1
Como les ocurría hace unos años a las mujeres, que estaban sometidas a la autoridad de sus maridos, o, como denuncia el movimiento Me too, que las actrices están sometidas a los caprichos de los poderosos, hay otros muchos casos que suponen el mismo tipo de injusticia. Estas referidas no lo son por machismo, como por error se suele pensar, sino por el establecimiento de unas jerarquías sociales como consecuencia de la mayor importancia que tenían o se daban a las actividades que realizaban los hombres (que, en muchos casos, no lo olvidemos, acabaron con las sociedades matriarcales), de forma que todo aquel que queda sometido al poder de un cargo –ya sea hombre o mujer– es probable que acabe sufriendo su injusticia.
Hubo dos casos en los que sendos abogados explicaban a sus clientes los inconvenientes de presentar sus demandas, incluso citaban refranes: El pleitear es camino del mendigar, y lo hacían presumiendo de ser idealistas. Como anillo al dedo les vendría haber escuchado ese que dice: dime de lo que presumes y te diré de lo que careces, porque, en ambos casos, resultó que los honestos abogados conocían a la otra parte, por lo que solo eran unos hipócritas que querían que el cliente confiara y obedeciera, y no por su bien sino por el de otro. Resultando así que las instituciones están al servicio de unos cuantos: de los que las regentan y de sus amigos.
2
Mientras el problema sea individual y el poderoso atente contra los derechos e intereses de una persona, el problema no existe para la sociedad, y el individuo queda desamparado. Cuando el problema afecta a un grupo, entonces, la sociedad reacciona y muestra, hipócritamente, una indignación por el daño que causan los poderosos y clama justicia. Pero, hasta ese momento, la buena gente se desentendía del problema, es más, no entendía la queja de quien soportaba la injusticia, no creían que nadie tuviera derecho a cuestionar la autoridad del poderoso ‒que, como poderoso, debía ser justo, según la idea implantada en los borregos carentes de criterio y de entendimiento, mostrando una incapacidad para percatarse del abuso de poder que se estaba produciendo‒ e intentaban convencer a quien sufriera un perjuicio para que fuera razonable y entendiera cómo son las cosas. Es decir, pretendían que se sometiera a la autoridad del poderoso dando por sentado que era justo, o si no era justo, era la forma en la que se había establecido la conducta del hombre en la sociedad.
Hace algunos años, las mujeres que acudían a una comisaría a denunciar malos tratos de su marido eran devueltas a su casa a la tutela de su señor. Los casos de acoso escolar no se sabía cómo atenderlos. Los crímenes de guerra perpetrados por solados norteamericanos quedan impunes. En resumen, la denuncia realizada por un individuo por daños causados por una persona que ostenta un cargo institucionalizado malamente es comprendida por una sociedad en la que existen unas creencias sobre cuál es el funcionamiento de esa comunidad. Nos sorprenden e indignan las costumbres de culturas lejanas, pero, antes de ponernos a juzgar al vecino, haríamos bien en mirar nuestros propios defectos. Pero ocurre que una cultura no es capaz de verse a sí misma, puesto que, en toda sociedad, hay conductas que tienen una gran parte emocional y otra pragmática que al individuo no le resultan fáciles de reconocer ni cuando se le presentan argumentos racionales: La razón se desprecia ante la conveniencia y la costumbre.
Nadie que no haya pasado por un problema similar será capaz de identificar casos semejantes en nuestra cultura actual. Ninguna ciencia podrá tener la última palabra ‒ni la primera‒ respecto de unos hechos que ese hombre no puede ver y que, por más que se analicen, no se podrán conocer si no se comprenden, y la comprensión es una forma inmediata de conocimiento, lo que la diferencia de la razón, y convierte a esta en inútil a tales efectos. Además, los responsables de las ciencias son representantes, con su título y su cargo, de unas instituciones creadas para el servicio de la comunidad, creada, a su vez, para defensa de los intereses de los poderosos y no de la verdad o del individuo. La propia ciencia está desarrollada por gente que, como los demás, está cargada de prejuicios sociales.
3
Cuando fallan las instituciones resulta que, al contrario de lo que debería ocurrir, no se destruye la sociedad que en ellas se apoya y se funda, y más valdría, porque lo que ocurre es que la sociedad corrompida entra en putrefacción, en lo que Ortega y Gasset denominaba, con propiedad, el encanallamiento. Si tuviéramos la suerte de que la sociedad podrida se disolviera, tendríamos la posibilidad de reconstruirla sobre valores, dado que se reconocería que los intereses no la hacían duradera. En cambio, vemos que esta organización aguanta sin desquebrajarse gracias a toda esta canalla.
