Verano 2019 - Mar del Plata - Atardecer y amanecer con drones (Christian Heit)

Mar del Plata es el balneario más célebre de la costa atlántica argentina. Y es al primero al que fui durante mi infancia. Y al que más fui a lo largo de toda mi vida. Incluso de adulto. Naturalmente que las perspectivas fueron cambiando radicalmente desde los paseos turísticos siendo niño a los de adulto con una pareja estable u ocasional. Lo cierto es que los recuerdos son memorables.

     Uno de ellos es el de estar con cuatro hijos de amigos de mis padres, residentes en ese lugar, sobre una balsa de madera de dimensiones pequeñas pero en la que entrábamos cómodamente con mi hermano los seis. Arrojándonos pequeñas e inofensivas aguavivas, esos habitantes del mar, algunas de las cuales producen una picadura que deja ardiendo la piel de un modo sumamente doloroso, como si uno se hubiera quemado. Este arrojarse esa aguavivas transparentes como gelatina era gratísimo porque eran completamente inofensivas, no eran tóxicas y de una sustancia maleable que daba la impresión de poder ser moldeable.

Mar del Plata. Fuente: Ser argentino

     Hay muchos otros recuerdos de Mar del Plata. Sus clásicos alfajores Havanna, de chocolate o dulce de leche en un comienzo, dos variantes que eran una confitura que deleitaba. Luego más tardíamente se sumarían otros sabores igualmente sabrosos, como los de nuez o los de fruta. Puede que existan otros. Y unos así llamados copitos de dulce de leche cubiertos con chocolate y base de masa de harina de trigo. El dulce leche, para quien no lo sepa, es una comida típica de Argentina derivada de los lácteos vacunos, color marrón, de consistencia semiblanda y sabor fuertemente azucarado. Con él, los alfajores, tanto los de chocolate como los de dulce de leche, como es obvio, eran rellenos y luego cubiertos, según cada variantes con cobertura de azúcar impalpable o del citado chocolate.

     El hotel en el que parábamos se llamaba Antártida, porque la obra social de mi padre tenía convenio con él. De modo que cada verano nos hospedábamos ahí. Era un hotel para la clase media, con un comedor amplio, un desayuno con jugo de naranjas, té o café con leche, para los más pequeños leche chocolatada, copos de maíz con leche y azúcar, yogur, tostadas, mermeladas, manteca, leche y a veces pasta frola, esa comida hecha a base de  masa de harina de trigo y cubierta con dulce de membrillo. Había que levantarse a una hora razonable porque el horario del desayuno tenía un tope que terminaba a las 11hs. o antes. Es cierto. Uno podía privarse del desayuno y seguir durmiendo. Pero dado que formaba parte de la media pensión del hotel, de otro modo uno perdía una comida preciosa. Eso hacía que, por otro lado, mis padre querían que con mi hermano fuéramos a la playa por la mañana, a la hora en que el sol era menos fuerte. De todas formas siempre volvíamos enrojecidos por la exposición a la luz solar. Y luego había que aplicar duchas de agua fría y cremas o gel post solares.

     Había paseos obligados como por ejeplo un restaurante en donde preparaba las célebres milanesas, la carne marinada con pan rallado fritas que eran de dimensions colosales, no entraban en el plato y jamás uno las terminaba. Quedaba ahíto. Pero a papá le gustaba ir a ese lugar cada tanto a almorzar. Era uno  de sus lugares favoritos y era famoso precisamente por esas milanesas fritas.

     Ya de más grande llegué a ir solo a casa de estos amigos de mis padres alguna vez. Pero mis paseos eran complemente distintos de los que realizaba con mis padres. Estaba Villa Victoria, chalet de la mecenas y escritora argentina Victoria Ocampo, luego  devenido  Centro Cultural que había sido la casa solariega para los veraneos, en la que se habían hospedado o habían visitado las grandes personalidades de las  letras y las artes argentinas. Borges entre ellas. Fui muchas veces a Villa Victoria. Era un lugar en donde uno podría imaginar más que ver. Al menos eso me sucedía a mí. La presenia de ciertos fantasmas que la poblaban como sombras espectrales, personas que habían habitado esa casa que ahora era como una suerte de gran monasterio del saber en el que se preservaban objetos de museo venerados para la cultura literaria argentina como un patrimonio visitados por cientos de personas a lo largo de los años.

