Imagen extraída de Internet de Amino Apps

Escribir además de un arte es un oficio. Y, hasta donde he podido comprobarlo, en torno del cual sólo se pueden realizar análisis, descripciones, observaciones o incluso sacar conclusiones con un cierto nivel de certeza acudiendo a casos singulares. En efecto, no resulta posible, hasta donde lo he podido verificar, elevar a norma universal cada fenómeno o acaso encontrar principios inamovibles. Motivo por el cual, a riesgo de incurrir en una inevitable autorreferencialidad, deberé servirme para desarrollar el presente artículo del  modo como se ha ido desenvolviendo la escritura a lo largo de mi vida. Y eso tiene que ver con un cultivo sistemático fundamentalmente del cuento, la poesía y el ensayo académico y literario, en todos estos años. Empecé a escribir en 1989. Tenía 19 años. Estamos en 2025. Ahora tengo 54. Una buena línea en el tiempo para sacar las primeras conclusiones, así sean parciales.

     Me gustaría también dejar en claro desde las primeras líneas que no me propongo en este artículo un estudio riguroso ni un abordaje académico, sino más bien dar cuenta de una experiencia particular producto de una vocación bajo la forma una relato razonado. A partir del cual sí, emito juicio. Y podría decir que la palabra más precisa para describir el contenido y el abordaje de este artículo es el de ser un testimonio. El relato de una experiencia. ¿Se puede narrar la poesía? ¿se puede dibujar la escena del teatro de la escritura? ¿se pueden expresar la formas de argumentar según una emoción que no se oculta pero no perturba a la razón? ¿nos podemos situar en un escenario en el cual hacemos hablar a nuestras criaturas? También me parece importante decir que pienso que puede resultar útil a personas que no conocen en absoluto el género de vida que supone la escritura, su modus operandi y su modus vivendi. A otras que están empezando a escribir, también puede que estas afirmaciones les sean de utilidad como para un comienzo. O a colegas que estén interesados en cotejar trayectorias. A lectores y lectoras ávidos por ingresar en el territorio del autor. Hechas estas aclaraciones preliminares, podemos comenzar.

     Uno ha escrito cosas muy distintas a lo largo de su vida. Así como ha leído cosas también muy distintas. Ninguna es comparable. Creo que lo que más he escrito en mi vida han sido cuentos, poesía y ensayos, académicos y literarios, en particular de crítica literaria. Sobre todo  reseñas de libros con motivo de ser publicadas en revistas académicas en particular de revistas de estudios literarios latinoamericanos de universidades de EE.UU. Me gusta interrogar a los libros, sus temas, sus procedimientos constructivos, su lugar dentro de la producción total de un autor o autora. En otros casos la crítica literaria ha consistido en escribir artículos más ambiciosos. He procurado abarcar una obra completa o buena parte de ella, una macropoética, por lo general de autores y autoras argentinos contemporáneos. Si bien también he escrito sobre extranjeros que conocía en profundidad porque habían sido impactantes en mi educación y su poética todavía resonaba en mis oídos.

      Pese a ser cuentista, una vez escribí una novela a la que algunos amigos lectores exigentes le atribuyeron dignidad estética. La verdad es que yo no se la encontré en demasía. Y la persona en cuyo criterio más confiaba por entonces (y que más me conocía) me hizo notar sutilmente que no era valiosa. Motivo por el cual la archivé. Y si bien no intentaré publicarla, pienso que en su momento sí tuvo un sentido. Por lo pronto, ahora sé en qué  consiste escribir una novela. Al menos una. También sé que no será algo frecuente en mi vida. Lo que no es poca cosa para alguien que escribe y se saca la duda de que ya no será novelista. Dicho esto con cierta nostalgia y dicho esto con firmeza y hasta cierta alegría. También he escrito obras de teatro, no muchas, para adultos e infantiles sin ser yo un dramaturgo de raza con estudios sistemáticos. Motivo por el cual también ahora  sé en qué consiste realizar esa clase de trabajo, al menos de modo introductorio y muy intuitivo. Y luego está toda esa masa crítica de trabajos académicos que he realizado a lo largo de mi vida universitaria que si bien supusieron un aprendizaje importante, es más, determinante agregaría yo, pongo a un lado porque no tuvieron que ver estrictamente con lo con lo literario. Si bien sin lugar a dudas la creatividad de algún modo intervino en ellos. Y si bien dejaron una marca fuerte en mi historia de lector por los preparativos para escribirlos. Y su desarrollo argumentativo. También en mi historia de autor porque para escribir uno tiene que tomar decisiones claras, rápidas a veces, que viene bien ejercitarlas en distinta clase de contextos.

