Recuerdo un entrechocar de pocillos de café, a una señora mayor (no vieja, por otra parte, qué fea palabra para denotar a una persona que simplemente ha vivido más que nosotros eso es todo: de seguro pura juventud para otros menesteres). Las tazas llegaban acompañadas de servilletas de papel y mi magistral maestro de escritura, Gabriel Báñez (La Plata, 1951-2009) interrumpía fugazmente la clase para que pudiéramos compartir ese instante de pausa que él mismo había concebido en medio del trabajo. Un hiato que separaba la clases de taller de un diálogo en torno del arte y la literatura, el amor, los logros, las conquistas en el mercado del libro o periodístico, novedades familiares, en fin, un discurrir de temas que por asociación libre nos reunían de un modo mucho más intenso en torno de esa mesa. Gabriel sabía a la perfección la importancia de un corte en medio del trabajo, al estilo de los recreos en los colegios o las pausas en el trabajo para ir a almorzar o, en el colmo, la política empresarial más reciente que permite a sus empleados realizar actividad física.
Por dentro de esas dos horas acontecía la maravilla: escuchar a un compañero leer un cuento magistral (el taller era de narrativa breve o larga: novela o nouvelle y asistían personas preparadas, no recuerdo a improvisados o recién iniciados), escuchar la supervisión de Gabriel de ese texto en ciernes o avanzado, las sugerencias que le formulaba tanto por dónde proseguir, en qué momento llegar al remate, dónde darle una pausa, las objeciones que con los mejores modales señalaba, por dónde incorporar silencios, dónde callar, dónde desplegar la prosa, dónde permitir hablar a sus criaturas y de qué modo, cómo hacerlo de modo verosímil. Cuando debía hablar un personaje en un diálogo y no un perturbador narrador en tercera del singular o plural. Cuándo elegir un título transitorio, para la mera función de guardar el documento en la computadora, cuándo decidirnos por uno definitivo que fuera ese y no pudiera ser otro. El Báñez que yo conocí asestaba golpes secos sobre la materia narrada.
Yo le debo muchas cosas a Gabriel Báñez. Lo hemos hablado con Azucena Salpeter, que también tuvo la fortuna de asistir a sus clases y de ser editada por la editorial Municipal que él dirigió, La Comuna Ediciones. Pero en lo que hace a la producción de mis textos, uno percibía de inmediato que se encontraba frente a un escritor seguro (pero no soberbio), maduro. Que había resuelto a lo largo de su vida todo lo que nos ofrecía de dificultoso el arte de narrar. De alguien que había realizado tentativas hasta quedar satisfecho con una en particular. Que no se había dejado arredrar por dificultades en caso de que se le hubieran presentado. De que luego era perfectamente capaz de, mediante un ejercicio de transmisión, ahorrarles a sus alumnos ese momento inquietante, de parálisis o incomodidad, desapacible, de desasosiego producto de haber caído en una encerrona con un texto. Acortar camino, vamos.
Las tacitas crujían, las servilletas se deslizaban y ya lo estoy escuchando a Gabriel, en el colmo de la gentileza, cómplicemente, pronunciarse anunciando la pausa o bien esperar a que acabásemos nuestro café (algunos de un sorbo, otros paladéandolo) para proseguir con la tarea de revisión de los cuentos o novelas.
No se me ocurre decir de Gabriel Báñez nada más salvo que fue un escritor de un talento francamente sobresaliente, un maestro de escritura paciente, cordial, severo pero quitándole a esa palabra toda remezón de solemne o agresivo. Era certero en sus consejos, un padre textual (diría Nicolás Rosa) estimulante y entusiasta para que no abandonáramos los proyectos en los que nos habíamos embarcado, un editor generoso, un periodista me atrevería a decir que de raza.
Para evitar definirlo acudiendo a palabras importantes, como diría la autora argentina Tununa Mercado, en cambio sí me referiría en mi caso a que fue el maestro de escritura que colaboró para que quitara todo lo innecesario de un cuento. Que lo pelara. Todo aquello que sobraba. Ponía el énfasis en la corrección de un texto alertándonos acerca de que no nos apresuráramos, que no nos dejáramos guiar por apremios. Ese consejo todavía sigue vigente, resonando por dentro de mí. Y toda vez que me pongo a escribir un cuento o incluso un poema, sé que después del primer borrador deberé quitar, quitar, quitar todo aquello que dice pero no resulta significativo. Todo aquello que puede poblgar un texto pero también enlentecerlo, impedir su fluidez, adornarlo por exceso signficante, evitar las cacofonías, evitar los períodos demasiado largos, evitar las palabras altisonantes. Más bien jugar (como prefería yo) con frases cortas como latigazos.
