Perros negros
El sol caía a pico
pero delgado como velo
sobre los tejados
de roble fresnal
en las cabañas de Oslo
¡Y lo fiordos, tan bonitos!
Pescamos siete truchas menores
en el lago Femund.
Había que llegar a Trodheim
y de allí a paso de hombre a Bergem
porque el trineo se había roto.
Mejor dicho:
nos andaba faltando un perro
que un lince malparido
había destrozado
de cuatro zarpazos.
Habían quedado lonjas
en lugar de un perro.
Si hubieran visto la piel.
Era hilachas.
Había ocurrido
mientras dormíamos junto al fuego.
Astuto, el lince
había salido de la tundra
sigiloso, dientes aguzados como flejes.
Al día siguiente,
encontramos el cadáver destrozado,
rodeado de la nieve pintada de rojo.
A la última lata de arenque ahumado
la había abierto un lunes
lleno de truenos y borrasca.
El cielo estaba encapotado
como el mismísimo hollín
de la fragua de Stavangem.
En ella, el abuelo Almund elaboraba
hipnotizado por la lumbre
el filo de las hachas plegables
para la tropa del Rey Elrud.
En medio del camino
me enamoré de una muchacha
con manos de papel
piernas de nácar
que las pieles de marta
apenas disimulaban.
Vaya.
De pronto recordé algunas tardes,
comiendo el exquisito brunost,
con la corteza de pan
que amasaba la abuela Agathe.
Mi abuelo al llegar
solía colgar su sobretodo color terracota
en el tercer brazo del perchero de pie.
¿Por qué siempre en ese y no en otro?
Jamás lo supimos.
Jamás lo sabremos.
Se llevó tantos secretos
como los que guardan
los volcanes de Islandia
cuando hacen erupción
Pero no estamos en Islandia.
Mi tierra es Noruega.
La tierra de los hombres que más leen.
De eso me he enterado
este año, hace dos semanas apenas,
de boca de una mujer fiar, Yulene.
Mis compañeros se despiden.
Marchan rumbo al sur.
Ahora me he quedado más solo
en esta mañana de Oslo.
Tengo frío.
Es hora de comenzar
el camino incierto.
Ese en el que creemos avanzar
cuando en verdad
nos consumimos
como las cenizas de las hojas del serbal
A lo lejos diviso un trineo.
Se acerca velozmente
como si yo fuera su presa.
Está tirado por ocho perros negros.
Lo guía un hombre
que escupe hacia un costado
antes de hablarme.
Sin embargo,
en el resto de sus gestos
guarda modales exquisitos.
Me dice que hay poca pesca
por esta zona.
“Es mal lugar, es mala estación”,
“Usted se equivocó”, agrega.
Tiene acento danés.
Sabe mentir.
El retrato ejemplar de la hipocresía.
Pretende iniciar una conversación.
Callo.
Me mira, si bien no es
de esas personas que se suelen incomomdar.
También es soberbio.
Comprende mi mensaje y se marcha,
Monto en mi trineo.
Es hora de regresar a casa.
Al calor de la leña,
a las manos tibias de Yulene,
una mujer leal, discreta y honesta.
Una medalla para Anniken
Me atrevo a llamarla por su nombre,
porque cierta noche
en que los perros del trineo
se midieron con los lobos,
fueron destrozados.
La sangre cundió en derredor
manchando la nieve,
lenta como la savia de un avellano,
como la gota de la helada
que el sol hace derramarse
en el verano de Oslo
sobre una rama de olmo.
Anniken, al verme hambriento,
me dio primero arenque ahumado.
Después enterré desolado
los cadáveres,
de mis siete perros blancos,
en una fosa común.
Triste ¿no les parece?
Les puse una cruz de fresno.
Estaba consternado.
Aún recuerdo el gris
de su manto encapotado
mientras me conducían
de Drammen a Reine.
Su pelaje era suave
como la corola de un brezo púrpura.
En cada aldea en la que nos deteníamos
les convidaba agua de deshielo
y trucha recién sacada del río.
Fría el agua. Pero la bebían
con el deleite
de los grandes festines.
Froto mis manos
junto al hogar de Anniken.
Tiene colgado en la pared
el retrato oval de sus padres.
Un pintor de la aldea lo plasmó
en ocres, escarlatas
y pintas verde oscuro
para un aniversario de bodas.
Él era hachero y ella costurera
(me cuenta).
Anniken limpia las casas de los ricos
pero es dulce
como los rostros de los niños.
Me ha regalado más tarde,
mientras conversábamos,
al verme desconsolado,
una copa de aguardiente.
Le había agregado
cierto caldo de repollo
y pimienta negra.
Una receta
que su abuela
le había enseñado a su madre
y luego su madre a ella.
