En efecto, le regalo un botón de rosa. Ella no lo esperaba cuando me abrió la puerta, etérea como una soplo. Subí al rellano, me cepillé los zapatos sobre la alfombra, me extendió la mano (yo sabía que no le iba a robar un beso en la mejilla) y me hizo pasar al comedor.

     Su ropa blanca estaba impecable. Vestida con su rodete tirante, cuatro horquillas, toda una vida por detrás. Toda una vida por delante: la esperaba la gloria. El semblante puro.

     Primero cerró la puerta como el ala de una torcaz. Colegué mi gorra en el perchero que ella me indicó (era verano en New England, el sol picaba). Mientras tanto, Walt Whitman, permisivo, era el antagonista perfecto de Emily. Su luminoso Mr. Hyde.

      Extendió el brazo, en un gesto de cortesía, haciéndome pasar, sin grandilocuencias. Me invitó a tomar un té en el comedor. De hecho ya estaba preparada la tetera con té en hebras en un tarro, a su lado, comprado en libras en el almacén del pueblo. Dos tazas perfectas, una loza pintada con bordes color oro en cada pequeño plato sin señal siquiera de uso, prístinas, descansaban sobre ellos. Terrones de azúcar rubia estaban dispuestos en una suerte de recipiente de loza. No llegaba a ser una compotera. No llegaba a ser una azucarera. Era un recipiente/Emily.

     Yo estaba tenso. Había escuchado leyendas acerca de esta mujer mítica. Su enfermiza timidez. Su claustro parecido a un confinamiento. Pero también de su tremenda fortaleza de carácter. De mujer invencible. Hizo un ademán gentil, leve, indicándome que tomara asiento. La mejor señal del mundo. Ella esperó a que fuera yo primero quien se sentara.

      Si bien casi no la había leído en inglés salvo por una delgada antología que me había regaladso un Prof. de Griego de una Universidad de EE.UU. Una eminencia a quien hice de guía por Buenos Aires cierta tarde de un invierno húmda y hostil. Buscamos una librería con volúmenes en distintos idiomas (él lo solicitó), una políglota. Y me pidió que lo aguardara afuera. Se introdujo en una bien provista inconsultamente y salió, invicto, con el ejemplar ¿Qué habrá visto de Emily en mí?¿qué secreto destino me unía a esta mujer de contextura de ave sutil? Yo, alto, torpe, desgarbado, de cuerpo nada apolíneo.Convengamos que había mejores partidos en la sociedad de La Plata. Había leído luego primero la traducción al español de Silvina Ocampo de parte de sus poemas. Una antología selecta. Y más tarde la traducción y a continuación el libro de poesía o prosas poéticas de María Negroni sobre ella. Una narración de autora. Una narración del sujeto mujer. Letrado. Las tres (reinando Emily, por supuesto, la precursora) conformaban una constelación ¿Qué rol ocupaba yo, un varón, de formación académica de base, cuentista, crítico, ensayista, poeta de a ráfagas, estudiando ahora para serlo con una maestra de escritura de Buenos Aires en esa triangulación? ¿ellas la habían buscado? ¿o al menos alguna de ellas en particular? Pero…Si yo era un perfecto extraño para todas. Era precario mi lugar. Por un momento llegué a pensar que estaba de más. Eran ellas las que contaban. Era precisamente lo que había venido a averiguar. Lo que procuro averigur ahora que escribo esta crónica que tuvo lugar y jamás tuvo lugar.

      Me santigüé porque aspiraba a estar inspirado. No sé si como cuando escribo, porque creo ser un escritor desparejo en mi escritura. Probablemente no me favorezca el hecho de escribir mucho. Aprecio que la gente de más talento que lo reserva para sus libros. Yo colaboro con varios medios a menudo. Eso dispersa a la palabra en torno de muchos temas dispares. Impide la con-cen-tra-ción. La desvirtúa. La depreda. Si bien a uno lo entrena, por supusto, el escribir muchos géneros distintos parra públicos tan paredes con líneas editoriales tan diferentes. Claro que todo depende de los contextos. Conviene hacer acopio de la escritura. Ser avaro con ella. Pero estaba Emily delante de mis ojos. Destellando. Esplendía. Era un lucero. Esplendía como una estrella fugaz o un comete.

