Por Ricardo Rojas Ayrala
El aforismo es un género complejo, algo cejijunto, explosivo y fascinante que, por suerte, para todos los de buen corazón, está de vuelta una vez más. El aforista, un simple sujeto que pretende entender, no alcanzaría a ser más que un soñador, incluso letrado, o un funámbulo de arrabal que suele desearlo casi todo con un ahínco literario estupendo. Abre el juego de este muy interesante breviario, entonces, Revagliatti con su: “Sabrás de la garrapata de mis versos / o si no / no sabrás nada”.
Este pensamiento lacónico que acierta se torna insoslayable, la piedra de obsidiana en el zapato equivocado, todos recordamos lo que ya advertía hace un tiempito Décimo Junio Juvenal sobre el talante humano: “Nadie se hace malvado de repente”; o estotro del mejor Goethe: “Aprovecha tu buen estado de ánimo, se presenta muy raramente”. Rolando tercia, aquí, con una imbricada sutileza y unas enigmáticas correas: “El masoquismo hace estragos / en un sinnúmero de sádicos”.
A miliún brazadas de estas reflexiones, en España, está aconteciendo en estos momentos un boom de aforistas muy saludable que no se observaba, hace rato, en ningún formato de la poesía breve en nuestro ajetreado cosmos hispanoparlante. Nos dice el querido poeta español Mario Perez Antolín: “La derrota es lo único que nos humaniza; pletóricos damos miedo”. Se reúnen, se publican, se leen, debaten, escriben hermosas sentencias, hibernan, reflexionan, se retiran el saludo, desabotonan, antologan y forman indispensables cofradías. Revagliatti bienviene hacia acá con su: “Suelen las fieras domesticadas / ser melómanas”.
En la Argentina del siglo XX aconteció algún otro maremágnum y una rara popularidad del aforismo, que dio paso a una muy profunda poesía breve. Es Oliverio Girondo, en esa ventada loca de entre guerras, quien ahonda en un mecanismo interesante por todos sus trirrectángulos, engarzar una serie de aforismos que se baten entre ellos para hallar un poema general más vasto: “Junto con el vigilante, entra la aurora vestida de violeta”. Nos acota Rolando: “Es tu frutera la que colmo / con peras de mi olmo”.
Fértil en grandes aforistas nativos ninguno tuvo la fama, la brillantez y la aceptación del inabarcable Porchia, un escritorazo venido de la ajetreada Calabria con sus ideas revolucionarias y su impronta trabajadora, por momentos bestial, de tal prosa tímida, arrasadora y popular, que escaldó a llaga viva las bases del redescubrimiento del aforismo para siempre. De su único libro “Voces”, tan inextricable y simple como el mar, nos obsequia: “El hombre vive midiendo, y no es medida de nada. Ni de sí mismo”. Se abarragana aquí el franelero: “En el terreno de las hipótesis / se cuecen habas”.
Así, también: “Explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome” nos brinda con un ensayado descuido Alejandra Pizarnik, confesa admiradora de Antonio Porchia, enorme poeta, muy enorme. ¿Qué enumerar? Entonces, ¿qué intentar o, mejor dicho, que tipo de argumentos festejar? ¿Qué flores ponerse en el pelo? ¿Qué deshacer? ¿Qué perorar en los supermarkets web? ¿Qué volver a soñar más luego? Justiprecia Rolando: “De rodillas y contrito / arribaré más bajito”.
La brevedad, el sonido pegadizo, el retruécano, el birlibirloque, el ánimo de sentencia emparentada con cierta sabiduría zumbona hacen del aforismo un terreno fértil, reflexivo, pródigo en encantos, rimas y alegrías pero, también, plagado de trampas, recodos e ironías desembozadas que se despatarran del koan o, sospechamos que por exclusiva culpa de Octavio Paz, de la agitación nula de la hondura oriental; decante entre nosotros, luego, la advertencia que nos realizó el monje Matsuo Basho: “No sigo el camino de los antiguos, busco lo que ellos buscaron”. Se larga a decir Revagliatti: “La vida que te doy es un mal necesario”.