Ya ven: una premonición.
Todo aconteció apenas en un susurro.
Yo no soy hombre de hacer preguntas.
Tampoco de confidencias.
Me pareció convivir
con una muda.
Entonces me recosté
sobre las pieles de marta.
Me despertaron
los primeros rayos
de un sol de otoño
(mi habitación no tenía cortinas).
Ya estaba dispuesto
a emprender la marcha.
Mi mujer me esperaba,
rodeada de mis tres hijos varones,
sentados junto al rescoldo.
Anniken con gentileza,
despierta desde el alba,
me había preparado un desayuno.
Me despido de Anniken
con un beso en la mejilla.
Ella se aparta pudorosa y con modales.
Le dejo de regalo
la medalla de plata más antigua,
que llevo colgada del cuello.
Es un regalo de mi abuelo Ordik
el día que nos reunió a todos sus nietos
en torno de la cama
que él mismo construyó.
A cada nieto le toca una medalla.
Cuando me da la mía me explica.
Es una medalla que le dieron como trofeo
en una guerra en la que había combatido.
Tiene inscripta la efigie
de un enfrentamiento
Y una frase:
“Se batirán a duelo
una mujer ya mayor, ambiciosa,
que se cree infalible
y un hombre, más joven, poderoso,
a quien ella desprecia”.
“¿Cómo es eso?, pregunto azorado.
“Sí, es un vaticinio,
de la diosa Frigg, esposa de Odín”,
confirma mi abuelo
“¿Una contienda?”, pregunto
como si me hubiera dicho
algo desopilante.
Mi abuelo asiente.
Los de su bando
eran muy religiosos.
Nos habla durante tres horas.
de lo inconfesable.
No quiere morir con secretos.
Anniken está en silencio.
No le revelo los detalles
sobre la medalla.
La guardará celosamente
(bastó solo el tono de su agradecimiento
para saberlo).
Es ahora para ella
el recuerdo fugaz de un extranjero
con quien ha sido hospitalaria.
Acaba de olvidarme
mientras marcho hacia los brazos
de mi mujer,
a velar por mis tres hijos.
El invierno mágico de Agnes
Él aparta las cortinas
de la ventana de la sala,
imperceptibles como dos tules
de una odalisca
(así le han explicado, hace tanto
de eso ya).
Las descorre
como si separara dos globos terráqueos,
esos que girar
en el escritorio de roble
del abuelo Andor.
Los pabilos ondulan
iluminando las pieles de cordero.
Luego mira absorto los abetos rojos
cubiertos por la primera nieve
en el invierno de Trondheim.
Agnes se acurruca junto al fuego,
apretando sus rodillas contra el pecho.
Él tiene miedo.
Ella tiene menos.
La inconciencia de la juventud
con su ímpetu
salvaje como ciertos felinos
puede más que cualquier prevención.
Por momentos parece una niña, piensa,
igual a la que quizás
lleva en su vientre.
Él por las noches, mientras la acaricia,
traza planes para dejar
esa pipa de marlo
que le trajo su compadre,
de un viaje en galeón,
por cierto paraíso tropical de Praia do Rosa.
Debería salir a hachar los fresnos
que rodean la cabaña como estacas.
Pero ¿por qué no lo hace?
¿qué se lo impide? ¿y esa molicie?
Escucha. Aguza el oído.
Los perros ladran.
Seguro será un forastero
que marcha rumbo a la taberna.
Ya han hablado con el médico
que la ha auscultado.
El parto tendrá lugar en la cabaña,
sobre las mantas tejidas
por la misma madre de Agnes.
En menos de dos meses
su mujer sufrirá los primeros dolores.
Él será padre.
¿Cómo es eso?
La casa se llenará de susurros
leche tibia, llantos y miel lenta
traída de muy lejos.
De pronto,
un estupor le recorre la médula
como frío de nevisca.
Es que siente estremecido
la magia y la ternura de la especie
que de dos seres
conquista la síntesis de solo uno.
Sospecha que el bebé llevará
el mentón perfecto de su madre.
La llamarán Aina si es mujer
o Bertil si es varón.
Eso lo decidirán los dioses
(hicieron un juramento, visitaron
el templo del pueblo para sus plegarias).
Se marchará el silencio de esa casa
al igual que se marcha este otoño
irremediable
con el enigma de su primer adiós.
La mano toma la mano.
El primer indicio
de la bienvenida
que garantiza el cobijo
a una criatura inaugural.
Tundra
No hay foresta aquí.
Hay tundra.
Eso significa
que no conozco el pasado
de estos confines.
Cuando era chico
tuvimos que partir rumbo a Taormina.
Me son extraños el lince,
el corzo, la ardilla roja,
el alce con su cornamenta
como dos cucharas de plata
que parecen unirse
listas para sorber
un copioso caldo de arenque.