Foto de Centro Cultural Villa Victoria Ocampo, Mar del Plata: Casa de  Victoria Ocampo - Tripadvisor
Centro Cultural Villa Victoria. Mar del Plata. Fuente: TripAdvisor

     Siempre Victoria Ocampo me produjo antipatía. Como a Bioy, su cuñado. Me parecía una mujer temperamental, mandona, con voluntad de protagonismo y aires de superioridad. Después (creo), llegué a comprender el alcance de su obra en Argentina y el resto de América Latina, sobre todo. Su legado. El feminismo que había agitado con su carácter emprendedor y valiente. Le reconocí más mérito como gestora cultural que como escritora, que jamás me resultó interesante.  No obstante, leí una antología de sus escritos realizada por Sylvia Molloy que contenía párrafos inteligentes o virtuosos. No era una mera dama de letras, sino que también circulaba por ámbitos sociales más amplios.

Me atraída y me resultaba mucho más interesante (además de más cautivante en su escritura), acercarme a Villa Silvina, la casa de su hermana menor Silvina Ocampo, cuya obra y traducciones me acompañaron toda mi vida, también sus póstumos. Casada con Adolfo Bioy Casares.

     De modo que la experiencia de la visita de ambos chalets (si bien a Villa Silvina no se podía tener acceso) era un paseo de rigor que me embriagaba y me empapaba de eso que vagamente llamamos espíritu literario.

    Ya preadolescentes, en el hotel en el que nos hospedábamos, había un bar, el Café Orión, con pretencioso nombre de constelación estelar. Allí, ademas de servir todo lo que se supone se ofrece en un bar, se tocaba esa fascinante música para mí que era el jazz. Parcialmente en vivo lo descubrí en ese lugar. Había un grupo que  animaba las noches con recitales y mi hermano y yo, solíamos ir hasta una hora que mis padres consideraban prudente antes de acostarnos. Recuerdo esas noches de mucho placer porque tomaba un café cortado, mi hermano por lo general un submarino (que solía volcar) y escuchábamos sin cesar esa melodía que a mí distendía. La velada se prolongaba hasta la madrugaba pero solíamos volvernos antes de que concluyera el recital, a eso de medianoche.

     El comedor del hotel no contenía demasiados lujos. Grandes ventanales a la calle, luminoso, abarcando toda una esquina. Comidas standard, no de pobre o de malas calidad sino lo que podría consumir una familia de clase media cuando salía a un restaurante también para la clase media de mi ciudad, La Plata, una ciudad chica. De modo que lo que se podía esperar del menú eran carnes (pollo, carne vacuna, pescados), mariscos siempre, pastas, ensaladas tradicionales sin demasiados ingrediantes selectos, agua mineral con o sin gas, gaseosas y vinos cuya oferta mis padres declinaban porque no lo consumen ni lo consumieron jamás. Ni siquiera en casa ni en ocasiones especiales. El vino en casa fue una bebida que no reinó jamás y yo heredé esa misma propensión. Sí me gusta el cognac. Las veladas del almuerzo estaban amenizadas por un pianista que aparentemente había tenido una época de gloria antaño y ahora se ganaba unos pesos en este ejercicio desangelado de acompañar los pedidos a los mozos, las mesas que se servían y la cocina que trabajaba. Mientras los mozos deambulaban él acompañaban nuestras degluciones con distintas composiciones. Tocaba un piano eléctrico y su repertorio instrumental naturalmente no era sofisticado sino que se inclinaba por el género melódico. Ninguna canción que perteneciera a un repertorio de clásicos o música de algún género más virtuoso. Menos aún culta o clásica. Era un hombre ya mayor, que inspiraba no exactamente penosa emoción por su sensación de decadencia. De atracción decorativa. No exactamente piedad. Sino la emoción de alguien que produce alguien a quien uno asiste a su ocaso.

