Fotograma de la película

De unos años para acá existe una tendencia en el cine mundial, donde los realizadores recurren, por la imposibilidad de conseguir financiamiento (acaparado por las élites) para hacer una película más estética y con mayor producción, a imágenes de archivo para armar sus obras. A partir del material que por diversas circunstancias llega a sus manos deciden que hacer con él o como armar un drama o un documental o una mezcla de ambos.

La mayoría de las veces las imágenes son relativas a circunstancias familiares o muy personales, lo cual complica su utilización, porque la clave del éxito de una película de este tipo —y de cualquier tipo— es lograr la despersonalización de las imágenes, la sensibilización y emoción del otro ajeno a las circunstancias personales de las imágenes, trascender del interés personal al público.

Otro inconveniente que, por lo regular, se encuentra en estas imágenes y que puede demeritar el proceso de transformación en cosa cinematográfica es que son imágenes mal tomadas, mal grabadas, con encuadres deficientes, mal audio, manos temblorosas o con demasiado movimiento, sin ninguna noción de la estética, de la fotografía o de la técnica cinematográfica.

Un ejemplo exitoso de este mecanismo de supervivencia cinematográfica fue la película Algo viejo, algo nuevo, algo prestado de Hernán Roselli, que triunfó en el FICUNAM 14 y de la que ya hemos hecho un análisis en un texto publicado recientemente aquí en la Vagabunda.

Otro caso ilustrativo, bastante conveniente, es la diversa Argentina: Qué será del verano de Ignacio Ceroi, en donde el “director” tiene la fortuna de encontrar una cámara extraviada por un hombre francés, llena de grabaciones audiovisuales de sus aventuras en África —no podría ser de otra forma, los perniciosos franceses que tantas desgracias han llevado perennalmente a la cuna de la humanidad—.

Las cuales, Ceroi, ordena conforme una narración que el propio dueño de la cámara le manda en un intercambio epistolar electrónico, y las mezcla con un par de cuestiones personales de poco interés, pero que en lo general su montaje da un muy buen resultado, valorando las circunstancias en las que se dio toda la película.

En este caso, aunque las imágenes no son técnicamente buenas, la película se salva por la historia detrás de las imágenes que trasciende lo privado. Las cuestiones personales de Ceroi sirven para contextualizar únicamente, resultan absolutamente secundarias.

Ejemplos regulares y malos de cómo se usaron las imágenes de archivo para intentar hacer una pieza cinematográfica también hay bastantes, de hecho abundan, pero de esos no tiene mucho sentido hablar.

Diego Hernández, a falta de ese archivo familiar audiovisual o de la suerte de encontrar una cámara extraviada por una persona con una vida interesante con material cinematografiable —válganme la palabra—, hace algo mucho más creativo, con resultados sorprendentes que le merecen una valoración positiva a los resultados finales de su trabajo.

El director Diego Hernández en FICUNAM 2024. Foto: Eduardo Aragón

A pesar de que en términos generales su obra no tenga ni pies ni cabeza y sea solo un remix de situaciones grabadas con sentido cinematográfico, pero sin un hilo conductor, lógica, ni una trama o una historia para contar, termina siendo entretenida, amena y, visual y artísticamente, buena.

Estoy hablando de El mirador, la tercera película de Diego Hernández, que tuvo su estreno mundial en la 14 edición del Festival Internacional de Cine de la UNAM (FICUNAM). Tengo entendido que la película quiso centrarse originalmente en unos hechos violentos suscitados en Tijuana en un lugar conocido como “La Cúpula”, pero el resultado final muy poco tiene que ver con eso.

Fotograma de la película

Salvo por un par de breves entrevistas a vecinos de la zona, la verdad es que los eventos de La Cúpula pasan muy desapercibidos a lo largo del filme. Se nota que la película cambia de rumbo conforme se va grabando, como casi siempre sucede, y que lo que más costó trabajo fue darle una coherencia y un hilo conductor al material audiovisual y cinematográfico obtenido, de hecho, los acontecimientos de la Cúpula, creo que sobran.