     Hay en la vida de un escritor, una cierta práctica que convendría en el mejor de los casos fuera cotidiana. Supongo que a los deportistas, por citar sólo un ejemplo, les debe suceder exactamente lo mismo (yo hago gimnasia y algo llego a entender de a lo que apuntan por ese camino). Hay un hacer diario, permanente, persistente, según el cual uno no busca un resultado inmediato, sino en transitar un camino largo y lento luego del cual encontrará resultados más palpables. En el que el verdadero valor estriba en la experiencia que confiere ese trabajo. Una experiencia que se construye día a día. Excepto que uno goce de la genialidad de ser un gran autor o autora por voluntad divina o genética. Lo cierto es que soy de los que creen en el trabajo diario y sistemático más que en la genialidad, si bien sí creo que hay personas extraordinariamente dotadas para este oficio con dones que llegan con ellos a este mundo. Y regresando al símil de los gimnastas, hay ejemplos concretos. Dar un cierto tono a la musculatura. Eso lleva tiempo. Afianzar la movilidad y el dinamismo. Los reflejos rápidos. Hay también pequeños progresos cotidianos en torno de ciertas ejercitaciones. Con la escritura pasa lo mismo. Escribir un texto desconociendo su destino. Sea o no publicado ese cuento, poema, ensayo o reseña. Uno lo hace porque sintió en primer lugar la necesidad de escribirlo (en algunos casos también la obligación ética). Pero está también esa energía encendida que brinda la vocación. El amor hacia lo que uno hace. La devoción hacia la palabra. Que también es ocasión de sentarse a trabajar con alegría. Y esa alegría al menos en mi caso potencia la capacidad de trabajo e incluso empapa de una cierta índole a lo que me dispongo a escribir. La felicidad queda inscripta en ese escrito no necesariamente en los temas, sino en una cierta buena predisposición para crear lo creado.

     He escrito textos a sabiendas de que iban a ser publicados (o con el objeto de que lo fueran). Y hubo otros en que escribí o sigo escribiendo porque espontáneamente surge la necesidad de hacerlo y ni me planteo su destino. Hubo textos que me han sorprendido por lo exitosos que han sido entre mis lectores y lectoras. Y hay textos a los cuales la generación de los maestros aprueba. Motivo por el cual uno en esos momentos agradece. No puede hacer otra cosa más que agradecer. Y cuando escribo pienso sobre todo en ser fiel a mis intereses, a mis inquietudes. ¿Qué es lo que sigue? Eso se verá. Ignoro por completo el destino que tendrán. Probablemente permanezcan inéditos. Me he llevado grandes sorpresas. Lo cierto es que eso se definirá más adelante. No es lo primordial en ese momento en el que estoy trabajando con toda mi atención puesta en mi escrito. El resultado es de desear que sea digno, bueno o muy bueno. Al menos que quedemos conformes con él y, en el mejor de los casos, satisfechos o hasta, por qué no decirlo, felices. Buscando originalidad, creatividad, belleza, novedad, solidez en la construcción y la estructura argumentativa o narrativa. Seducción. Ritmo. Vigor.

     También en tantos años de escribir ha habido incuestionablemente un aprendizaje. Recuerdo momentos de haberme quedado empantanado. O de que tuviera lugar un bloqueo: sentir que no tenía los recursos necesarios para saber de qué modo resolver un texto o de qué modo empezarlo. Así como ha habido otros casos de textos que progresan como agua de manantial. Textos que fluyen como un cauce dinámico. Pero ¿realmente son los más frecuentes? Me inclino a pensar que, al menos en mi caso, han sido una excepción. Los cuentos con los que he quedado verdaderamente satisfecho son pocos. Es cierto. Soy muy exigente. Tengo una noción clara de lo que debe ser un texto ideal, de lo que es un cuento de calidad producto de la excelencia y, por lo tanto, de lo que creo es la buena literatura. Y si ese texto no se ajusta a ese ideal de texto al que aspiro, por supuesto que de inmediato lo percibo. Porque lentamente, sobre todo con la asistencia a los talleres de escritura, al juicio de colegas, amigas o amigos competentes (incluso de parientes lectores) uno ha ido adquiriendo una cierta capacidad de autocrítica y de discernimiento respecto de cómo desempeña su oficio de escritor. Cómo salen a veces poemas malos o insulsos. Y me parece importante tener la dignidad de no  publicarlos o hasta de eliminarlos llegado el caso. Por supuesto, ha habido otras ocasiones, en cambio, en que he quedado sumamente feliz con el trabajo realizado. Pero son pocas. Hay otras oportunidades en las que uno escribe cuentos que considera que no están mal pero que no son redondos. De la enorme cantidad de cuentos que llevo escritos, que me gusten completamente, me alcanzan los dedos de las manos para contarlos. Eso sucede por mi alto nivel de exigencia. Porque para ser un buen escritor hace falta ser exigente. Y autocrítico.