Siempre premió el esfuerzo en un autor o autora joven. No exactamente con premios materiales sino en cambio con una serie de elogios capitales a la hora de indicar la señalada laboriosidad de un creador a fin de año, cuando el curso terminaba. Lo he referido. Todavía recuerdo, cierta tarde hacia fin de año del ciclo lectivo en que él estaba hablando de lo mucho que se había trabajado en el taller. Me miró derechamente, y pronunció las siguientes palabras: “¡Cuánto se ha trabajo este año! ¡Cuánta entrega, cuánto compromiso!”. Y a continuación literalmente me clavó la mirada. Me sentí un poco incómodo pero también la emoción tuvo una doble valencia. Me regocijó el hecho de que alguien de su talla reconociera mi esfuerzo, mi tenacidad, mi persistencia. Porque la ficción no es inspiración. Es trabajo duro. Creo que una profesión durante la cual lleva años de años conquistar un estilo (¿y qué es un estilo al fin de cuentas?), un universo poético propio, singular, hacernos un espacio en el medio en el que nos toca o nos tocará movermos, encontrarnos con este premio de Gabriel que, ya ven, no era precisamente tangible en el mundo pero sí lo era en mi vida de modo incuestionable, uno pasaba a disfrutar del reconocimiento del maestro que lo distinguía no como alguien de talento (no era ese punto), sino alguien sumamente laborioso (y esto sí me gusta de veras en un escritor o en un investigador).
Cuando llegué al taller de escritura creativa de Gabriel me di cuenta de que había arribado al lugar indicado, coordinado por la persona más idónea para hacerlo.
Todavía siento la protección de Gabriel durante dos o otres escenas en que un escritor desvalido frente a los consumados requiere de amparo. Y también lo recuerdo plenamente estimulándome a que siguiera en curso con esto, que era lo mío. Él no lo dijo jamás, nunca pronunció estas palabras que sí citaré a continuación como si las hubiera dicho, pero se caía de maduro que Gabriel me estaba diciendo todo el tiempo lo siguiente: “escribir es lo tuyo, no lo abandones, no te abandones, Flaco, ¿todavía no te diste cuenta de que naciste para escribir?”. Eran las palabras de un mandarín, la casta ilustrada en la antigua China, que yo necesitaba escuchar. Una palabra tónica, que avalara mis anhelos. Él, cómo diríamos, confirmó mi vocación (vagamente inferida por mi facilidad para escribir, lo que no es sinónimo de hacerlo cumplidamente bien), en un sentido de tal intensidad que si alguna duda quedaba, él la disipó, en un momento culminante de mi vida. Procedió a despejar esa inseguridad a la hora de elegir. Y me alegro de haber abrazado la escritura como profesión, como trabajo, com realización, como medio de comunicación con mis semejantes. Porque también me permite ahora que Gabriel no está entre nosotros regalarle un homenaje pampa como él merece.
Y luego como editor de la Sección de Cultura del diario El Día, de La Comuna Ediciones, estos gestos preliminares se multiplicaron en hechos concretos. Porque Gabriel Báñez desconocía la envidia. Estaba demasiado seguro de su talento, de su trayectoria, de sus amores, seguro en su proyecto, como para padecer ese mal de los tontos y los mediocres.
Y entre esa vocación que por su voz firme, aplomada, segura, de timbre grave, me hizo sentir que había llegado a ese territorio tan anhelado, como cualquier jovencito que está dudando acerca de cuál será su destino, dónde estribará, y hacerle sentir que podrá, que él será capaz, que tendrá las fuerzas para pasar por encima de obstáculos e imponderables, de afrontar los retos de una profesión tan incierta. Esa seguridad, esa firmeza necesarias para ejercer este oficio siempre a la intemperie, siempre provisorio, siempre por fuera de la ley social, sabiendo que debía buscar refugio “en el lenguaje, no enamorarme de las palabras, sino enamorarme del lenguaje”. Una de las mejores, primeras, primarias lecciones, del gran Maestro Báñez.
Gabriel siempre me dio la impresión de haber elegido (sí, fue una decisión) permanecer en un lugar modesto en lo relativo a visibilidad pública y a la visibilidad cultural. No aspirar a la gloria mediante ampulosos gestos publicitarios. No precisamente por carecer de las dotes del gran escritor y periodista que fue, del gran creador que se abocó a la invención deslumbrante, con énfasis en el trabajo duro. Podría referir montones de anécdotas con Gabriel que era de esos maestros de escritura que no se guardaba nada frente a su alumnado. Y en esta genial lección impartida para un escritor joven que deja Gabriel (“estén profundamente presentes en sus textos, la publicidad y la vanidad son puro narcisismo”, frase que a él jamás le escuché pero sí es la que eminentemente se infiere de toda su trayectoria), se ponen en juego los principios. ¿Qué importa más, la vanidad efímera, la visibilidad pública o el trabajo de mucha intensidad de quien apuesta al perfeccionamiento en el campo de trabajo de la escritura? ¿Qué pesa más, el figurar multiplicado en pantalla o en micrófonos de radio o que a un libro nuestro le siga otro, y otro y otro? ¿Y qué importa más, un narrador ingenuo, que de tan ciego comete los mismos errores sin advertirlos, de otro que elige la superación asistiendo a instancias formativas? Creo que queda bastante claro de qué lado de esa disyuntiva me impartió la lección de estar, de permanecer, de perpetuarse de modo perenne. Ahora Gabriel ya no está, no está para guiarnos. Nos hemos quedado más solos. Seguimos buscando referentes. En la ciudad y en los libros. Y sin embargo sus libros son de fuego, calcinan de talento de tan solo abrirlos. O no, acaso hojearlos. En este recodo del camino me detengo. Y prosigo escuchando su voz, que no me abandona sino, entusiasta, no admite que ningún obstáculo detenga a mi literatura que irrumpe. Como el agua que fluye.