La película termina centrándose en la vida de dos jóvenes actores que, bajo la “trama” de El mirador, son contratados, para hacer una película sobre Tijuana, por un productor del que no sabremos mayor cosa. De tal forma que se centrará en la cotidianeidad de estas dos personas: Annya (Annya Katerina) que quiere ser actriz y se prepara de diversas formas para ello en su tiempo libre de forma extracurricular, ya que vive de su trabajo como conductora de un taxi de plataforma; y Memo (Guillermo López) que también quiere ser actor y que acaba de conseguir un trabajo en un Centro de Atención Telefónica o como dicen los gringos: Call Center.

A través de las vidas de Annya y Memo iremos conociendo a más gente con la que interactúan por diferentes razones, lo que nos lleva a una compilación de situaciones personales pero bañadas de humor que van formando el collage de momentos en el que se convierte la película.

Melissa Castañeda y Diego Hernández en FICUNAM 2024. Foto: Eduardo Aragón

Conforme iba viendo la película, que me pareció muy novedosa, me fui dando cuenta que lo que el director había hecho era crear su propio archivo de imágenes, que después podría ensamblar para obtener su película. Es decir, en este caso no hay que recurrir a un archivo de imágenes escondido en el baúl de los recuerdos de los padres, sino que, a falta de éste, se crea, con la ventaja de que se puede crear a medida y con técnica fotográfica y cinematográfica.

Este archivo a medida está conformado, a veces por situaciones ficticias dramatizadas (histrionismo), a veces por situaciones ficticias o reales espontaneas —por llamarlas de alguna manera en oposición al histrionismo—, simplemente grabadas como si fuera una cámara oculta, dejando que la espontaneidad de las circunstancias marque las pautas y resultado final de las imágenes que se obtendrán.

Muchas veces, los cineastas crean sus propias imágenes de archivo para complementar una película, pero por lo regular lo que hacen es recurrir a la entrevista, no dramatización ni ficción, para generar estas imágenes de archivo que complementan la historia que quieren contar, basada en otras imágenes de archivo.

Diego Hernández hace algo distinto y extraordinariamente creativo, que mitiga los problemas de lograr buenas actuaciones, que es una parte medular del arte cinematográfico: crea una situación, coloca una cámara fija, con un encuadre perfecto y deja que los participantes de la escena se desenvuelvan espontáneamente, a veces, pareciera que ni siquiera les dice que está grabando, esto hace que tengamos actuaciones naturales, es decir, la actuación es la vida misma y desde ese punto de vista la actuación será buena.

Por ejemplo, hay una escena de una fiesta donde 4 chicos están en una cocina platicando, como en cualquier otra fiesta, de cosas aleatorias y sin trascendencia para la narrativa de la película, la escena se desenvuelve con tanta naturalidad que pareciera que al menos 2 de los 4 chicos, no saben que se está filmando o se les ha olvidado dicha circunstancia.

Pero se nota la diferencia con una escena dramatizada, por varias razones, pero principalmente por el uso de la cámara, en la escena sólo hay una cámara fija, distante, que toma de frente a dos de los 4 participantes, los otros dos quedan de espaldas o de perfil, la cámara no juega con la escena y por eso, la escena pierde teatralidad y parece más bien una cámara oculta.

Durante FICUNAM 2024. Foto: Eduardo Aragón

También hay un par de escenas dentro del taxi, con una clienta usual de Annya, de igual forma hablan de cosas sin ningún valor narrativo, pero se hace con tal naturalidad que no queda claro si la clienta del taxi sabe que está enfrente de una escena cinematográfica y que está desarrollando un rol actoral, una dramatización o simplemente es otra cámara oculta.