     Por otra parte, tener mucho oficio en el arte de escribir no garantiza el éxito. En mi caso podría decir que hay un tipo de trabajo ligado a la escritura voluntaria, que tiene que ver con estudiar y leer para escribir crítica literaria sobre todo. Es un trabajo asociado, naturalmente, a la decisión, por más que puede ser más o menos inspirado. De otro modo el resultado puede ser un mediocre y tratarse de un tedioso abordaje crítico, rígido y pobre, poco iluminador para un lector o lectora además (y a esto quiero ir), sin ningún aporte renovador ni en lo que afirma ni en cómo está escrito. Sin el menor sentido de la belleza. Lo que no desearía jamás le sucediera a alguien que tuviera le gentileza de sentarse a leerme y apreciar un texto crítico de mi autoría sin sentido de calidad intelectual y estética.

     Corrijo mucho. No dejo nada librado a la espontaneidad o la mera ocurrencia del instante. Eso puede ser el comienzo. Luego viene un proceso lento, un arduo trabajo muy fino, artesanal diría, de decantación, de reelaboración ligada a la reescritura, que incluso a un texto bastante mediocre puede darle un vuelo insospechado. A cuentos que consideraba flojos me he sentado con infinita paciencia y muchísimo esfuerzo, años después y de modo inesperado los he visto crecer al punto de convertirse en textos nuevos. Los he trabajado a fondo hasta dejarlos irreconocibles. Y me he llevado grandes sorpresas. Me he quedado conforme con el resultado. Eran, literalmente, otros cuentos.

     Pero hay una clase singular de imaginación, lo he descubierto (o he encontrado el modo de nombrarla, que no es lo mismo). A la que suelo llamar “la imaginación crítica”. Tiene que ver con, en  reseñas, artículos de crítica literaria o bien en un ensayo de ese género, haber podido sentir que ponía en práctica, la capacidad de invención y originalidad, de creación no en la ficción o la poesía, sino en el discurso argumentativo de la crítica. Tiene que ver con el enfoque elegido, con la idea disparadora, con los abordajes críticos, con toda una serie de elementos que hacen de un texto crítico un producto novedoso y gratificante o una vetusta pieza anodina o frívola de antaño. También está ese otro costado con el que me parece nos vemos beneficiados quienes hacemos crítica y somos escritores a la vez: el procurar conferir sentido estético a lo que interpretamos. Como si hubiera una preocupación obstinada por encontrar un modo no sólo acertado de analizar sino también otro de expresarlo en términos poéticos bellos. Los griegos antiguos decían: “Lo bueno es bello y es verdadero”. Resulta difícil. Es cierto. Hay que esmerarse. Pero en ocasiones por lo que me dicen algunos y algunas lectores eso ha sucedido. Hace falta que esos textos de análisis también sean textos en los que la dimensión de lo literario no se ausente. Para lo cual me ha ayudado mucho, créase o no, leer poesía. En verdad leer poesía me ha ayudado para todo lo que escribo. También para escribir cuentos. Leer poesía es crucial para cualquier género que uno escriba, aun no siendo poeta. Pero escribir poesía y escribir cuentos son actividades que se parecen bastante, aunque poco lo parezcan. Tampoco es lo mismo un crítico que es escritor al mismo tiempo con alguien que es puramente crítico literario o que escribe sólo crítica académica. Hay artículos de crítica literaria que yo no hubiera podido escribir si no hubiera sido autor de literatura. El crítico se entrelaza productivamente con el creador literario.

