de papel
en el charco de la vida,
mientras nosotros
nos enamoramos.
¿Es posible llegar
a semejante asombro?
Llamo a eso pasión
entre tus piernas.
Poder trabajar la bondad
fuera de todo recato.
Y cerramos esta aventura
con una cópula.
Y te digo adiós.
Hasta siempre,
hasta mañana.
¿Hasta cuándo?
“Que no haya plazos”, me decís
Furtiva como en un secreto.
Mujer de artes con gabán
El secreto de Cornelio
Cornelio juega a las damas
en un banco de plaza
de piedra jabón.
Jugó siempre.
Lo rodean siete palomas
Su rival
es una mujer
madura y diestra.
Parece una mujer salvaje
por sus ropas desgarbadas.
Lleva un sombrero extravagante,
como si fuera un reloj cu-cú.
De tez morena,
tiene por mascota
a un perro pekinés
Claro que podría ser
un gato siamés
o una cobra.
Gato o perro,
perro o gato,
gato o cobra,
está echado a su lado
con un lazo
que cuelga
de su muñeca.
Parece un Buda.
O una divinidad egipcia:
¿Osiris?
De tanto en tanto,
ella lo alimenta
con trocitos
de medialunas saladas.
El juego se prolonga
durante más de una hora.
Parece una justa
del Bien contra el Mal.
Dura tanto
la competición
como el fuego
de una hoguera
de leños de algarrobo.
Las damas discurren.
Desplazan
su circunferencia
como el carbón
o los doblones pulidos.
El tablero de cartón
las acoge, sincero.
Luego ella se corre
hacia la punta del banco,
se golpea el muslo derecho
con la fuerza de siete yeguas blancas
y dice:
“Estamos hechos
todos de agua”.
Ahora huele
a loción de hombre.
Cornelio está calado
hasta los huesos.
La mujer gira,
lo besa en la boca,
le echa una maldición
Y a continuación le revela
de viva voz
uno de sus secretos
más celosamente guardados.
Lo deja en cueros.
Se da media vuelta
erguida la espalda.
Y se va la bruja.
Para siempre se va.