“¿Cómo anda Emilia? Lleva mi mismo nombre tu hija”.

“Está muy bien. Estudia Psicología en la Universidad Nacional de La Plata, en Argentina”.

“Donde estudiaste vos” (no esperaba de ella el voceo, pero lo cierto es que lo pronunció; como tal lo acepté y proseguí).

“Sí. Pero en otra Facultad. Yo estudié la carrera de Letras. Ella se consagra a estudiar la enfermedad y en aprender a sanarla. Entre otras cosas. Yo probablemente a alimentarla. ¿No cuentan acaso eso que lo que le sucedió al Quijote?”.

“Pavadas”, contestó con firmeza. “Vos sos un hombre de letras que busca encontrar sentidos a las cosas. Y en esas búsquedas uno se encuentra en ocasiones con el sinsentido”, agregó. “El tabú o la transgresión”.“También con el absurdo”. Por supuesto: también la tontería. La frivolidad. No digamos entre los académicos. El colmo de la impostura. Siempre luchando por lugares pequeños con mezquindad. Y están los peores, los maledicentes. Los que especulan con la información que tienen de las vidas ajenas. Esos son los peores. O las peores. Pueden ser mujeres terribles. Como ofidios.

“Y vos te conasgrás a producir belleza. Belleza deslumbrante” (se acomodó el calzado abotinado, con pudor, reforzándolo; la percibí incómoda).“Me gustan mucho tus poemas. Siempre me dije que agradecería perpetuamente a Silvina Ocampo el haberme permitido conocerte a edad temprana. Fue un puente. Llegó luego este Profesor de Griego. Un académico de nota. Pero también muy afable. Nada soberbio. Yo era tan solo un Prof. en Letras. Él era Dr. en Letras o Phd., como les dicen en tu país en las Universidades a las persoans que se han doctorados. Sin embargo no puso distancias. Percibí de inmediato que apreciaba mi amabilidad. Lo afable de mi trato.”.

“Como debe ser”, concluyó. Evidentemente era una mujer con modales.

      Preparó el té. Lo dejó reposar. Iba a servirlo cuando me preguntó si me gustaba oscuro o claro.

“Me gusta como te guste a vos”, respondí.

“Ah, todo un caballero. Entonces lo tomaremos ni muy oscuro ni muy claro. Como debe ser. En su justa medida. Masculino y femenino. Noche y día. Frío y calor. Luz y sombra. Seco y mojado. Eso. Seco y mojado. Pero lo que importa en todos estos pares son las transiciones. Los pasajes del uno al otro”.

“Frío y calor. En efecto, están los tibios”, dije sin pretensión de provocarla.

“Los tibios se enfrían más rápido que los calientes. Son inconvenientes. Suelen ser terribles adulones. O cobardes. Vos no sos un cobarde. He leído algunas cosas que has escrito”. Me sonrojé frente a ese halago.

Miré su vestido blanco, ajustado en el talle. Llevaba también una especie de gargantilla o collar, pero no de perlas ni de de lujo. Más bien parecía un adorno modesto. Nada en ella denotaba ni derroche, prisas o mal temperamento. Tampoco parecía enfermiza. Era la mesura en persona.

“¿Azúcar o amargo, como los franceses elegantes, tan chic ellos siempre? ¿te diste cuenta de la poca humildad de los franceses? Salvo excepciones, suele ser insufribles. Preferiré siempre a los latinoamericanos. A los respetuosos. Los franceses piensan que su cultura es la mejor, el centro del universo. Que gozan del mejor arte. Del idioma más depurado. De la mejor formación. Del mejor patrimonio. Yo, para serte franca, dudadaría de cada una de esas tres cosas.l  Me causan risa esas ínfulas”.

