Ron
Tan pronto ella apoyó su copa de ron sobre la barra, él supo que ahí iba a empezar todo. La tomó de la mano y salieron a la vereda. No llevaban mucha ropa puesta: la imprescindible. Estábamos en diciembre, preciso es decirlo. Despedidas, reuniones, actos de colación de grado, juras, los socorridos casamientos que me consternan con fotos de los novios en la Intendencia. No era este el caso.
Simplemente un encuentro casual, sencillo en calle 4 y 54. Convengamos: lo mejor del mundo.
Ambos con libros. Ambos con discos sin haber abierto los paquetes y una enorme avidez por saberlo todo del otro.
Recapitulo. Vuelvo al ron. Apoyó, como dije, su copa sobre la barra. Se lamió los labios. Salieron. Se besaron y todo fue demasiado veloz. Estaban grandes para postergar las cosas. Él la invitó a su casa. Fue suficiente que él encendiera un cigarrillo con su zippo para que ella se estremeciera. Un poco de música (John Coltrane, Blue train, propuso ella) y lo besó de modo algo alocado. Corrían los años noventa y si bien cada uno tenía un empleo discretamente digno, también alquilaban. Ella, en su momento –y en otros brazos- había fantaseado sobre cómo sería vivir con otro. Menos con deseo que con intriga. Pero no era anticuada.
La seducción, la pasión, la curiosidad, los condujeron a la cama y dándose permisos sin prisas, él lo desplegó todo. Se quitaron las prendas tan felices como quien se quita primero un miedo, después un dolor, más tarde un sueño, un fin de semana largo en la costa, una Navidad desprovista de todo encanto, una desolación, una luna roja. Un plato de comida desangelado ¿Tantas cosas? El cuarto no estaba del todo iluminado. Y bueno, él llegó fatalmente, a esa zona en la que el pubis se confunde con el sexo, la cintura con las caderas y las axilas con los pechos. Y en el preciso momento en el que estaba por fin explorando lo que se había insinuado, pudo verlas. Cicatrices. Cicatrices. Cicatrices. La abrazó muy fuerte. Sólo pudo abrazarla. Intensa, honestamente. No sintió ni piedad ni bronca ni lástima. Sintió ese costado siniestro de la vida que es más feroz con algunos. El capítulo de nuestra Historia que lo es menos para quienes han permanecido de este otro lado de las cosas.
Té rojo
Hoy me he levantado de mi siesta. Me he estirado blandamente en un bostezo mullido. Me he dado una ducha. Una taza de té rojo ha acompañado la soledad de mi tarde (el sol chisporrotenando, con sus tornasoles, en los cristales, la luna distante aún, el madrugón mediando entre ambos. Después he puesto un disco. Al azar. Pese a ese azar (o gracias a él), un milagro ha tenido lugar en esta casa. Bebía mi té frío sorbo a sorbo, con la frescura propia de este preciso escenario. El agua, ahora media taza de la que transparente en lo oscuro se deslizaba por los anillos de mi garganta. Una canción de este álbum sonó (o resonó, debería decir). La canción número 11. Como hubiera podido hacerlo la 9 o la 3 o la 8. Lo cierto es que tan de repente la escuché. De modo impetuoso –la canción no lo era- ese sonido que estaba frente a mí (no aún dentro de mí,) vino a mi encuentro. Como quien dice: “se derramó hasta mis orillas Dos perlas”. Me cubrió como una manta. Ojos, piel, caracol, torbellino, mascarón de proa. Quedé a merced del mar y pude sentir su correntada. Y su rompiente. Su resaca. Y el color verdeazuelado de su superficie aquella mañana de noviembre. Desnudo y vulnerable, me rendí a sus embates. A esa tempestad sutil, como una ráfaga a la que no podía sustraerme. Y por fin, ya en una ola enorme, el mar, la mar, cayó sobre mí, el mar el mar. Como debe caer un cachalote. Transportado a un instante cero (pero no a cualquiera). Besos, pubis, miel, caderas, cabellera. Erección, pasión, ríos de incendio. Algo en mí quedó exhausto y me hice a un lado. Había atraído un fragmento de pasado, un pasado cautivo como un insecto dentro de la resina. Y comprendí (no sin dolor) que la vida no se va. Que la vida no pasa. La vida no discurre. La vida simplemente se guarda.
