Algunas veces, tras una lectura, nos asaltan sensaciones físicas, de forma vívida e irrecusable, que no se pueden dejar sin más. He leído La natura expuesta del autor italiano Erri de Luca.

¿De dónde salía esa sensación de asfixia, exagerando, claro, de empalago, de atosigamiento en la garganta al incorporar el relato, el texto, las imágenes?

Vuelvo, repaso, y la mención laudatoria de Edmundo D’Amicis y un pasaje de su Corazón me dan una pista: Umberto Eco, en Apocalípticos e Integrados, La estructura del mal gusto, cita esa obra como claro ejemplo de kitsch. ¡Eso!

Quizás la nouvelle tenga el virus del kitsch, y mi olfato me lo estaba señalando. Hay que reconocer que otra campanita me estaba alarmando al mismo tiempo y de ahí el título de estas líneas. ¿No están las tintas demasiado cargadas sobre la masculinidad? ¿Es simplemente una novela sobre la virilidad, vamos, sobre el miembro viril, y nada menos que el de Cristo? El pene de Jesús, a sus treinta y tres, en la cruz, erecto, circuncidado y con un orificio que le lleva al autor unos párrafos, es el núcleo temático de esta nouvelle que bate record de dispersión en ochenta páginas.

Volvamos al kitsch. En pocas palabras: un defecto de la obra artística, que produce ese ruido antes mencionado. Provoca un desplazamiento del proceso creativo de la producción de efectos en el receptor (básicamente el arte busca la instauración de un sentido nuevo, la apertura de mirada hacia territorios nunca vistos, la ofrenda de respuestas y de preguntas que no se le habían ocurrido nunca al receptor y le hacen exclamar “¡así que puede ser así!»)  hacia la imitación de esos efectos, rodeada de un halo solemne de importancia.  La obra kitsch finge esos efectos, sin producir algo nuevo, engarza, suma, yuxtapone, hasta el cansancio con tal de lograr el efecto de un gran producto de arte.

La natura expuesta es solemne de toda solemnidad. Emplea un tono insostenible en una novela, en una narración, con un lenguaje cuyo procedimiento monocorde es la imagen, con sintaxis de oración corta, el punto cada tres palabras. Abusa del desvío, ralentiza, no ilumina. Los hallazgos, la belleza, se desperdician.

El kitsch descubre un estilema y lo usa pero no lo funde en el nuevo contexto, el recurso a la imagen poética agota con sinestesias y sentencias. Como en un libro sagrado, Erri es terminante, categórico, aforístico, nada deja a la posibilidad de completar, de ocupar silencios u omisiones.  El lenguaje es eficaz, no lo negamos, pero estamos en una aventura con un aventurero, un héroe de hoy, un hombre austero pero culto, rudo pero discreto, enjuto pero bello (no se priva de que se lo diga el devaluado personaje femenino) ecologista hasta el paroxismo de la hipercorrección política y la buena conciencia del lector. Un aventurero del cual se espera aventura. ¡Y además, idéntico al autor/persona!  Sabemos que es un personaje mediático, que padeció prisión por protestar, por sus luchas a favor de la naturaleza. Su rostro fotografiado, su nombre construido por él mismo son ampliamente conocidos.

Erri de Luca, este viernes en Barcelona. Foto: MASSIMILIANO MINOCRI. fuente: El País.

Ese héroe anda por las montañas, es un baqueano de los Alpes, y vive un episodio extraño, flojo de justificación narrativa, resuelto en unas líneas y que sólo aporta una peripecia de traición, (y nos deja en ayunas) de la mujer que lo acompaña en un viaje desacralizado, inútil, turístico, y por lo tanto consumista, irresponsable, que nos llena de desprecio hacia ella. Hay persecución, tiroteo, un muerto del que después se da cuenta con errores, en fin, un episodio para ser filmado, puesto en una serie y justificado a la ligera. Pero aquí, como el viaje a Nápoles, en otra clave, parece insertado para dar pie a algún rasgo del personaje.