“No, prefiero azúcar. Con un solo terrón estará bien. Suelo tomar mate en la ciudad de La Plata. En Argentina es una bebida muy generalizada. Si bien también se bebe café. Y por supuesto té. Mi madre toma té. De varias clases. De hierbas incluso. Me gusta el mate porque dura. Uno puede conversar con amigos o una pareja, o una hija durante largas tardes o jornadas, tomando mate. Colma un termo. Dos. Tres. No se cansa. Y se le puede agregar cáscara de naranjas, de limón, miel, azúcar, tomarlo amargo, hierbas, hay multitud de yerba mate y marcas. Hay quien lo toma frío en verano. Es una costumbre del noreste. Sobre todo en la Provincia de Misiones. Misionera. El té es efímero. El café también, pero me gusta más. Es una bebida fuerte”.

“¿Y a vos cómo le gusta el mate?”

“Tomo mucho mate por día. Porque trabajo mucho por día. Leo o escribo. De modo que también es una forma de compañía en esa soledad de papeles y computadora. Por lo general es la primera bebida del día. Por las mañanas. Durante el desayuno. Me gusta una yerba con hierbas naturales. No aromáticas. Sino  saborizadas, vienen en la preparación. El azúcar no me gusta con el mate. La miel sí. Pero casi no tomo. Lo haría en una casa si me invitaran”. Emily me miró con desaprobación.

“¿Miel con el mate? Suena algo extraño”. Pensé: “Mira quién lo dice. Hablar de extravagacias”. Pero me cuidé de decir semejante audacia.

“Ya ves. Soy una persona llena de errores y desatinos. Probablemente algún destello virtuoso en mi escritura, han dicho algunos. Sí. Eso puede que sea una virtud. Un destello en algún momento. Una chispa. Ni siquiera algo estable”.

“Pero si Emilia (Emily le diré en adelante si me lo permitís), es tan linda persona, tantos errores no habrás cometido. También sé que has sido trabajador. Y muy estudioso”.

“Sí. Eso es cierto. Soly un hombre esforzado. Eso me ha traído problemas en ocasiones. Tal vez ha sido la pasión por lo que hago. La vocación. Son cosas que poco tienen que ver entre sí además. Sí, como padre me he esmerado. Emilia ya es casi una mujer. Y es una mujer muy hermosa. Hablamos. Me lee. Le gusta leer mis artículos o mis cuentos. Le gusta la poesía. Le gusta la poesía de Cristina Peri Rossi. Me mandó el otro día un poema de ella por el teléfono celular. Quedé atónito. Era bellísimo. A mí siempre me costó leer a mi padre. Él escribe sonetos. Pero él es mi padre. No un escritor. No es un el sonetista que es para su gran grupo de lectoreos. Tengo resistencia a leerlo”.

“Vos lo sabés. Seguramente lo has leído en las Historias literarias. En las noticias y biografías. Yo no he tenido marido ni hijos. Pero he tenido una buena familia. Una familia instruida. Yo me leo a mí misma. Y eso basta. O me basta a mí” (esto último lo dijo como un secreto). Es cierto que he publicado unos pocos poemas. Nada al lado de todos los que guardo. He enviado a un editor mis poemas. Pero me ha desacreditado. Y me escribo con mis primos”.

“Yo nunca comprendí el misterio de que Emilia me leyera. Siendo que yo no podía hacerlo con mi padre ¿qué veía o qué no veía para poder? Le he escrito cartas a ella. En fin. Ella lee muchas cosas que he escrito. Me gustaría saber más de vos, Emily”.

“Vos sabés, no hay demasiadas novedades por aquí. Hay rutinas. Un jardín. El sol a a las distintas horas. Eso sí”.

“Un jardín de invierno (“a Winter Garden”, pensé para mí”). Y a continuación sin darme cuenta lo pronuncié en voz alta. Ella preguntó:

“¿Cómo?”.

“No, disculpame. Estaba pensando en el título que le iba a poner a esta crónica. Ese título me gustó”.

