Foto: Lucía Ges

Gabes 

Todavía tengo el paisaje del desierto en los ojos. Llegamos a la estación de Gabes. El conductor se baja del louage y nos pide que lo esperemos, con la mirada, nos pide que no nos movamos de nuestros asientos. El Brujo no hace caso y se baja para estirar las piernas y fumar un cigarro. Lo observo desde la ventana mientras voy tragando aire con la boca para no respirar los olores que hay adentro. El Brujo me mira, pero a diferencia de las otras veces, ahora está más serio. El cigarro se consume en su mano, cuando lo lleva a sus labios es sólo una colilla de ceniza de la que alcanza a sacar dos o tres nubes de humo; luego, más serio que nunca mira hacia enfrente como si en ese punto estuviera lo que andaba buscando; por mi posición yo no alcanzo a ver lo mismo que él, aunque lo intento, los bultos de atrás me cubren la vista, pero hago otro esfuerzo para alcanzar a ver lo que el Brujo ve; ¿será posible que lo haya encontrado? Dudo en bajarme, pero no lo hago; me recargo en el asiento y con la mente, voy al lugar que él me dijo.   

Nefta

Hoy, el Brujo me ha confiado su último descubrimiento. Algo verdaderamente impresionante. Me dice que el sol se unta, me dice; que lo podemos frotar en la piel como la arcilla, como si fuera una crema de arcilla, me dice, así lo dijo; como si fuera arcilla. Qué maravilla, pienso, el sol embarrado en el cuerpo, vestidos del calor más intenso, más intenso que la lava, pienso, llevando en las carnes el infierno.