     Como puede apreciarse, me he consagrado a las formas breves: cuentos, poemas, reseñas, artículos, ensayos. También entrevistas a escritores y escritoras y reseñas de libros y films. Eso, claro está, revela  a mi juicio un cierto rasgo de carácter. Probablemente resolutivo. Probablemente poco paciente y con escasa tolerancia para trabajar textos a largo plazo. Y, siguiendo con este razonamiento, me he concentrado por lo tanto en textos que tienden a la síntesis, a la condensación, además de a la unidad de efecto. A mí me provocan una enorme admiración los novelistas, por ejemplo. No digamos lo novelistas que escriben novelas de varios cientos de páginas. Me resulta algo inalcanzable. E inexplicable en el fondo. Pueden pasarse años escribiendo un libro. Imagino su paciencia. Una misma historia que a lo sumo se puede ir ramificando en otras secundarias o no. Ir descubriendo con el poder de la imaginación nuevas formas y nuevos hilos narrativos. Conviviendo con ella durante tanto tiempo al punto de que para mí resulta inconcebible. Yo escribo un cuento y tengo la sensación de que luego de haber disfrutado de su escritura (en algunos casos mucho, en otras no tanto) y de su revisión (de eso ya bastante menos, si bien es menos desgastante y requiere de mucha atención), el trabajo ha consistido como en sacarse una alimaña de encima, como decía Cortázar de los suyos. Un episodio fugaz. Ha sido eso. Como darse una ducha, no un baño de inmersión. Como un affaire, no un longevo matrimonio. Una iluminación repentina que ha irrumpido y se ha retirado con velocidad. Eso. Un relámpago. Habiendo dejado algo, eso sí, algo que tiene que ver con una historia, o con un clima, o con una serie de relaciones entre personajes. Pienso que quienes escriben novelas con talento, sensibilidad y conocimiento de su oficio lo hacen en ocasiones investigando mucho. Leyendo mucho sobre distintos temas. Y regresando una y otra vez sobre lo que han escrito previamente. Tomando distancia a veces. En otros casos no, sólo lo hacen imaginando, pero sin documentarse sobre tema alguno. Lentamente procuran descubrir y descifrar qué es lo que quieren escribir. En qué consiste esa historia que quieren narrar que a su vez encierran otras menores pero vinculadas y cómo hacerlo. El orden en que organizarán su historia. Cuál será el narrador. Cuáles los personajes. Cuál el protagonista. Para la novela que yo escribí debí investigar mucho sobre una etapa de la Historia de Francia y de su literatura y filosofía. Los protagonistas fueron lo primero que apareció. Eso no ofreció obstáculo.

Fuente de imagen: Papelería Técnica

     Pero en esa imposibilidad de generalizar, uno detecta que hay grandes líneas. Grandes tendencias. Que son irrepetibles incluso de libro en libro. Metodologías de trabajo diferentes en cada caso y, por otra parte, hay una demanda que cada texto exige que va variando. Una demanda dirigida al autor de un cierto tipo de trabajo con el lenguaje y con los recursos que puede brindarnos la escritura: las figuras retóricas, el léxico, la sintaxis, los ritmos, la dimensión fónica, la constelación de sus personajes y sus relaciones. Y también con todos los factores que contribuyen a configurar la arquitectura narratológica de un cuento, en mi caso. Hay cuentos muy breves, de tres o cuatro líneas, los conocidos microrrelatos. Y hay cuentos que pueden alcanzar una longitud parecida a la de una novela corta o nouvelle. Yo escribí una nouvelle juvenil que fue publicada en Venezuela y que evoca mis primeros años como alumno en la escuela primaria en la ciudad de La Plata. Se titula Melancolía. Y allí está el germen de mi creación literaria. Sin embargo, hay y hubo otros. La máquina ficcional tiene incuestionablemente un origen. Pero atraviesa otros momentos.

     He escrito cosas que no publicaría jamás. No porque revelen detalles de mi intimidad (porque no escribo textos sobre mi vida privada en ningún contexto, no me interesa). Pero sí porque me parece que una persona debe saber cuándo ha escrito un texto que vale la pena, merece ser publicado y cuándo ese texto no lo vale. Que no es justo ni apropiado que otra persona lo lea, por respeto hacia ella. Y respeto hacia el escritor mismo y su obra. Eso es algo que procuro no perder de vista. Tener el sentido de distancia suficiente como para darnos cuenta cuándo lo que escribimos merece o no hacerse público. Pero sin lugar a dudas sí tuvo sentido haberlo escrito. Eso es otra cosa distinta. Lo que yo suelo llamar “experiencia de escritura”. Esa experiencia tiene un valor irreemplazable. Y sirve para explorar, investigar, experimentar con procedimientos y recursos nuevos respecto de los que venía utilizando previamente. Gracias a eso, me parece, es que se conquista y se consolida un cierto conocimiento del arte de escribir. De allí la importancia de la escritura incesante a la que ya me he referido.