“A mí también me gusta. Pero ¿ves que vos siempre estás pensando como escritor?

“Para no faltar a la verdad, primero había pensado en “Una rosa para Emily”. “A Rosa for Emily”. Vos sabés por quién”.

“Claro que sé. Conozco a ese buen señor. Mi compatriota”. “Toda esa pirotecnia de recursos. Tan innecesarias por cierto”, (Emily fue lapidaria con William).

“Pero “Cita con Emily Dickinson: un jardín de invierno en New England” me gusta mucho más. Los jardines de invierno siempre me dieron la impresión de ser lugares de mucha intimidad. De sutileza. De una intimidad irreductible. Radical. Inexpugnable pero sofisticada. Como vos”.

“Yo no soy nada de eso. Ese es mi mito de escritora. Solo soy una mujer. Ya madura. Entrada en años. Peino canas incluso. Decidida a vivir vestida de blanco. En una casa con dos puertas de mosquitero. Una que da a la calle, otra que da al jardín. Soy una mujer que mira los crepúsculos con éxtasis. Es cierto. Escribo. Pero no tengo un oficio de escritora. Simplemente escribo. Y guardo botones de rosas. Pecíolos. Corolas que se van desgranando, desmenuzando a medida que se secan. Algunas, no obstante, preservan su color. Esto es una cierta forma de la travesura. Otro poco de la transgresión. Otro poco del fracaso. He elegido no ser una mujer pública sino íntima, como decía de ella Silvina Ocampo. Sin embargo todos se enamoraban de ella. Incluso las mujeres. Commo soy íntima, mi escritur aes singular. Y por eso tantos se enamoran de ella. Vos no has guardado tu escritura sino que la has dejado echar a volar. En libros, en artículos, en cuentos, en publicaciones masivas, en cartas. Eso me es completamente ajeno. De ese modo me sería imposible ser yo misma”.

“Pienso lo mismo. Por eso ahora estoy pensando en leer más poesía. En escribir solo poesía. En dejar mis colaboracionnes de modo tan frecuente. En conentrarme en los poemas. Que en ocasioines se me resisten, para no faltar a la vedad. Siempre escribo poesía. Pero necesito pensar la poesía. Pensar la poética. Empecé a asistir a un taller de escriturade una nueva maestra, de una autora que ha escrito libros excelentes”.

“Lo sospechaba cuando me enviaste esa carta desde Argentina, solicitándome una entrevista. Me diste algunos pocos detalles. Para que no pensara que era un cortejo. Pero aun así lo sigue siendo”.

“¿Cómo es eso?”, (quedé desconcertado). No había habido indicio alguno de seducción.

“Sí. El modo en que hablás. El modo en que elegís las palabras. El modo en que no dejás de ser tampoco humilde. Tus secretos que me confesás. Ser sincero es el primer paso para un cortejo. Confiar lo más preciado a otro. Tu orgullo por otro lado. Son formas imperceptibles de cautivar a una mujer. Ni te digo que te lean. Dejarte leer por alguien. Vos también has sido erudito. Has leído mucho”.

“Solo te hablé de tres ediciones de tus poemas. Una sola en inglés. Delgada. Y que fue un regalo. Sí podría decirte que tengo una edición de tus poemas con Prólogo de Borges y otra también de Silvina Ocampo de la misa editorial en la que de ella el Prólogo fue retirado. Sospecho las razones. No son demasiado difíciles de adivinar”.

“No te preocupes. No hagas caso a las palabras de una mujer sola. Solitaria. Inexpugnable. Por decisión. No había buenos partidos por los alrededores. Y los hombres importantes con los que mantenía correspondencia de veras interesantes estaban todos casados o llevaban vidas desordenadas. Otros, bueno. No eran para mí. Si uno nace para escribir en general (en general digo), se casa con la escritura. En particular si lo hace con la vocación por la poesía. Es la esencial”.