Se citan como profesiones en las que es más probable encontrar sociópatas las de gerente, abogado, personalidad de tv., vendedor, cirujano, periodista, policía, clérigo, cocinero y funcionario público, pero cada uno debe cuidarse de las situaciones en las que alguien posea una autoridad, especialmente, cuando esta no se encuentre sujeta a restricciones.
Otros profesionales que no se suelen citar como ejemplos de este tipo de poderosos son los políticos, jueces, fiscales, peritos y médicos, que proporcionan casos más sangrantes pues es prácticamente imposible condenarlos por mala praxis, razón por la cual es más que probable que aumenten sus abusos, dado que no hay ninguna barrera que les frene.
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La sociedad tiene un funcionamiento mafioso. Los poderosos malvados cuidan sus formas y se presentan como los adalides de la defensa de la sociedad, del orden social y de la paz social. No podría ser de otra forma puesto que ese es el sistema que han creado a medida de sus necesidades. Dan eso pero nada más. Y reciben el poder para hacerlo; poder que utilizan en su beneficio y, si fuera preciso, para acabar con cualquier oposición.
En absoluto recurren a la violencia, tienen la fuerza necesaria, a través de las instituciones cómplices, para anular las acciones que les perjudican, dejando sin salida a quienes las emprenden. Pero hasta en esos casos de evidente delito, están convencidos de obrar en nombre de la justicia y, como veíamos en un artículo anterior sobre una película, preguntan ¿Por qué nos haces esto? Sin entender que son ellos quienes están causando el mal [1]. El poder les ciega el entendimiento y se produce lo que hemos denominado la maldad del hombre bueno, respaldados por una comunidad igual de invidente, puesto que los poderosos malvados, buenos a ojos de la sociedad, acaban –a través de las instituciones con las que se relacionan– con los derechos de los individuos que les cuestionan, al impedirles ejercer cualquier acción en su contra.
Las instituciones se acaban por convertir en oligopolios mafiosos, cada una con un poder absoluto en su campo. De sobra son conocidas, por ejemplo, las corruptelas políticas y los numerosos acuerdos realizados entre compañías de todo tipo para subir los precios de sus productos, que, siendo compañías independientes, actúan al unísono. Y estas y otras instituciones son las encargadas de cerrar el paso a las acciones que se pudieran emprender contra cualquiera de las personas que forman parte de esos círculos. El poderoso goza de impunidad.
5
Y entrando en el mundo de la fantasía, de la que la ley nos permite hacer uso, podríamos pensar qué ocurriría si, como vemos en las películas, los jueces prevaricaran y condenaran a los acusados sin pruebas o interpretando los hechos astutamente. O si los abogados pasaran información a la parte contraria o, simplemente, revelaran las conversaciones que han mantenido con sus clientes a sus conocidos o colegas. Un caso similar sería que los médicos intercambiaran información sobre sus pacientes, pensando que el secreto profesional no sería necesario respetarlo entre colegas o porque se burlarían de las leyes puesto que sabrían que, en ese acto realizado en secreto, no podría intervenir la justicia aunque quisiera –que no querría–. [2]
Argumento incomparable para una película de intriga sería que los abogados se pusieran de acuerdo con los jueces para condenar a un inocente, sin presentar los argumentos adecuados para una correcta defensa, dictando sentencia sobre hechos para los que no se ha solicitado pronunciamiento y sin proporcionar a su cliente información correcta para el recurso. La guinda de todo ello sería la existencia de una lista negra de clientes a los que no se debería atender bajo ningún concepto.
En definitiva, el guion estaría pintando una sociedad podrida que sería como una casa de citas, muy bien amueblada, pero de citas. Esa película sería un éxito de taquilla garantizado y los espectadores estarían muy satisfechos de poder volver al perfecto mundo en el que habitan, en el que esas cosas ni ocurren ni han ocurrido ni podrían ocurrir jamás.
Notas:
1ª.- La cita pertenece a la película Red: Debieron decir la verdad, (Red, de Trygve Allister Diesen y Lucky Mckee, de 2008), y fue referida, anteriormente, en nuestro artículo La conducta social IV.
2ª.- Los hechos y personajes de este apartado son ficticios, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, o con hechos reales, es pura coincidencia.