      En mi vida ha habido muchísimos aprendizajes. Lecturas, relecturas, seminarios, talleres de escritura, un doctorado que supuso cursar y asistir a otros trayectos formativos y la escritura de una tesis de 440 págs., conversaciones informales con personas que sabían de literatura, charlas con amigos y amigas lectores, correos electrónicos con comentarios de entendidos, conferencias, entrevistas a autores o autoras en las que aprendí muchísimo de su modo de trabajar y de la calidad con la que lo hacían, de sus intuiciones que me revelaban o de sus ideas respecto de la escritura creativa, con personas preparadas en otras humanidades, con conocidos, entrevistas a   académicos, conferencias dictadas por mí, presentaciones de libros (asistidas o realizadas), congresos, jornadas, simposios, lecturas de actas de congresos con trabajos muy buenos publicados por investigadores. También están esos momentos de un valor incalculable: de personas en cuyo criterio confiamos que nos dan su opinión sobre nuestros manuscritos antes de haberlos publicado con observaciones puntuales, sugerencias. En esos casos subrayan aciertos o lo que consideran desaciertos en los márgenes. Eso resulta extremadamente valioso para un escritor o escritora que todavía está dudando sobre la calidad de lo que acaba de terminar de escribir y va a publicar. A lo que agregaría yo: es imprescindible. Se trata de  una mirada atenta, cuidadosa y respetuosa sobre un material que requería de un juicio ajeno fundamentado, propio de un conocedor o conocedora. Y si ha sido un juicio sincero, sin concesiones, tanto mejor. Creo que valoraremos aún más esa honestidad.

     Y por supuesto que uno jamás podría desdeñar lo que significa el aprendizaje que confiere vivir. El tener acceso a experiencias trascendentes (o no tanto, las de la vida cotidiana también son importantes) pero que de un modo u otro hacen que dispongamos de saberes vitales, de más recursos a la hora de escribir. Que conozcamos más de la vida. Tanto para saber lo que vamos a escribir y que sea más verosímil además de más preciso, más rico y con más contenido. También para saber lo que no corresponde que escribamos o no escribamos de determinada manera pero sí en cambio de otras.  

     He tenido y tengo grandes maestros. A muchos los he conocido en mi ciudad. A otros en Buenos Aires. A otros virtualmente, vía Zoom en EE.UU. Y a otros no los he conocido en absoluto  por múltiples motivos pero sí he tenido acceso a sus libros majestuosos o a sus clases o conferencias a través de grabaciones. También a entrevistas o diálogos en films documentales. A entrevistas. A trabajos críticos sobre sus obras en libros o en la Internet. Esas personas me han dejado lecciones que uno ha incorporado y que en ocasiones son perceptibles en  la escritura y en otras no. Uno comienza a dialogar con esas lecciones a partir del momento en que las conoce. Y las incorpora. Ya pasan a formar parte automáticamente de uno y de su método de trabajo. Se las recuerda con mucha vividez especialmente en el momento de la escena de la escritura. En el preciso momento en que estamos sentados frente a la  máquina escribiendo un cuento o un poema. En ese instante uno evoca lo que le han dicho, lo que ha leído, lo que le ha gustado, lo que no debe repetir, lo que debe retirar del manuscrito, evoca otro texto que viene a su mente escrito por otro autor o autora célebre. Y se pone a jugar con ese intertexto. No pretende copiarlo. Sino que él sabe que  quien lee lo identificará, pero se puede permitir un diálogo creativo con ese autor o autora. En la escena de la escritura todo eso aparece. Por citar un ejemplo, recuerdo el énfasis que ponía uno de mis maestros de escritura en quitar del texto toda información redundante o accesoria. Eliminar lo superfluo. Todo lo que no fuera relevante a los fines de lo que el cuento se proponía narrar. O lo que fueron repetitivo, salvo que uno quisiera darle a su escrito un ritmo, la repetición de palabras o frases formaba parte de su poética, no era un detalle dejado al azar. Su consigna era estar atentos a lo que correspondía podar  con vistas a una economía de la creación  literaria.