Recuerdo lo molesto que me resultaba a mí levantarme temprano justo en vacaciones. Me ponía de pésimo humor. Pensado de adulto, uno comprende que al personal de la cocina y a los mozos de otra manera les resultaba engorroso el inmediato paso hacia el almuerzo. Con las dificultades que supondría superponerlo demasiado con ese primera comida temprana.o matinal. Pero mi razonamiento era que justo en vacaciones, en que uno desea dormir en paz, hasta tarde, luego de haber madrugado todo el año para ir al colegio, levantarse temprano justo en vacaciones era una obligación odiosa. Y yo bajaba dormido a desayunar y toda la primera etapa de la mañana en la playa tenía una terrible modorra hasta que se me pasaba con agua de mar. Yo soy más de los trasnochadores que se quedan leyendo que de las alondras mañaneras que disfrutan de amaneceres.  

     Solíamos ir a los juegos electrónicos, a distintas máquinas tragamonedas. A mí  me gustaba especialmente (lo recuerdo) una denominada “Pac-man”,  o “Pac Man”, un juego en el que un protagonista debía devorar a otros seres igualmente inexplicables pero jamás dejarse devorar por ellos que, si mal no recuerdo eran muchos más y si él iba por ese laberinto al comer a algunos no se debía dejar comer por la espalda por parte de los otros. Todo transcurría como el laberinto de Teseo. Siempre me gustaron los laberintos. El resto de los juegos, como los llamados flippers no ofrecían el menor atractivo para mí. Consistían en una suerte de gran cubículo achatado de tapa transparente, en el que con dos botones en el extremo había que evitar que una pelotita de metal se extraviara y cayera al fondo del hoyo donde uno perdía la partida, pese a que tenía la chance de más pelotitas de metal. El triunfo consistía en mantener la  pelotita  el máximo tiempo posible en las distintas partes de ese cubículo moviéndolo mediante sus distintas partes para sumar puntos.

     Muchos años más tarde, con mi hija jugábamos a otro, ya para niños, que consistía en, con una especie de gigantesca mano de metal, en un cubílo transparente lleno de muñecos peluches, agarrar uno sin que se cayera, hacerlo salir de esa lugar con suma dificultad hasta capturándolo. Era dificilísimo y uno se terminaba rindiendo. Alguna vez le gané alguno pero mi incapacidad para ese juego era manifiesta, lo que me provocaba terribles rabietas.

     La playa ofreció de niños el protagonismo del mar y de la arena para jugar con palas y baldecitos, con rastrillos o moldes para armr con la arena promontorios con una forma parecida a lo que pretendía que ese modelo de plástico con distintas formas se pareciera. Armaba castillos, pozos, yo juntaba caroles, asistíamos al espectáculo de las esos moluscos llamados almejas que lanzaban desde bajo la arena su soplido dejando un hollo con el aire que lanzaban. Lo hacían realizando pequeños hoyos sobre la arena mojada o húmeda, esa zona rígida de la orilla. Por la que uno camina como sin estuviera sobre una superficie lista de tierra sólida.

     De adolescente yo solía dar largas y reflexivas caminatas por la orilla llegando hasta distantes balnearios y hasta en alguna ocasión perdí las coordenadas del punto de partida de tan distantes que eran mis caminatas. Pero aquí me ven. Detrás de una máquina. En mi casa. Eso sí, distante de una orilla. Habiendo encontrado destino.

     Mi hermano era un adolescente de acción y yo un adolescente callado e introspectivo. Lector que se llevaba libros de Verne o Salgari. De más adulto recuerdo algún García Márquez. Pero no mucho más que eso. Sí de adulto. En que hubo un Pessoa o un Saramago. Tal vez una Lispector.

Casino Central. Mar del Plata. Fuente: El Cronista

     Mis viajes con mi hija suponían otra clase de rutinas porque el protagonismo era el de ella. De modo que uno se subía a luminosos trenecitos bastante ridículos o bien iba a parques de diversiones. Compraba pochoclos o bien chupetines. Dormía por las noches a una pequeña todavía excitada por los estimulantes días de mar. Otras veces caía rendida por los días de playa.