Cachalote
Hoy me he levantado de mi siesta. Me he estirado blandamente en un bostezo mullido. Me he dado una ducha. Una taza de té verde ha acompañado la soledad de mi tarde (el sol chisporrotenando, con su tornasol, en los cristales), la luna distante aún, el madrugón mediando entre ambos. Después he puesto un disco. Al azar. Pese a ese azar (o gracias a él), un milagro ha tenido lugar en esta casa. Bebía mi té frío sorbo a sorbo, con la frescura propia de este preciso escenario. El agua, pese a su calor, cobraba vida en una transparencia por los anillos de mi garganta. Una canción de este álnum sonó (o resonó, debería decir). La canción número 11. Como hubiera podido hacerlo la 9 o la 3 o la 8. Lo cierto es que tan de repente la escuché. De modo impetuoso –la canción no lo era- ese sonido que estaba frente a mí (no aún dentro de mí) vino a mi encuentro. Como quien dice: “se derramó hasta mis orillas”. Me cubrió como una manta. Ojos, piel, caracol, torbellino, sorbos, mascarón de proa. Quedé a merced del mar y pude sentir su correntada. Y su rompiente. Y su resaca. Y el color verdeazuelado de su superficie, aquella mañana de noviembre. Desnudo y vulnerable, me rendí a sus embates. A esa tempestad sutil, como una ráfaga a la que no podía sustraerme. Y por fin, ya en una ola enorme, el mar, la mar, cayó sobre mí. Como (el mar, la mar) debe caer un cachalote. Transportado a un instante (pero no a cualquiera). Besos, pubis, miel, caderas, cabellera. Algo en mí quedó exhausto y me hice a un lado. Había atraído un fragmento femenino de pasado, un pasado cautivo como un insecto dentro de la resina. Y comprendí (no sin dolor) que la vida no se va. Que la vida no pasa. La a vida simplemente se guarda.
Aljibe
Hoy he vuelto a casa caminando (las farolas de la vereda quemadas, la noche incierta). He cenado una tortilla de verduras. He bebido un vaso de agua mineral. Me he recostado a ver una película. La he empezado y la he abandonado. Pero su comienzo había sido tan intenso, de tal impacto que fue indicio de indestructible calidad. La retomé, entonces, más tarde. No me importó que estuviera empezada. Efectivamente fue un film intenso. O, mejor sería decir: plagado de momentos de una profunda intensidad. El inglés era británico y, como suele ser habitual, perfecto. Eludí los subtitulados. Referir el argumento sería una frivolidad, por no decir un desatino, como descomponer una buena comida en sus ingredientes una vez que ha sido terminada, a un extraño. De modo que he visto mi película. Me he quedado en el sofá, descalzo (¿acaso no dije que me había quitado los zapatos?), he apagado las luces. Ese drama espiralado que fue la película me llevó a desandarla tantas veces que aún así no pude capturar por completo su argumento, reconstruir su trama. Era, como puede verse, una película intrincada. Para colmo –y para variar-, finalizaba con el tan socorrido guiño velado a Macbeth.
Con la luz apagada, me abandoné al fluir de mis ideas, de mis pensamientos, de mis sensaciones. Percibí el refinamiento de mi fisiología en la plenitud de su actividad (recuérdese, acababa de cenar), alerta a sonidos, goteos y borbotones, los relojes de pie o de pared. Procuré traducir ese argumento en algunos anécdotas de mi pasado. Quiero decir: ese argumento alentó asociaciones con momentos de mi vida, no del todo felices, pero fueron justos. Me fue dado evocar otros, no sin cierta nostalgia. Sólo con la luz tenue y pálida del velador, con dibujos de grullas, he venido al escritorio. He puesto un disco, que me sumió nuevamente en recuerdos (otros, más remotos) hasta ir armando esta suerte de gran dibujo, de gran tapiz lleno de arabescos y círculos, de continentes y paisajes en que se ha convertido una noche simple, en la que solo aspiraba a ver una película para descansar de mi semana. Y ha sido, francamente, diría escandaloso verificar el modo como haber tirado de una cuerda de la memoria era como tirar de la soga de un aljibe. Asistir a cómo un agua aluvional surgía, impetuosa, de las entrañas de la tierra. Pienso –y lo pienso ahora- que quizás películas, música, libros, las propias sensaciones de mis pies descalzos sobre el parquet, ciertos libros (¿por qué no?) no han sido sino la excusa, la más perfecta excusa para recuperar fragmentos de un pasado hecho astillas como si alguien arrojara un martillo contra un vidrio. Pero cuya destrucción y, simultáneamente, cuya restitución modificada es posible, de un modo acaso imprescindible. Cuando lo prescindible se macha