     Y creo que hay dos cosas fundamentales en la vida de un escritor o escritora: la generosidad de algunos maestros y maestras que lo han alentado, afianzando su vocación (no sólo con lecciones), sino aprobándolo, maestros de escritura que no se han guardado nada, que han estimulado o aplaudido algún logro, todo lo que ha resultado determinante. Incluso quizás le hayan abierto puertas. O espacios para publicar. O espacios donde realizar lecturas públicas. Y el apoyo de sus seres queridos, tanto familiares como amistades o allegados es otro punto que consolida la vocación. Agregaría a todo ello la presencia de ese grupo de lectores y lectoras (fieles o no, porque también están los y las fugaces, intermitentes, ocasionales, eventuales) que han sido o siguen siendo generosos o generosas con uno. En ocasiones dejan comentarios elogiosos o agradecidos y eso gratifica. El otro, la otra, hacen acto de presencia. Esto no sólo le brinda entusiasmo a un creador. Sino que es lo que le otorga la seguridad suficiente para sentir que del otro lado del libro hay una persona. Que estamos entablando una comunicación directa con personas de carne y hueso que nos hacen saber que nuestras  palabras les importan. Y por lo tanto que tiene sentido escribir porque habrá lectores y lectoras. Hay personas que nos leerán que quizás también nos escriban o nos digan qué opinan de lo que hemos escrito en ese momento de nuestra vida. Eso resulta amable si  les gustó lo que leyeron. Otros difundirán lo que hemos hecho de modo generoso con sus redes sociales o con el boca en boca. Después está esa masa anónima, de personas que uno jamás conocerá. Y que seguramente incluye a quienes piensan que no escribimos bien, o que podríamos haberlo hecho mejor o mucho mejor aún. Y luego están todos los casos que pueden presentirse porque dejan algún indicio. Hay una lectura especial para mí. Una lectura inolvidable. Y es la lectura de mi hija. Y es la lectura de mi madre. Y, sobre todo, es la lectura de mi hermano Diego. Es un lector agudo y  generoso. Las lecturas de mis familiares, de mis tíos, tías, primos, primas, sobrinos, todo contribuye a tener un valor agregado.

     Lo más difícil para mí de escribir un cuento es cómo empezarlo. Pero eso que antes me llevaba horas, o no me salía en otras, en mis comienzos, ahora me sale casi automáticamente. No tengo prácticamente que pensarlo. Y regreso a esa espontaneidad certera que se logra gracias al ejercicio cotidiano y a un aprendizaje producto de la experiencia de escritura. Que no consiste en otra cosa más que en una sabiduría de cómo por vez primera abrir un texto literario e ir avanzando hasta llegar a la conclusión de cuál es el momento más oportuno para su remate.

     Escribir es un aprendizaje que no concluye ni siquiera hasta que hemos fallecido. Incluso teniendo una obra frondosa, consolidada o consagrada, el aprendizaje es perenne. Me parece que, justamente, en la medida en que uno más publica más debería sentir la necesidad de no repetirse y de seguir explorando, además de indagando por senderos cada vez más experimentales. En especial para evitar el aburrimiento de uno mismo y evitárselos a quienes se dispongan a leerlo. Evitar que la escritura devenga un tic. Me encuentro con autores y autoras que publican hacia el final de sus vidas libros indiscretos, revelando detalles de propios y ajenos. Y escribiendo mal. O bueno, escribiendo decorosamente. Y en cambio me encuentro con los dignos. Que dejan de escribir o bien dejan de publicar (que no es lo mismo). Corresponderá a los herederos la o albaceas la posibilidad ética de qué hacer con ese legado. En ocasiones precioso.

      Yo no escribo cuentos a diario. No escribo poemas a diario si bien sí lo hago más a menudo que los cuentos. Eso sería algo absurdo según el modo como concibo la creación. Tampoco me dan ganas de hacerlo. Pero sí escribo artículos, ensayos, entrevistas y reseñas a diario. En el caso del poema o del cuento requiero por lo general la necesidad de estímulos espontáneos, de disparadores concretos que se dan de modo esporádico. Esos son los cuentos que salen más redondos. Hay largas temporadas en que no escribo cuentos. Es cierto. He escrito, por puro oficio, de modo deliberado, algunos. Pero, salvo excepciones, no han sido los casos más felices, debo reconocerlo. Podría corregir cuentos escritos a diario. Pero no escribirlos. O no escribirlos bien. Me ha sucedido de regresar a cuentos a los que a mí me parecía que les faltaba algo y haberlos por fin rematado con un final que me  pareció acertado. No desestimen regresar a textos con los que han quedado disconformes. Esa puerta siempre está abierta.