     Había un Casino en Mar del Plata que jamás visité. Una pena. Y una buena Universidad supe bastante después, cuando entré a la mía, a la carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata. Fui a un Congreso allí a exponer sobre mi especialidad a una mesa sobre literatura argentina y recuerdo que escuché muy buenos trabajos. Especialmente uno de la Dra. en Letras Adriana Bocchino, a quien le escuché leer una  ponencia sobre una novela de María Negroni que me dejó azorado. Más tarde supe que había sido responsable de una edición de Amalia, un clásico argentino, una novela del siglo XIX, de José Mármol que jamás leí pese a ser Dr. en Letras y siempre pienso que es una falta grave en mi educación. Y después me digo que no lo es. El siglo XIX es en mi formación es una ausencia y una nostalgia a la vez. En la Universidad mi formación se trasladó de inmediato a los del siglos XX y XXI de literatura argentina.

     Había, por supuesto, en Mar del Plata, si regreso a los libros, a un a edad temprana pero no tanto, una paseo casi consuetudinario con mi padre por librerías de esa ciudad. Las librerías que no pertenecían a grandes cadenas sino que eran de culto. Papá las conocía de memoria y recuerdo que pasábamos largas horas revisando entre los estantes cada cual tras la búsqueda de sus inquietudes. Yo si mal no recuerdo por esa etapa me inclinaba por los clásicos contemporáneos. Papá por el gótico y el fantástico.

     Mar del Plata en invierno era un capítulo aparte. Recuerdo haber ido en pareja y haberme internado en un muelle, más de la cuenta, haberme empapado los zapatos y las medias, la parte inferior de los pantalones y no s haber llevado ningún par de repuesto. Luego, en el hotel Antártida, haber pasado largas horas secándolos con el secador de pelo del hotel hasta lograr que estuvieran decentes como para ser nuevmente usados de modo decente. Pero a la vez que quedaran deteriorados y yo con una indignación en primer lugar por no haber tomado precauciones, en segundo segundo lugar por no haber llevado otro par de repuesto en mi distracción o mi apresuramiento por salir de La Plata. Hasta finalmente el cansancio y la monotonía de tener que pasar dos horas secándolos viéndolos deterioriados y marchitos, arrugados  como una pasa de uva, porque eran de una suerte de cuero bastante caro.

     Se iba al teatro y se iba a ver cine. No recuerdo ninguna en particular. Pero sí recuerdo cierta noche en que papá y mamá nos dejaron en lo de estos amigos porque querían ir a ver Fanny y Alexander. Film que creo yo aún todavía no haber visto. Es que es tanto el universo del cine, la literatura, el teatro, las artes plásticas, la música. Y cuanto más uno se adentra en él más comprende de su ignorancia, de su desinformación, de su falta de tiempo en el que la vida no la alcanzará para abarcarlo todo y deberá ser selectivo. Cabe la hipótesis de apenas rozar algo de todo lo que se ha producido de bueno, lo de excelencia en particular, a lo que sí conviene estar atentos mediante buena información.

     En la playa además de recordarme cuando era niño jugando de adulto me recuerdo leyendo. En sillan de mimbre pintadas de blanco, incómodas, poco proclives para consagrarse a tarea tan noble.  Es remoto todo. No tengo presente títulos. Pero sí el estar en una de las  célebres carpas, a la sombra, con un buen libro entre las manos.

     Fui con una pareja cierto invierno a Villa Victoria pero vuelvo a mencionar este lugar porque la particularidad que tuvo lugar fue que era en invierno y que había una exposición dedicada a la escritora y cantautora María Elena Walsh. Había cartas entre Walsh y Ocampo, los primeros LPs de María Elena Walsh, de sus cuentos y canciones, títeres para la gente menuda, todos los libros de la autora para niños y también muchas fotografías de ella. O bien en el escenario interpretando estimo que su repertorio. O bien con toda clase de artistas y personalidades que pueda concebirse, desde Mercedes Sosa hasta Joan Manuel Serrat o Jairo sentados en torno de una mesa en un jardín. Recuerdo que en ese lugar había no sé por qué un gato en una canasta que circulaba libremente. Y supuse que sería para evitar la la presencia de roedores que pudieran dañar la integridad de la casa o de sus libros. 

     Villa Silvina, preservando el  perfil bajo de su autora, no era de naturaleza espectacular sino un chalet que uno podía ver de lejos, apreciar sus paredes laterales y guardo fotografías de ese lugar tan magnético para mí, mucho más que el de la cultura oficial y cultural deVictoria. Se había hecho traer ese chalet exclusivo de Europa, que había sido armado en Mar del Plata, en el terreno. Recuerdo también  que había una casas para un jardinero  y bancos de maera. Hermosas galerías que el sol iluminaba por las mañanas y las tardes hasta que el atardecer mortecino encendía las farolas. 