El estilema de la imagen y el ritmo estrófico que usa no logra fundirse con el nuevo contexto. Sí lo hace en El peso de la mariposa, un cuento largo, con una estructura comparativa simple, que no padece el síndrome acumulador de La natura, aunque de un masculinismo opresivo.

Hermann Broch también se ocupa del kitsch. Lo define como una huida a una zona de confort, a lo racional, conservador, seguro. Teme a la muerte, a lo nuevo, a la incerteza. Busca un mundo bello, cierto, previsible. Erri es un varón fuerte, autosuficiente, que se rodea de varones expertos en cultura, y habita lo sagrado tradicional, el confort de los partidos verdes, los hábitos saludables, la espiritualidad del primer mundo, la prisión por ser militante de la naturaleza. Que expulsa lo femenino desafiante, no ya en alpinismo, hasta ahí llegamos, sino en el campo intelectual y sobre todo espiritual, de las tradiciones católica, judía, musulmana. Pisa firme en lo de siempre, Erri.

El masculinismo es, siguiendo a Michele Le Doeuff, la ideología que sostiene el tópico de la especificidad femenina, de la existencia de una condición femenina (a las mujeres hay que hacerles saber que se nota que se han cortado el pelo, si no se ofenden). Masculinista es generalizar: las dos que menciona Erri existen en función de ser su pareja. Enfrente tenemos un rabino, un párroco, un obispo, un herrero, un panadero, un obrero argelino, un librero. Bergson sostiene que toda teoría se construye para defender intereses, territorios.

Curiosamente, el protagonista es humanitario con los migrantes, no hace entre ellos distinciones, más que las habituales en cuanto a la debilidad de mujeres y niños y las condiciones que cumplir para pasarlos por la frontera. Hace la distinción despectiva con la mujer de su condición, ya sea la marchande de arte que quiere que él triunfe en el mercado con sus artesanías, o la mera seductora/seducida que admira su cuerpo senil, lo compara con un árbol, se encapricha con las incomodidades y le tiende una trampa absurda.

Unos párrafos merece, en relación con los dos aspectos del título, el núcleo temático que vértebra el relato: la estatua, en sí misma un compendio de lo dicho sobre el kitsch y más. El cristo de mármol, hechura de un joven escultor de principios del siglo XX que está a la altura de los renacentistas (ese período es considerado masivamente,  en multitud de objetos kitsch y sin discusión arte con mayúscula. No así el surrealismo o la abstracción)

Originalmente desnudo, el cuerpo es tapado con un manto de piedra, arruinando la primera intención que era mostrar el desamparo del crucificado, su vulnerabilidad.  La obra vale mucho (sic) y el párroco, un latinoamericano definido con unos pocos clichés quiere restituirle la desnudez con permiso del obispo. El protagonista obtiene el trabajo y afortunadamente encuentra una vieja revista con una foto de la inauguración de la estatua. El miembro se ve erecto, glup.  Y aquí viene la secuencia del miembro, la natura, el sexo, del título. Que se mira en el espejo, que se cuelga de una viga para adoptar la postura, que al quitar el drapeado rompe, castra al cristo y ve que está circuncidado.  A circuncidarse entonces, siguiendo el consejo del rabino, con láser (¿la ablación de clítoris a las niñas podría hacerse así? bueno, es el curso de ideas que suscita) Lo hace y una se pregunta si el artista puede tomar como modelo humano a alguien de sesenta cuando quiere representar a uno de treinta. También se discute el orificio, si es ojo o es párpado, y se torna difícil evadir el efecto hilarante. Un mérito, sin discusión. Pero se desprende un contrasentido que seguramente será percibido por las lectoras y es que insiste en la vulnerabilidad del macho, en la crueldad de exponer su desnudez erecta, el pene como punto débil. Paradojas.

Finalmente no falta el elemento mágico en la historia. La voz del gemelo muerto, una voz cruel e implacable, que finalmente le dice que si quiere restituir la virilidad al cordero, debe acercarse con humildad.

Sin duda.