     Y para escribir un cuento que puede llegar a salir redondo, necesito de ciertas condiciones. Una de ellas es estar bien orientado. Acudiré a una imagen lo más clara e ilustrativa posible. Escribir un cuento es como estar en la propia casa, de pronto enterarnos sin haberlo previsto que tenemos que acudir a otro lado cuyo domicilio conocemos perfectamente (lo más interesante de trabajar son los motivos de esa partida y lo que sucede en el viaje) y saber perfectamente el camino y mediante qué medios tenemos que recorrer hasta llegar a destino. Esas son las condiciones óptimas de escritura de un cuento en mi caso. Y hay otra clase de cuentos, así me ha sucedido (en unas pocas ocasiones), en que a lo largo del desarrollo de varios días voy descubriendo qué es lo que quiero narrar. Los escribo de a poco. Suelen ser  más extensos. Supongo que eso, a muy pequeña escala, es lo que les debe de ocurrir a los novelistas. Un trabajo monumental para quienes son talentosos. Ellos logran realizar obras formidables con un tiempo de elaboración que suele demorar muchos años en una buena medida de los casos. Recuerdo haber leído al final de algunas novelas sus fechas y lugares de inicio y finalización. Eran absolutamente distantes. Y recuerdo también haber quedado completamente anonadado, además de admirado de la capacidad de personas tan pacientes, tenaces y que tienen el don de concentrarse en un proyecto tan a largo plazo. Teniendo en cuenta que sufrirán altibajos anímicos, de salud, en sus vínculos, en toda creación tan larga hay mesetas, hay subidas y bajadas, hay momentos de profunda iluminación que no hay que desaprovechar. A esta altura se habrán dado cuenta de que envidio secretamente a los novelistas de talento.

     A mis 54 años, sé que jamás seré una celebridad y sé también que carezco del don de la genialidad. Son dos ventajas no sólo importantes sino importantísimas para un escritor ya en su madurez. Creo que tengo una cierta facilidad, habilidad o un don (como prefiera llamársele) para escribir. En especial porque toda mi vida me he entrenado en ella y me he esmerado por tener la mejor educación posible en literatura y en crítica literaria. He procurado hacerlo con excelencia. Y también me he desempeñado en trabajos vinculados a la literatura (librero, profesor, periodista cultural, editor, corrector, tipeador a máquina de trabajos monográficos, preparador particular de alumnos para clases de apoyo), procurando encontrar momentos que me permitieran desarrollar su dimensión creativa. Lo que no siempre ha sido sencillo.

     Había dejado de presentarme a concursos literarios por haber tenido muy malas experiencias. Las veces que lo hice tanto en mi país como en España no fui afortunado, además de gastar fortunas en sellos postales, carpetas, papel, fotocopias, quedé con la sensación amarga del fracaso. Preferí en cambio publicar de modo constante (sin pagar jamás, salvo la primera vez). Así, decidí ser leído por muchas personas más que hacer tanto esfuerzo y ser leído por un pequeño grupos de ellas que juzgaran si lo que escribía valía o no la pena. Fue francamente desalentador esa etapa de mi vida de los concursos. Si me hubiera dejado guiar por la opinión de los jurados de esos concursos de los que participé, me hubiera terminado por dedicar a otra cosa y jamás a la literatura. Motivo por el cual la estimo una decisión sabia y acertada en mi caso, haberme puesto a publicar en lugar de estar pendiente de fallos de concursos. Hay sin embargo casos de grandes colegas exitosos que han ganado premios importantes. Hay colegas que han ganado todos los premios literarios. Para mí, es un misterio. En ocasiones esos premios suelen abrir muchas puertas. Y luego están los premios a la trayectoria, que a esos sí les encuentro un mérito mayor, además de un verdadero sentido. Son el resultado de un reconocimiento por una larga entrega al trabajo y por una vida consagrada al arte de escribir. A muchos buenos y dotados libros.