En cuán alarde pictórico de este perspicaz refranero hay un afán convivencial para con otros textos chisporroteantes, con la misma euforia de la bestia desnuda que presta una sospechosa atención a las presas vestidas, a sus tocados, al pliegue primoroso de sus faldas todavía impolutas, a sus horrorosas colonias de vetiver y capulí; en las ocupancias de las bellas imágenes resuena así la lapidaria respuesta del oráculo: “Hagas lo que hagas te arrepentirás”, del grandísimo poeta Nicanor Parra. Rumora en su fraseo el franelero: “Dime quién te duele / y te diré dónde te cruje”.
Es este un buen libro omnímodo, pródigo en aquestos aires sardónicos como las sales de Epsom en el fuego, en una chanza contenida que alienta a una tensión sesuda, de suburbios tomar, algo filosófica, adivinatoria, emparentada tanto con la agudeza como con el resquemor fantástico del mexicano Francisco Tarío y su inclasificable Equinoccio, una obra mayor, casi secreta e imprescindible de la literatura brevísima del siglo XX: “Más que una flor, más que la noche, más que la lluvia, más aún que la Muerte, es mucho más bella, más silenciosa, más enigmática una llave perdida”. Nos previene Revagliatti. “Pindongas clericales / atiborran arrabales”.
Es tal lo atrabiliario que sobrevuela estos textos, quedo, delineado en un trazo, vuelto una posible salida a la delgada línea en la que nos hace pisar esa sentencia brevísima mas, no es, ninguno de los puentes de plata de las siete parcas, la tecnociencia y su consecuente cinismo de pacotilla. La ironía, el retruécano y el desparpajo aquí nos orean con la frescura determinista del aforista Ernesto Esteban Echenique, una despreocupada creatura del escritor Roberto Fontanarrosa, quien convoca a sus coetáneos a cierta zozobra cotidiana en el jaraneo: “El perro es perro. Y no lo sabe”. Redobla Rolando, con razón: “Se quiebra, pero no se dobla / ni obla / ni bla bla”.
Ante tantos inermes conciliábulos es fácil anoticiarse que el aforismo está vivo en la mejor poesía contemporánea, retumbando, haciendo coros, es una boutade decirlo, pero resulta necesario. Así como Irene Gruss nos cuenta en su poema brevísimo La ficción, “Creo en lo que dicen las palabras, / no en lo que son. / Por eso / me miento a mí misma”. Marta Miranda insinúa en su libro Nadadora que ha signado la época más reciente: “Quiero ser agua / y que te sirvas de mí / que me tengas en la boca / que me aproveches”. Desbroza Rolando: “Ni perlas ni margaritas / Despedid / a los puercos”.
Muchos autores, tanto candorosos como titánicos, actuales como de Salsacate, zurdos como electroluminiscentes, han sabido tomar resuello en la práctica del verso breve, del adagio, del refrán. Imperiosos, en tal recuento, son los 33 nombres de dios de Marguerite Yourcenar que enjuga, desde los movimientos finales de estos aforismos, desde el refilón romo del último exacto: “La voz que viene del este, entra por la oreja derecha y enseña un canto”. Revagliatti nos dice: “La letra con sangre / atrae a las moscas”.
En este desván enorme de los espejos, en el intrincado poematizar por lo brevísimo, en la océana más nuestra del aforismo tan peleón, de la cita, del adagio guacho y de a pie, del futuro acápite del pollerudo comité del Juicio Final, tropezamos con el texto que nos obsequió Jean Cocteau: “Yo sé que la poesía es imprescindible, pero no sé para qué”. Se sostiene, mientras tanto, en el franelero: “De pronto fue que sentí / que de pronto me morí”.
Una vez, hace un ratito nomás, don Tito Monterroso, el autor de el dinosaurio: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, el microcuento más breve de toda la literatura de los últimos siglos, ¿otro sencillo aforismo, quizás?, fue presentado pomposamente como el tan extraordinario escritor guatemalteco, revolucionario autor del cuento más corto del mundo, ante un auditorio entusiasta y él corrigió: —Novela, es una novela. Entonces, Rolando Revagliatti nos arguye otro punto de hierro: “Al fin se rompió / ese feo cántaro / de tanto a la fuente // ir”.
Lean este refranero.
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*La primera edición de ‘Del franelero popular’ se incluyó íntegramente en la antología ‘7 poetas argentinos’, Ediciones del Pez Amarillo, Buenos Aires, 2005.
*La segunda edición se incluyó íntegramente en la antología ‘Lo erótico y otras yerbas’, Ediciones del Pez Amarillo, Buenos Aires, 2006.
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