Tampoco comprendo
a la liebre que siempre está huyendo.
Solo conoce la pasión del miedo
(las fieras se han cebado,
el hombre las anhela como vianda).
El reno, fiel, cuida de sus crías.
Mientras tanto,
hurga entre las rocas,
tras un manojo de pasturas
que brotan por entre las grietas
de los riscos.
No abunda el alimento aquí.
Para nadie.
¡Pero mira!
¡De pronto una luna roja ha iluminado el puerto!
Puede verse el malecón,
mientras los fiordos moteados de nieve,
reciben a cuatro barcazas de cedro,
con las proas pintadas de rojo
(o eso creo)
que llegan del Mar de Barentz,
Me detengo.
No soy un hombre caviloso,
pero esta vez una melancolía irremediable
me embarga
producto del frío inclemente.
Me hace pensar
en mis ancestros.
He ido a sus tumbas
a dejarles miel y helechos.
Pero admito que eso no basta
para honrar a una estirpe
que morirá conmigo.
Es algo terrible.
El viento deja cicatrices en mi rostro.
Duele tanto regresar a Noruega
después de treinta años de exilio.
Fuimos expulsados por el Rey Harald.
Dejo ahora de escribir.
Debo comenzar a marchar rumbo a Arendal.
Britta me espera junto al caldero
con sopa de salmón y azafrán.
A su lado:
una copa de aguardiente entre los labios.
Listos para recibir los míos.
Golpe de timón
La quilla Viking
arremete contra un océano de fuego.
(recordemos que es pleno ocaso).
Las olas parecieran crepitar
como leños encendidos: sí, la brasas
¿acaso las vieron?
Son pura lava viva en movimiento.
El filo de la nave
con su quilla
corta en dos el mundo.
En Noruega,
habían acampado en Nidaros.
Ahora el oleaje
hace temblar las tablas de la barca.
La sombra del guerrero
que comanda la expedición
se dibuja mientras rema,
al igual que las del resto.
Él no es
ni uno más, ni uno menos.
Sus brazos tienen los músculos
que regalan el trabajo y la guerra.
Sus muslos son firmes
como los de un levantador
de piezas de metal
que se entrena
para luchar contra los depredadores
de su reino.
Lo espera como destino
el pueblo de Escania, Dinamarca.
De pronto un rechinar de dientes
cambia el nombre de su destino.
Ha evocado el nombre abyecto
de dos miserables
que allí residen.
Tuerce, brusco, el rumbo,
de regreso a Noruega.
Las voces sabias
de los ancianos de Oslo
lo han inspirado
para tomar esa decisión.
Sabe que es la acertada.
Los ancianos profesan
la fe de la sinceridad.
Su sangre noble
no conocerá de honores,
pero siempre sabrá guardar secretos.
Desconoce la indiscreción.
Jamás se ha burlado
de otro hombre, menos aún
si está en problemas.
O chismorreado como una comadre
tejiendo en grupo frente al fuego.
Gozará del premio de la lealtad.
Se mantendrá alejado
de la envilecida traición,
que ha visto en ciertas mujeres
que les han sido infieles a sus hombres
cuando se marchaban a la guerra.
gesto del que abomina.
Gira en redondo
con un golpe seco de remo
impartiendo la orden.
Navegan rumbo a Geiranger.
Días más tarde,
ya en tierra noruega,
escribe siete runas
(Noruega, no lo olviden,
es tierra de hombres cultos),
bajo la luz de siete antorchas
alimentadas por aceite de foca.
Es su misterioso testamento
que nadie conocerá
hasta la hora fatal.
Sabe que le aguarda
un destino modesto.
No conocerá
de hazañas ni de glorias,
como otros guerreros poderosos,
celebrados por los bardos
o la chusma.
Sus obras no serán cantadas
de generación en generación.
Pero podrá ver crecer a sus hijos
con amor recíproco
con la honestidad del agua
que es noble y llega de los glaciares,
esos monumentos poderosos.
A esos hombres y mujeres no los envidia.
Solo anhela estar
en su cabaña en Noruega,
los suyos, una hija que ha quedado
huérfana de madre,
la efigie de sus abuelos
tallada en madera olmo.
Le preocupa más
ser un guerrero honrado
que un triunfador sin escrúpulos.
O un murmurador.
Diez años después,
muere producto de la peste.
Es incinerado en su nave
rodeado de sus objetos más preciados.
Cosa curiosa.
Ninguno es majestuoso.
La nave,
envuelta en llamaradas,
al tiempo que boga
iluminando la noche del mar
confirma las palabras de los jerarcas.
Esta será
su virtuosa morada definitiva.
Su último viaje rumbo al Septentrión.