Aquí el mayor problema, es decir, lo que evidencia la imagen como no dramática y por lo tanto no cinematográfica, es el diálogo, que es totalmente ajeno a la narrativa que parece pretende la película. Aunque al ser una película sobre la cotidianidad de dos personas, se podría decir que todo cabe, y probablemente es cierto, la cosa es que la cotidianidad para que tenga valor cinematográfico, como en la magistral Los pequeños amores de Celia Rico —de la que también ya hemos escrito aquí— deben tener unos diálogos sino poéticos, literarios y debe ser extraordinariamente artística desde la dramatización que se pueda hacer de lo cotidiano, lo que incluye buenas actuaciones y un manejo de la cámara a juego.

Claro que no toda la película es así, hay escenas dramatizadas con excelentes resultados, estas escenas, al mezclarse con escenas que no estoy seguro de que hayan sido dramatizados, sino que simplemente se filmaron comportamientos naturales de las personas, dan como resultado una mezcla que le da un carácter dramático y cinematográfico a la película en lo general.

Hay una escena claramente dramatizada —no sé si escrita con un dialogo, diría que no— que resulta muy paradójica, en la que el productor de la película les dice a Annya y a Memo que ha decidido contratarlos como actores para su película, la escena se lleva con total naturalidad, pero en este caso en particular, la naturalidad queda corta al momento cinematográfico que se quiere grabar, es decir, la dramatización de la escena requería gestos más marcados de regocijo o felicidad que en ese momento la naturalidad o la forma de ser de los actores no les daba, entonces tuvieron que forzar reacciones y gestos, para lograr la escena, cosa que se nota porque se rompe con la dinámica naturalista de las actuaciones.

El mirador tiene las grandes virtudes: de ser una película creativa, un ejemplo claro de como con poco dinero se puede hacer cine; las tomas y encuadres son los adecuados, dadas las circunstancias, es decir, tomando en cuenta que lo que se quiere no es una actuación sino tomar un momento espontáneo de la vida, generar un archivo de imagen del cual echar mano para montar una historia.

Fotograma de la película

Tiene detalles cómicos de gran valía, que no sé todavía si fueron improvisados o escritos previamente, como haya sido se agradecen; las actuaciones y no actuaciones, que son las que sostienen todo el proyecto, son bastante buenas, no sólo de los dos actores principales, sino por allí aparece un compañero de Memo en “Call Center” que hace un papel, corto, muy corto, terciario, pero maravilloso, muy contundente, y desde donde se obtienen las escenas más graciosas.

El gran problema de la película es que con este sistema de rodaje, prácticamente sin guion, sin el uso cinematográfico de la cámara, que se puede convertir por momentos en parte fundamental, para sacar todo el jugo a las actuaciones, la película por momentos llega a desaparecer como un todo integrado y coherente, la trama se pierde, parece un collage de situaciones personales que su única cosa común es que son partes de la vida de Annya y Memo, como sketches de un programa cómico de televisión con los mismos personajes.

Lo cual evidencia la importancia de un guion general o estructural, aunque modificable, cinematográfico —no televisivo—, sólido, que en lo posible se respete y sirva de base y eje a la historia de la película, que en este caso se encuentra ausente.

El gran valor de la película, a parte de la creatividad y técnica del director para grabar correctamente situaciones creadas, es el desenvolvimiento frente a la cámara de Annya Katerina, esta chica tiene una naturalidad actoral y un carisma especial frente a la cámara que la hace conectar inmediatamente con el público y con sus compañeros de filmación, lo que le permite transmitir de manera muy eficiente emociones y sentimientos con el espectador y aminora el estrés y la tensión que genera la grabación, no sólo a ella, sino a los otros “actores” con los que interactúa. Además, en las situaciones que exigían mayor dramatismo, fue la que salió mejor librada, es posible que ella y memo fueron los únicos que todo el tiempo supieron que se estaba haciendo una película.   

El mirador es una muy agradable sorpresa y un ejemplo de creatividad y talento. Hay que ver que puede hacer Diego Hernández con la décima parte del financiamiento que reciben las grandes producciones del cine mexicano, ojalá que algún día suceda, porque talento hay.