La historia de la escritura es fascinante, sí, pero a la par lo es la de la lectura, la de la interpretación, todas van entrelazadas, con la oralidad como sustancia primigenia; indagar en ello es transitar por el camino que va de lo divino a lo racional. Leer medievalmente; leer modernamente. Es un lujo poder distinguir ambos modos de lectura, de hecho, es obra del tiempo civilizatorio.
De manera singular, así como para las mentes medievales que accedieron a la posibilidad de la lectura fue imposible hacer una lectura moderna, para quienes nos hemos formado en la modernidad es posible comprender la distinción, desglosar sus implicaciones, pero muy difícilmente podríamos hacer una lectura por completo medieval. El salto a esa modernidad se lo debemos, como primer precedente, a San Agustín (m. 430), después vendrían dos eruditos con menos reflectores: Hugo de San Víctor (m. 1141) y su discípulo Andrés de San Víctor (m. 1175) y, por último, Santo Tomás de Aquino (m. 1274). Vayamos por partes.
En El mundo sobre el papel, David R. Olson hace un estudio detallado y esclarecedor en términos histórico-cognitivos. En el capítulo séptimo señala que los cambios conceptuales que marcaron el comienzo de la modernidad, ocurridos entre la Edad Media y el Renacimiento, están vinculados con una nueva manera de leer.
Sabemos que el paso de la lectura en voz alta a la lectura en individual y silenciosa fue un hecho trascendente en estos cambios, esto impactó en la escritura y en cómo debieron crearse marcadores explícitos que dieran cuenta de lo que la voz ya no hacía: así surgen los signos de puntuación, por ejemplo. También, la concepción de la escritura como mera calca de lo oral, subordinada a ella, se transformó. Sin embargo, Olson se refiere a algo más cuando habla de este cambio: “consistió en dejar de leer entre líneas para leer lo que estaba en las líneas, dando mayor importancia a la información explícitamente representada en el texto” (p. 167).
En esto reside la distinción entre leer medievalmente y leer modernamente. Para el pensamiento medieval los textos sagrados tenían una clave para ser entendidos, sujeta a la doctrina y al culto de la Iglesia. No se creía que los textos mismos proporcionaran esa clave. Y, por supuesto, toda la función era acceder, por medio de la clarividencia que portaba el encuentro de ese significado, a un estado místico determinado por los cánones eclesiásticos.
San Agustín contribuyó con el inicio de la solución ante lo que la tradición patrística no llegaba a un acuerdo: el significado ‘literal’ y el ‘histórico’. Sostuvo que “todo texto tiene un significado literal, de este modo, dio a la letra una realidad cronológica concreta que no había tenido antes. Aunque el sentido espiritual se consideraba mucho más importante que el literal” (Olson, 1994, p. 171).
Durante el siglo XII, en la Abadía de San Víctor de París —los monasterios, las abadías, sitios tan imponentes e ideales para la meditación, pero también para el estudio, el que los hayan utilizado exclusivamente para eso, es otra historia, tan interesante como espinosa—, Hugo y Andrés de San Víctor, siguiendo la idea de San Agustín, desarrollaron un enfoque erudito y sistemático de interpretación que sustituyó la búsqueda de la revelación. Hugo también trabajó la interpretación no como parte de un aliento divino, sino en términos de lo que el autor deseaba decir. “A su vez, este significado debía ser establecido no por la plegaria y la meditación que daban como resultado la epifanía, sino por el recurso de nuevas fuentes, de pruebas basadas en la investigación textual, histórica y geográfica. Para contribuir a la interpretación literal, Hugo preparó dos crónicas y un mapa del mundo, e hizo precisos dibujos del arca de Noé” (Olson, 1994, p. 173).
Lo que hicieron Hugo y Andrés nos sitúa en los albores de la interpretación de la lectura moderna. Andrés continúo trabajando en el desarrollo del significado histórico de los textos, Smalley señala que “ningún comentador occidental anterior a Andrés se había propuesto dar una interpretación puramente literal del Antiguo Testamento”. ¿Qué hace que ambos no entraran de lleno en la lectura de tipo moderno? Olson lo resume: no cuestionaron la perspectiva tradicional de la subordinación del significado literal al espiritual, esto tampoco lo haría Santo Tomás, sabemos que eso solo llegaría con Lutero y la Reforma.
Andrés inaugura la preocupación moderna por la forma verbal de un texto, algo en lo que se concentrarían los humanistas del Renacimiento. Entonces, ¿qué agregó Santo Tomás? La completa autonomía del texto y su sentido literal. ¿Cómo lo hizo? “Comienza su Summa con la concepción algo tradicional de los sentidos literal y espiritual. Considera que Dios es el autor de las Escrituras. Pero llega a desarrollar la distinción de un modo nuevo señalando que los autores humanos expresan su significado mediante palabras, la intención de los autores humanos constituye el sentido literal (…) El sentido espiritual era lo que el “autor” divino expresaba mediante los acontecimientos descritos por el autor humano; el sentido espiritual era el objeto de la teología. Sólo las Escrituras tenían ambos sentidos” (Olson, 1994, pp. 176-177). Lutero partió de esta idea de Santo Tomas para crear su teoría de la interpretación, donde “la búsqueda de la revelación se transformó en búsqueda del significado”.
Aun cuando en la propuesta de Santo Tomás pervive la base de lo divino, de lo espiritual, de una visión todavía “encantada” del mundo, ya está en ella el ancla del sentido literal como objeto de estudio, tal como lo concibe el pensamiento científico. En su propuesta de interpretación habita tanto lo divino como lo terrenal en la escritura y la lectura, en ese sentido, podríamos decir que fue la última que lo tuvo. Porque con Lutero inició no solo la preeminencia de la interpretación literal, sino también el lector de lo literal: entramos de lleno en la lectura moderna, incluso aunque Lutero, en su afán por el significado literal, se haya equivocado al “suponer que los autores antiguos pensaron, hablaron y significaron de la misma manera en que él lo hizo” (Olson, 1994, p. 179). El distanciamiento que se da al tomar en cuenta el contexto histórico en aquello que se interpreta fue una capa que se agregaría después, representando el cierre del ciclo para una lectura completamente moderna, ya no medieval.
Me ha surgido una idea a modo de interrogante: ¿la poesía sería el único resquicio, lejos de las obras de carácter religioso, donde aún es posible realizar una lectura medieval, en términos de “encantamiento”?
Bibliografía
Olson, D. (1994). El mundo sobre el papel. El impacto de la escritura y la lectura en la estructura del conocimiento. Barcelona: Gedisa.