     La casa de mis padres está llena de libros de Editorial Sur porque mi padre era estudiante de la carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata por ese entonces, de modo que se acumulan en los estantes desde H.A. Murena, Camus hasta Faulkner. Entre uno y otro que, mediando un abismo, convivían en un mismo estante. Es el mismo abismo que me separa a mí de Victoria Ocampo pero no tanto tanto de Silvina por simpatía personal, por curiosidad hacia la intimidad de las conductas de las personas, por admiración hacia su prodigiosa imaginación, por la importancia que le dio a la literatura infantil, por la relevancia brindada hacia la prosa poética y su traducción de los poemas de Emily Dickinson. También por su extravagancia volcada en su literatura, siempre tan irreverente.

     Ya de adultos recuerdo excursiones a la playa con el mate, si bien el mate fue una infusión típicamente argentina que en casa se bebió siempre, desde la época de nuestros abuelos paternos. No los maternos, quienes elegían el té. Mi abuela paterna le ponía una cucharadita de café molido. Y también le gustaba poner detrás de las puertas bellotas de eucaliptos en agua hirviendo de modo que toda la casa quedaba perfumada de un aroma delicioso.

     Había una casa de comidas en el Puerto, una zona de Mar del Plata donde entiendo los pescadores zarpaban o bien amarraban. Por allí había lobos de mar que me daban pena porque algunos de ellos aparecían en un estado penoso con motivo de las emisiones de los barcos, de su combustible. E íbamos a almorzar mariscos. A mí me gustaban mucho las rabas fritas, ese producto derivado del calamar, como a mi hermano. Y mamá, poco inclinada a las frituras, elegía otra clase de plato, si mal no recuerdo arroz con berberchos o algo similar. Seguramente ensaladas.

     La última vez que fui  a Mar del  Plata, en 2017, por la tarde tomamos chocolate con churros, esa comida de harina frita espolvoreada (o no) con azúcar y rellena (o no), con dulce de leche. Cené un exquisito lujo. Recorrí librerías y siendo un invierno helado estuvimos mucho en bares, tomando infinitos cafés.

Mar del Plata. Fuente: Noticias de Escobar y Zona Norte

     Mar del Plata es uno de los grandes amores de mi vida. Regreso a ella con la carga eletrizante (pero también nostálgica) de todo ese pasado que a su vez regresa al ver de pronto su fisonomía. Algún monumento, la escollera, el Hotel Provincial, el Casino, los proverbiales lobos marinos de piedras de la peatonal…Y voy al encuentro siempre del hotel Antártida. Escucho en él jazz alguna noche vez por semana. Como los alfajores Havannah consuetudinarios como un rito. Almuerzo rabas fritas, a pleno sol. Leo junto al mar pero esta vez no a Verne o Salgari sino a otros autores. Doy largas caminatas en las que en ocasiones todavía me extravío si voy con alguien que me espera en la carpa o la sombrilla. Nado con  placer refrescante en sus aguas amarronadas. No ofrecen el encanto de las transparentes y  cálidas del Brasil o del Caribe, pero uno a fuerza a haberlas visitado se he encariñado  con ellas, se detiene en su sustancia copiosa y opaca como en un texto que pese a que no salió redondo algún brillo de inspiración no lo desmerece. Sucumbo a su chocolate. Visito Villa Victoria pese a que su fantasma pretende que escuche sus reconvenciones o me ordene llevar o traer tal o cual objeto. Escribir tal o cual cuento o artículo. Como esta crónica. Que un poco la toma con la cortesía de un humor respetuoso. Y me encuentro como en una habitación de mi casa que transitoriamente permanecía clausurada pero por la que, ahora sí, puedo deambular libremente, pleno, sintiendo esa fragancia, ese aroma a mar, esa combinación de tierra, aire, agua y fuego de los de los cuatro elementos que configura la parte más esencial de la constelación de una vida que no ha perdido su Edén.

Mar del Plata. Pinterest.
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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.