“Comprendo”, le respondí, sabiendo a qué se refería en el caso de la mujer de esos tiempos. Y a qué personas en particular. La soledad. También conocía a otras poetas en soledad. No a tantos varones. Comprendí en ese momento su hipótesis, en la que antes no había pensado. Salvo leída en algún libro de ensayos sobre estudios de género.

“Es que ese Walt Whitman hace tanto ruido. Tan rumboso. Declama. Y yo odio el ruido. A mí me gusta susurrar, tener secretos y no revelarlos. Que el poema murmure. Guardar un poema de Safo bajo la almohada y que no lo sepa nadie. Desordenar la biblioteca para volverla a ordenar en sentido inverso. Regar los crisantemos. Oler las magnolias. Podar las peonías. Sí. Oler las magnolias. ¿Tenés frío? ¿o te animás a ir a la galería?

     El sol había comenzado a ponerse. Un horizonte se fuego incendió el jardín en tonos anaranjados, violetas, amarillo oro, en tanto Emily se encendía ella misma. Crepitaba. Se sentaba en un sillón de mimbre. Se hamacó por unos instantes. Luego se detuvo. Me invitó a hacer lo propio en uno junto a ella. Pero antes tomó la precaución de apartarlo. De apartarse. No estaba inquieta. Tan solo dispuso una prudente distancia. Así como no le había robado un beso en la mejilla a mi entrada tampoco hablaríamos próximos el uno del otro”.

“¿Cómo es vivir tan sola?”.

“Eso depende. Vivo, duermo acompañada por mí misma. Depende de si uno tiene en claro cuál es el destino que le tocaría allá afuera viviendo de otro modo. O bajo techo con un hombre tirano. Depende de si uno se lleva bien consigo mismo. Depende de si uno quiere escribir poemas con muchos guiones o si aspira a pasarse la vida cocinando y criando hijos.

“No todos los hombres somos tiramos”, repliqué indignado.

“Aquí en New England son los menos. Emily, tu hija, ha conocido otro mundo. Andará más mundo todavía. Y ella ha elegido vivir a su modo. Su estilo es bello, me has contado. Yo, con  poder de determinación, debí elegir vivir al mío si quería ser libre. Y lo logré. Lo conquisté. Me conquisté. Por supuesto que eso tuvo un costo. Alto. Escribir, leer, estudiar, crear. Y hacer mi pequeña revolución”.

“De hecho vos has sentado un precedente importante. Para todas las escritoras norteamericanas contemporáneas, empezando por las del siglo XX, has sido un referente”. “También para muchas otras del mundo”. “Y como dicen los académicos bipensantes: “ahora que se ha revisado el canon patriarcal”.

“¿En serio?”, preguntó con una inusitada sorpresa.

“Sí. Y, como te dije, para muchas argentinas también. Sos una suerte de antepasada noble. No solo las dos autoras argentinas que te mencioné. Hay otras escritoras argentinas que te veneran. Una me dijo cierta vez qu no se cansaba de leerte. Yo esto no se lo he mencionado a nadie salvo a quienes estaban presentes, que fueron testigos del episodio. Pero el día de mi casamiento, en el año 2000, leí un poema tuyo. A todos se les heló la sangre. Yo dudaba entre hacerlo o no. Pero unos días antes, estábamos en casa con una de las mejores alumnas de la carrera de Letras, tímida ella. Y me dijo de modo imperativo: “‘Lo tenés que hacer’”. Y así acontecieron las cosas. En ocasiones los más tímidos resultan ser los valientes”

“Me imagino. No te preguntaré qué poema es”.

“El que nos casó era un sacerdote muy especial. Te diría que excepcional. El Padre Cajade. Fundó un Hogar, una revista, una radio. Yo escribí en ella una nota muy primitiva de divulgación sobre Alejandra Pizarnik hace muchísimos años. Un cuento fantástico. Y en 2019 un cuento de Navidad. Como el de Dickens pero de mucho menor calidad. Claro que tengo mejores. De todo eso lo que se reiría la intelectualidad, orculos los círculos literarios. Porteños ni te digo”.