     Me gusta escribir cuentos porque logro meterme en la piel de personas que no soy o son muy distintas de mí o crear situaciones muy diferentes de las que vivo o he vivido. Algunas verosímiles otras inverosímiles o que responden a un verosímil literario no siempre realista. He escrito cuentos de ciencia ficción, fantásticos, maravillosos, de terror. Y realistas. Y eso me provoca mientras lo estoy haciendo mucha curiosidad y me brinda una experiencia de mucha intensidad emotiva. Suelen ser momentos maravillosos. La sensación de estar viviendo vidas muy dispares de la mía. De ser alguien que uno jamás ha sido ni será. Y de ser otras personas a las que les pasan cosas que yo decido que les sucedan. Es que de hecho así ocurre. Uno en su ficción se siente todopoderoso. Deja de ser uno gracias al poder de la imaginación que nos brinda una enorme libertad subjetiva y se introduce en universos que poco o nada tienen que ver con el propio. Empezando por el hecho de que sus personajes pueden no ser escritores o escritoras. Y cuando ese mundo comienza sospechosamente a parecerse al mío, introduzco de modo terminante cambios lo más inverosímiles posibles como para que ese universo me permita seguir jugando pero no reproducir lo que soy, lo que vivo o he vivido. Por supuesto que de modo ineludible uno siempre le agrega a su ficción ingredientes de su vida, porque la imaginación se nutre de ella. Pero lo cierto es que en los términos en que yo concibo la ficción no corresponde que sea la reproducción de mi biografía. Tampoco creo haber tenido una vida particularmente cautivante. Me parece que eso denota una falta de invención alarmante. En ese caso sería una autobiografía ficcionalizada o un cuento autobiográfico (que los hay). En el presente se están haciendo varios experimentos en torno de ese eje. Pero para mí la vida es sólo una fuente a la cual acudir para obtener recursos (o detalles complejos) a partir de los cuales construir la psicología de mis personajes, ciertas situaciones o conflictos sobre los cuales escribiré, el conocimiento de motivos o causas que motorizan un relato de las cuales me entero o concibo que pueden ser interesantes o inquietantes. Me maravilla y me sigue maravillando cada vez que escribo literatura infantil y juvenil. Me río, me divierto, imagino a lo grande, suceden disparates o suceden hechos rociados de poesía. Pero no copiar ni narrar la propia vida. Esa no me resulta la literatura más atractiva para escribir mi literatura. Sí lo he hecho en algunas crónicas de viaje que han tenido muchísimo éxito en México: una a la Patagonia argentina y otra a la ciudad balnearia argentina de Mar del Plata. Pero luego están mis encuentros imaginarios con escritores o escritoras o músicas y músicos. O mis monólogos imaginarios de artistas. Siempre voy a preferir imaginar que recordar, evocar o transcribir. Sólo una vez escribí un cuento contando una historia que le había sucedido a un amigo (con su autorización) porque me había resultado conmovedora.

     No sé qué me deparará la vida. No sé cuánto tiempo más viviré, si bien según ciertas estadísticas aparentemente señalan que uno debería a mi edad gozar de varios años más por delante. No obstante, nadie tiene el futuro asegurado. Tampoco sé qué escribiré ni de qué modo ni con qué frecuencia. Sólo sé que trabajo duro a diario. Y que lo disfruto. Y que me canso. Y que me vuelvo a descansar.

     Lo que sí me gustaría enfatizar es que en la escritura tanto de cuentos, poemas como de crítica literaria o ensayos, hasta que uno no se sienta a escribir hay una incertidumbre que comienza a esclarecerse lentamente recién a partir de ese momento. La literatura se va descubriendo a medida que se  la escribe. No alcanza sólo con tener una idea clara a priori. El verdadero descubrimiento se evidencia al momento de sentarse a escribir. Escribir es crear pero es, por sobre todo, es muy lentamente ir descubriendo aquello que queríamos alumbrar.

Artículo anterior‘Hot Milk’, de Rebecca Lenkiewicz, la adaptación descafeinada del libro de Deborah Levi
Artículo siguienteJim Morrison en su aniversario luctuoso: controversial, desenfadado y altamente sensible
Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP, Argentina). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó los libros Verse (relatos, 2000, Prólogo de Angélica Gorodischer) y Cantares (poesía erótica, 2005), Obra crítica de Gustavo Vulcano (investigación, 2005). En carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (colección de narradores argentinos contemporáneos, 2015). En 2017 edita su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras, que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía, una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela en formato digital. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio), también en formato digital. En 2024 da a conocer su poemario ¿Será posible encontrar una voz?, publicado en Venezuela en formato virtual. Se vio beneficiado con tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP. Numerosos trabajos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas o bien en formato libro. Le han sido otorgados premios y distinciones nacionales e internacionales. Es colaborador habitual de revistas de México, Venezuela, EE.UU. y Argentina.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí