Lydie Dattas. Imagen obtenida de El Cuervo

Ya se me pierde en los historiales dónde y por qué encontré a Lydie Dattas, sería cuestión de desandar páginas y búsquedas y ser minuciosa con mis antojos en los diferentes dispositivos, cada uno de los cuales se presta a ciertos recorridos que en el otro se vuelven arduos y finalmente inútiles. Quizá si confiara en la memoria afirmaría que buscaba el nombre de Christian Bobin, a propósito de Le très bas, (El muy bajo), una mirada sobre Francisco de Asís, el santo que quiso ocupar los bordes de una institución como la iglesia católica, desde la más rigurosa contemporaneidad. En su breve bio dice que su pareja es la escritora francesa Lydie Dattas (LD), y de ahí a seguir el fácil camino del google y encontrar una data por demás interesante fue cuestión de poco rato.

De ella destacaba un texto breve, aparecido en El Mercurio de Francia, en 2011, producto de un encontronazo literario con el monstruo –sagrado- de Jean Génet. Parece, y la anécdota fluye en sitios web, blogs y periódicos que el hombre la destituyó de su círculo, la abolió, la canceló, rematando la expulsión con una frase, “y yo no sé por qué iba yo a leerla, si yo detesto las mujeres” (es sabido que la gramática francesa obliga al uso del pronombre)

Christian Bobin, Jean Génet, Lydie Dattas, un interesante triángulo literario, en tanto el género y sus disputas mete la cola, para mis despiezamientos. Pero también propone esa cuestión de nunca zanjar que se formula más o menos así: cuánto tiene de necesario el conocimiento de las vicisitudes en la vida de un escritor para la comprensión y estudio reflexivo de su obra. ¿Quiere uno cerrar el libro y empezar a olvidarlo, aislado de su circunstancia histórica o del simple disparador de la vida privada o es mejor sentirse intrigada con el cimbronazo de una lectura inquietante, una lectura que desmiente alguna que otra certeza, que mueve un par de conceptos que estaban confortablemente instalados en su zona?

Eso no lo sé y no creo que exista una respuesta definitiva ni siquiera la que sería mi respuesta, pero sí creo que para un aprovechamiento más cabal y completo de la obra de un artista no está de más conocer algunas de sus experiencias de vida. Sin contar que a menudo se nos ofrecen también las miradas sucesivas, las críticas o las alabanzas de quienes dejaron su opinión sobre sus obras.

Buscar puede ser una pasión.

Nada complicada de satisfacer, ya que hoy la información nos asalta, nos toma de sorpresa, precede a la experiencia propia y claro, la condiciona sin más. Nos enteramos de la muestra de una artista japonesa que sólo hace lunares, pintas, motas o como quiera que se llamen esas manchas redondas. Sólo eso y una catarata de análisis, ponderaciones que atraen al público y lo informan demasiado si se quiere, obstruyendo quizás la formación de un juicio sincero. Si no, bastará con adherir a este o aquel dictamen predigerido.

Por eso buscar debe hacerse en secreto.

El texto es La noche espiritual, adelanta en el título algo de misticismo, y no incurre en groserías, réplicas o cancelaciones vengativas.

Pero veamos las circunstancias de Lydie y después trazaremos nuestro itinerario.

Ella proviene de un medio intelectual burgués, hija de un músico, primer organista de la catedral de Notre Dame, el más eximio con los vientos, un artista sin igual. Y de madre actriz, de teatro, de cine mudo, de esas con cara blanca, ojeras dibujadas y boca corazón. La familia, por temas que, a seguir lo escrito por Lydie, tienen que ver con la salud mental de la actriz, se muda a Londres donde el padre será profesor de música. Ella escribe desde muy joven y se traslada a París a los veinte años. Ha publicado series de poemas en el Mercure. Entonces se cruza con uno de los hijos de la familia Bouglione, Alexandre, gitano, bohemio, manouche, bárbaro e iletrado. Se casan y permanecen juntos durante veinticinco años.  Entra en el jet set parisino desde un lugar bizarro, algo estrafalario, al menos excéntrico. Su familia política maneja un circo con animales salvajes, viaja por el país en caravanas y se asienta en París durante temporadas. La familia es numerosa y no puede pensarse nada más opuesto que Lydie (analogiza su nombre con las formas verbales lis, dis!) y Alexander, que no había completado sus estudios primarios. Sin embargo, el brillo del espectáculo y su majestuosidad salvaje –alejado de los circos pobres que trajinan por los pueblos y de los deportivos de acrobacias y tecnología y de los políticamente correctos con respecto a la vida animal- los hace alternar con, por ejemplo, escritores del peso de Jean Génet, a quien Lydie admira. Por intermedio de su marido, él acepta leer los textos de la joven escritora.  Y aquí se genera la famosa anécdota: él, consagrado, celebrado en su estatura épica de gay salvaje, afirmado en su origen de niño criminal, judicializado y puesto por el estado en los institutos más negros de Francia, que escribe sobre el sexo belicoso de los marineros dominados y dominadores, rechaza los textos exclamando que no sabe por qué accedió a tener esa cortesía con ella si, al fin y al cabo, detesta a las mujeres. Otros tiempos, M. Génet.

Dejamos aquí y expongo cuál fue el plan de lectura que me propuse, consciente de que somos, los lectores, un compendio y un recorrido único, ya que vamos creando una contigüidad azarosa y caprichosa entre nuestras experiencias con los libros. Esa ubicación en nuestro tiempo personal va generando la sinergia también única de unos diálogos extraordinarios, nuevos. Si alguien, leyendo a Lydie y el circo evoca a Mascaró, el cazador americano de Haroldo Conti, por decir un ejemplo  y lo hace contiguo a la flecha que partió en las primeras líneas de este texto, habrá que dar cuenta. Mascaró es metáfora del viaje por una Latinoamérica desolada y pobre de una banda de idealistas revolucionarios con su héroe y su muchacha bella. Un mundo patriarcal de estereotipos, distante de la mirada de Lydie sobre el contrapunto del espíritu, de la luz apolínea con la oscura y dionisíaca sabiduría de los iletrados, señores de las bestias y el subconsciente. No por eso evitamos la evocación. También cabría aquí  algún film de Woody Allen.

El plan, entonces: olvidar el texto suscitado por el ex abrupto del figurón. Buscar Lydie neta, es decir en la plenitud y libertad de crear. E invirtiendo el camino, llegar a La Noche Espiritual –texto que responde al rechazo y se transforma en su obra más divulgada y traducida. Y, si hay tiempo, repasar algún texto de Génet.

Así llegamos a La foudre, El Rayo (subrayando que en francés es sustantivo femenino y deriva en  fulminar, que en español viene de otra raíz latina, fulmen) de 2010, obra de madurez, que recopila, en 52 páginas rigurosamente orquestadas en dos mitades su vida infantil y su vida en el circo, con Alexandre Rimbaud, trasposición a la ficción del joven Bouglione, alternadas una y otra: el pasado más lejano y el reciente. El rayo concentra un lenguaje, define unas imágenes, explota un campo semántico revelador y admira. La niña y la casada, la huérfana de madre con madre y la intelectual en la enorme cúpula,  los carromatos, el órgano de Notre Dame, la soledad escolar y los mataderos de reses para alimento de las fieras, concentrados en tan poco espacio.

Alta densidad expresiva.

Lydie detona imágenes, triemos sin respetar el orden de lectura, por temas o líneas:

De su origen, su infancia, nos cuenta de su abuelo -digamos que  la primera persona es Lydie Dattas, sin disfrazar biografía- que “nació en las llamas” y que su madre fue concebida con un golpe de cintura en una rubia voraz, echando una maldición tan negra que su abuela nunca la repitió, pero tampoco pudo impedir que legara a la niña el rayo de su alma. Esta, heredó su rabia y sus dones, llevaba un mar embravecido en el corazón. Tenía la belleza asesina de los fulminados. Recordemos que foudre hace el verbo foudroyer, vocablos que sostienen el texto de principio a fin. Vive en Inglaterra por el segundo casamiento de la madre. Con esta madre actriz, los niños Dattas vivían en sobresalto emocional

“Cuando ella entraba en la escena de la cocina, clavándome su mirada alucinada, hecha de un ojo aterrorizado y de un ojo aterrorizante sobre una máscara de nieve, yo retrocedía contra la pared, presa de un pavor sagrado” *

y su rostro es el de las actrices maquilladas con mucho negro en los ojos, mucho labial rojo y polvo blanco  Pero ahora veamos al padre, primer organista de Notre-Dame, dios de los vientos, a quien conoce regresado de la guerra a Londres. De belleza jansenista, amaba ser invisible detrás del enorme instrumento. La pequeña Lydie recuerda sus horas bajo el tablero, oyendo los relinchos de los tubos, “de todos los botones de porcelana, el que más me fascinaba era el ´tutti´ que daba al cielo un orgasmo divino. Yo me agarraba al banco de madera negra como uno se aferra a la silleta de la moto para no ser arrancada por el viento”. La madre aparecía al final de la misa, arrebataba todas las miradas, era la aparición de la locura, afirmando su poder. El padre la conoce después de la guerra, venía de los stalags de Rusia y sólo conocía el horror. El relámpago que lo iluminó al conocerla había sido instantáneo, entrevió un ángel, pero no advirtió que era el ángel de las catástrofes.

De semejantes padres, la cría estaba afectada por una emotividad crucificante, la vida era para ellos, los tres hermanos, un estar con la mano agarrando un cable pelado, malditos y benditos a la vez. Jugando en silencio para no desencadenar las crisis, ya que había dejado las tablas para seguir a su marido. Y la enfermedad entraba a escena. Contagia la neurosis, Lydie traga piedras para llamar la atención, su hermana se arranca mechones de pelo y los echa en el pis de su taza de noche. Y el hermano, músico como el padre, entraba en pánico, agotado por la angustia de la madre. Como era de esperarse, el psiquiatra empieza a hablar de internación y el padre para salvar la razón de ella, acepta volver a Inglaterra y convertirse en profesor de música. Dominaba los cinco teclados de Notre-Dame, pero no la locura de su mujer. Era un crimen perfecto, cometido en las negras callejuelas del inconsciente. Así lo describe la autora:

Levantando la casa como un feto de paja, mi madre arrancó del suelo francés las raíces nacientes de nuestras almas. Golpeando la puerta con mano de exterminador dio las últimas vueltas de llave como se estrangula a alguien. Cuando atravesamos el jardín, por última vez las rosas respiraron su aroma.

Pero veamos los momentos del crecimiento de la niña, cómo es su encuentro con la poesía, la escritura

Tenía tres años cuando mi padre, para bajar del tren, me subió a los hombros. El aire azul brotaba en torno como la alegría de Dios. La locomotora piafaba, escupiendo vapor blanco, entonces una visión me fulminó: con el torso la mitad afuera de la carcasa de metal negro,  un mecánico de cabellos rubios y ojos maquillados de carbón reía con sus dientes blancos clavando la mirada en una bella pasajera en el andén. Atrapada en el haz erótico sentí que la vida se deslizaba bajo una soleada eternidad. Torciendo la tierna escultura de mi cuerpo para seguir al dios que irradiaba deseo, sentí que la entrepierna de mi calzón se hundía en mi carne de ninfa excitada.

Ya fuera el roce brillante de un papel de caramelo, el arranque victorioso de un trozo de música, cada vez la realidad me alucinaba con su belleza fundiéndose sobre mí, llevándome en cajas de cristal como un cordero beato… la hélice multicolor de mi molinillo sonaba como un millón de alas sufíes, aún el vals pardo del sorullo en la cubeta del váter bajo la cascada azul de la descarga de agua hacía cantar a la divinidad. Mi gozo era tan grande que no podía casi respirar. Ninguna fría invención de la técnica alcanzaría la maravillosa alfombra voladora de la belleza, jamás.

Esa niña, ve su impulso hacia la música abortado por la madre. El violín, de miembro siempre duro, la tentó pero su práctica fue acogida por el filoso silencio materno, que cortó las crines de su arco, obedeciendo las órdenes de la gran locura.

El recorrido erótico de Lydie pasa por sus ocho años, celebrados por su madre en un mugriento cine, donde dan, lo inferimos, Ana y el rey de Siam, la de los años cincuenta, con Yul Brynner: el cine representa los funerales de lo real para la pequeña impresionable, que ve un reye encarnando a un rey, un macho en toda su gloria. Compara la luz que recibe con el golpe en los ojos al volver la luz tras el apagón eléctrico. La historia encendía el soporte químico del celuloide para devorarla en las llamas. El personaje se volvió su personal fantasma divino: la alianza entre la civilizada y el salvaje hacía real la coincidencia de opuestos que forma el recinto del paraíso. Descubre más tarde, dato premonitorio, que el actor de origen ruso, tenía sangre gitana. Cuando valsan, la fuerza centrífuga de los giros manda a la nada la angustia materna.

Les amants lumineux - Lydie Dattas - Livres - Furet du Nord

Invitada al castillo de una condiscípula, todavía en Inglaterra, pasa la noche allí. Pero un sordo dolor en la cintura la espera en la noche angélicamente roja. Iniciaba el calvario femenino. Ahí donde las chicas veían una infamia pasajera yo leía el decreto divino bajo el coágulo de sangre. Cada paño higiénico era una miniatura de Lucques, ese pueblo toscano de tejados rojos.

Y, sí, en su crecimiento se hace presente el “yo también” y lo va asimilando camino a su destino amoroso. Los escarceos le van dejando huellas en la idea de lo femenino. Un obrero, empuja sus trece años contra el fantasmal muro de ladrillo del estadio de fútbol y aplasta mis labios de grosella jurándome amor. Me repugnó más la grosería de la mentira. Todas las niñas sufren, yo agregaba la corona de espinas del pensamiento. Pero, en el liceo se cruza con un joven de aspecto mongol. Lo sigue, lo espera sus ojos hicieron de ella una mujer, un ave del paraíso salió de entre sus muslos. Entiende que elegir un hombre es la única ciencia útil. La profesora le dice que su nombre es el femenino “el idiota”.

Así, cada acoso callejero es rechazado con un “yo no soy una chica”, marcado por la vocación intelectual. Entonces usa un vocabulario de puta. Se pregunta por las Rembrandt, las Bach, las Spinoza. Si por excepción una mujer firma una obra de arte, sí, es un monstruo.

Su amor siguiente es Rimbaud, su rostro, la mirada del joven retrato del poeta que conocemos la hechiza, lo muestra a sus amigas diciéndoles que es su enamorado y todas la envidian.

Entré a la poesía como se cruza una frontera sin regreso… intenté ese salto de ángel que toda mujer emprende para escribir.

Ya tiene catorce y siente la muda prodigiosa, el efecto de sus ojos, su furia de cordero, su seducción, las nalgas modeladas por el cielo banal del blue jean. Y el imán de lo oscuro: en el metro el mendigo espanta con su olor, del bolsillo salían los hombros de un frasco de whisky. Convida a los pasajeros y ella siente una furia evangélica, acepta el convite y se manda un trago sin limpiar el gollete, entra así al negro paraíso de la juventud.

Después viene una aventura con un profesor, en un viaje de estudio a Escocia, siendo ella aún menor, pero la rescata la policía cuando estaban por embarcarse.

Entonces llega su primera publicación de poemas, es Jean Grosjean quien se lo anuncia (poeta místico, ex sacerdote y editor en La NRF)  Esta circunstancia es rigurosamente no ficcional, como unas cuantas de este texto maravillosamente trabajado. Siente que el rey que la enamora en la primera infancia la ha llevado hasta allí.

Termina el bachillerato, vuelve a Francia a estudiar filosofía. Y sí, tal  como desarrolla en su ensayo Michelle Le Doeuff, las mujeres tienen cerebro pero ninguna llega a ser Blas Pascal. El mundo cerrado de la carrera filosófica sólo admite Heloísas, seguidoras en la sombra de las brillantes mentes masculinas, con reserva de exclusividad.

Entonces conoce al gitano, príncipe heredero del reino Bouglione Romanès.

Los años del circo alternan con el recorrido biográfico y aquí, el juego de opuestos que arma un orbe de plenitud es la imagen dominante. La unión se realiza en los amantes. Ella, con las letras, se ahoga en ideas muertas, él, amo de leones y diamantes, ansía el lenguaje, desbordado por lo que siente y vislumbra.

Se siente seducida por la enorme yurta de piedra, el circo es una universidad bárbara dirigida por la vida. Donde se imparte alegría ardiente como una teología animal. Que le ofrece un pensamiento de carne roja a ella, hastiada de la muerte moderna. Nada más entrar la vieja gitana le augura que desposará a su hijo. La sangre del terciopelo púrpura fluye por los corredores, cabezas de caballo adornan el vomitorio como si fuera una carnicería hipofágica. El circo le sirve como a otros un viaje a la India. Su intelectualidad se suelta la cabellera allí, está en el interior de una Iluminación.

En el campo léxico del circo y los gitanos se destaca la frecuencia de los diamantes, rubíes, en todas sus figuras. Pero sus poseedores guardan la inocencia de los salvajes, y son filósofos, aunque no cometen el error de filosofar. Como la futura suegra, envuelta en visón blanco que hace su aparición como diosa del inconsciente

Un ejército de hombres y mujeres felices de la vida había salido de entre sus piernas, poblando la vía láctea de astros oscuros que inflamaban el universo  con una antigua herencia

Y nos presenta a Alexandre Rimbaud, el joven. Un foco seguidor angeliza su rostro oscuro pero una sabia sonrisa lo diabolizaba. Como enamorada de la raza humana Lydie conoce con exactitud un corazón y reconoce en él al hijo de la desdicha. Hambriento también, sabiendo como satisfacerse:

El deseo corría como un león por la sala. La mano apoyada sobre la rampa del vomitorio donde el diamante del anillo crujía de relámpagos azules, barría la sala con mirada irónica, joven Satán en busca de un pastelillo humano.

Y así entra en su vida, es una bola de fuego, se cruzan en la calle y en sus miradas ya han hecho el amor. En un bar ella le dedica su libro, él niega llevar vida de príncipe. Su familia de arquetipos lo agobia. Deja de verlo tres días y así triunfa de las bellas que lo acosan. La presenta a la tribu, y pasa con éxito el examen. Está traicionando a su clan pues si bien los gitanos no practican fúnebres bodas incestuosas, suelen casarse en su medio. Ella no piensa y lo acepta. Bajo el toldo abrahámico sintió la gloria de una resucitada. Recorre la inmensa familia de primos y elige uno de esos pedruscos encandiladores en el joyero de la suegra. El banquete de bodas, en mesas separadas para los hombres que festejaban sus chanchadas a gritos, fue fabuloso. Las mujeres celebraban con tanta intensidad que se sintió expulsada de su sexo.

Y se arremanga para el trabajo que también es intenso de escatologías. Para alimentar las fieras, iban a los mataderos donde se descuartizaban caballos,  los pasaba por encima con un pañuelo en la nariz. El domador partía con un hacha las cabezas de buey con grandes ojos blancos de lavabo. Flores de sesos amarillas estallaban junto al charol de sus botas. Y luego se enjuagaba echando sobre sí puñados de agua  brillantes como mercurio. Y análogamente, Alexandre apretaba las perlas blancas de su carne como un avaro pasa entre los dedos su tesoro.

Aceptó instruirse en la academia de los gitanos.

Cuando una biblia cae en manos de él, sufre de no poder leer. Entonces ella le busca la mejor carne espiritual y le lee hasta en las jaulas, fomenta esta hambre milagrosa y le trae de los mataderos de la alta literatura el alimento:

Mezclando su baba de tigre a mi saliva de ángel dijo, soñador: es increíble lo que has logrado con tu poesía… sobre todo teniendo un agujero entre las piernas.

Y el tigre hojeaba la biblia con la punta de su zarpa. Ella avanza en su formación, una vez, en el Louvre, sospechando de un Rembrandt se acerca y lo rasca con su uña negra.

Siente que escriben su propia leyenda, él prefiriendo el marfil cristiano de su rostro al de las diablesas negras de su clan, pero ella eligiendo a su vez la conversación de un iletrado sobre los ricos delirios de los poetas. En la cama se aliaban los libros y las bestias, hablaban un lenguaje de cachorros de león. Aunque en el álbum de la boda las imágenes se retorcían contradiciéndose con aullidos.

Abramos aquí un comentario sobre la escatología femenina que siempre sorprende y desarma. En la intensidad de lenguaje, además de las imágenes sobre las reglas tenemos las coprológicas, un ejemplo:

Cada mañana atravesaba el hall con el balde higiénico lleno de nuestros excrementos desposados, marmolados de rojo de la sangre de mis reglas. Para saludar a mis primos depositaba el balde lleno de lo real que temblaba bajo la cubierta esmaltada.

La leche materna de las gitanas multíparas no está ausente, son bebés dioses los suyos, y sus madres verdaderas pensadoras místicas cuyos aforismos se leen en sus uñas nacaradas. Las obras completas eran los niños, ocho o diez tomos, puestos en fila. Sin embargo, ella conserva el choque eléctrico de los libros y desde esa distancia las describe.

¿Cómo culmina esta vida dorada llena de experiencias contrastadas?

La muerte de su padre la entristece y la suegra le advierte que un hombre no quiere ver a su mujer enferma, con  eximio conocimiento del egoísmo masculino. Tampoco él sentía la aprobación de sus semejantes por estas bodas desiguales:

Cuando Alexandre empuñaba el mango de ébano de su laúd las notas temblaban de miedo… Apoyado en el carromato con las ruedas embarradas, un Sinto le recordó irónico la ley de la tribu. “¡Yo también toco el laúd: arranco un árbol, le ato tripas de hombre y toco!”

Él va sintiendo el peso de la sangre, ella espía sus miradas a otras mujeres, pero en una ocasión le pide que se pruebe un vestido, regalo para una prima y en ese acto se ve perdida. Empieza su temporada en el infierno.

Por   las noches sentía que copulaba con un lobo de crin de acero al que tenía por la mandíbula para que no me devorara… Escuchaba por las noches el imperativo agustiniano que encerraba mi nombre “¡Lee, dí!” Furioso de verme inclinada sobre mis libros, como un faraón-dios serruchó mi mesa. El que había sido un raro sol, se había vuelto guijarro.

El fin llega bajo la forma de una mendiga gitana que sabía cantar. Al cabo de un mes había ocupado su lugar en la cama, y a su vez, Lydie el de ella en la calle. La maldición del abuelo la había alcanzado finalmente.

LA NOCHE ESPIRITUAL | Traficantes de Sueños

Y el gitano a su vez termina escribiendo poemas (ver en la biografía de él). El alimento que ella amorosamente le brindara lo alcanzaba.  

Lydie Dattas vivió veinticinco años con Alexandre Romanès, domador de tigres y leones. Su circo llevó el nombre de Lydie Romanès hasta la separación en 2000.

Ella sigue publicando libros de poemas y se liga sentimentalmente con un espíritu opuesto al del gitano, Christian Bobin, autor de textos espirituales, de estilo llano y de un misticismo ligero, muy de nuestros tiempos eclécticos. ¿Es ella la gitana de esta nueva  historia? ¿Qué hacía en ella Jean Génet, el tormentoso? ¿Cómo es que su boutade instala un texto y lo adhiere eternamente a su nombre de patriarca? ¿Y qué nos dice La noche espiritual, además de ironizar sobre la mujer reverso oscuro del apolíneo varón?

La feminidad en Lydie Dattas es cuestión de excepcionalidad. Ella no se siente mujer en cuanto no participa de lo que Irigaray  llama “mascarada”, incluyendo la maternidad que eleva a las mujeres gitanas a nivel filosófico. Pero no es para ella, ni para su madre, cuya locura estriba en aspiración al absoluto del arte, fallido. Ni para su hermana cuya excepcionalidad hemos dejado de lado aquí. LD no comprende pero admira la seducción mágica de las gitanitas, que con un gesto del mantón conquistan las cimas. Ella tiene la tormenta del verbo, la escritura que la compensa de su exilio filosófico. Pertenece a una generación de autoexigencia cruel, sin límites. Contrasta con las nuevas mujeres, esas leonas depredadoras del boulevard Saint-Germain, que han roto el mimbre de la cuna para adquirir los vicios de los varones. Entre ellas toma el nombre de Viajera.

 Y su rayo es el que intacto, triunfa.

*Los textos de La Foudre en español son traducción de GA

La Nuit spirituelle, Paris, Orbey, France, Éditions Arfuyen, coll. « Cahier », 1996

Le Livre des anges, Paris, préface de Jean Grosjean, Gallimard, coll. « Blanche », 2003

La Chaste vie de Jean Genet, Paris, Gallimard, coll. « Blanche », 2006

La Foudre, Paris, Mercure de France, coll. « Bleue », 2010

Carnet d’une allumeuse, Paris, Gallimard, coll. « Blanche », 16 novembre 2017 

La Noche espiritual, Madrid, Errata Naturae, 2021