“Yo no escribo cuentos. Eso lo sabrás. Hay cartas y poemas de mi firma. Promesas. Poemas dispersos. Con muchos guiones. Hasta para eso no se me podrá acusar de ser una imitadora”.

“¿Hay relaciones con Emerson, con Thoreau, con Melville, con Poe, con Hawthorne?”

“Bueno, bueno, estás mezclando fechas, lugares, nombre y viajes”.

“Por eso mismo lo hago. Las cartas viajan”.

“Te gusta jugar con los escritores como si fuéramos las piezas de tu ajedrez. Eso tiene un costo. Es audaz. Me atrevería a decirte algo más: son juegos peligrosos”

“Escribo sobre escritores que admiro y que han muerto para conocerlos. Para profundizar en ellos. Considérala una de las formas de la gratitud. Para acercarme a su universo poético. A su poética Pero también a la clase de vida que supuso escribir de ese modo. Quiero decir: me gusta descubrirlos. Escribo para descorrer su velo secreto”. Y enmudecí. La garganta se me hizo un nudo. Emily se dio cuenta de que algo de eso pasaba. Se levantó, rauda, ágil como un ánade. Regresó con una rosa con un tallo.

“Oléla. Sentí su fragancia”, me conminó.

“A diferencia de Borges, a mí sí gustan los espejos. Precisamente porque son como la cópula. De modo que te devuelvo tu rosa luego de haberme embriagado de su aroma. De haberme guardado un pétalo amarillo. “Three English Poems”. Y llamaremos a esta crónica de la que ahora salgo, me marcho halagado por tu té, tu conversación, tus confidencias y tu rosa. Y la titularemos (porque has colaborado conmigo): “A rose for Emily”, solo entre nosotros. Pero para los lectores se titulará sin embargo de otro modo. El del título que lleva ahora que la están leyendo ellos. O mis editores, en fin. ¿Acaso no son una clase singular de lectores los editores? Eso sí, toman otra clase de decisiones que los lectores a secas. Deciden destinos”. Le extendí la rosa.

     La puerta de mosquitero se cerró detrás de nosotros. La noche había caído. Las estrellas vibraban como luciérnagas. Parecían pequeños soles. Yo no sabía cómo iba a regresar a casa pero no me importó.

     Al poco tiempo nomás estuve en La Plata. Releí el poema que había recitado en mi casamiento. Lo había leído en la antología de Silvina Ocampo. Y  hasta había tenido la insolencia de hacerle una revisión y corrección a un verso. La altanería de un escritor demasiado joven, perfeccionista también.

     A la semana siguiente fui a ver a Emilia. Hablamos. Estábamos ambos con nuestros barbijos. Cada uno con su mate. En su dormitorio. Cosas que le había regalado para su casa cubrían el escritorio. Le mostré el poema de Emily Dickinson que había leído el día del casamiento con su madre. Lo había llevado copiado a mano. Pero no se lo leí. Le dije: “Para cuando te quedes a solas”. Me llenó de preguntas que no supe o no quise responder porque no tenían respuesta. O jamás me las había formulado. Se trataba de cosas porque sí. Hasta que se resignó a ser ella la que hablara esa tarde. Yo había cortado una rosa del jardín delantero de mis padres (en mi departamento no tenemos jardín). Sentí que vaporizarla con alcohol sería profanarla. Además de ser  innecesario.

“¿Te animás?”, le pregunté, “Traerías un florero, por favor”.

     Lo llenó con agua. Pusimos la rosa. Lo apoyamos sobre la mesa. Era una rosa blanca. Tenía pétalos enormes y estaba completamente abierta. Le dejé silenciosamente el poema manuscrito debajo del recipiente. Sin leérselo. Me levanté. Emilia me acompañó hasta la puerta de su casa. Le tiré un beso con la mano mientras le pedía y le daba un beso: “A Kiss”, arrojándoselo con la mano directamente a la mejilla”. Y en ese momento la noche me devoró.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.