Lentamente, el agua cae, resbala por la roca, recae, decae, rebota contra los bordes del lecho provocando una explosión, se hace astillas, jilguerea, sigue su curso, se arremolina en las profundidades, avanza, nunca cesa su discurrir, llega a ningún sitio porque su esencia es la vocación es la de ser ser pura correntada. Con esa misma mansedumbre las ideas se piensan, se acarician, se voltean hacia un lado y hacia otro, resbalan por los cuatro costados de nuestro tabique mental. Se palpan con el dorso de la mano, que la acarician, suavemente. Después la mano, como una ola, a pequeña escala pero cartografía al fin, se eleva, inicia un movimiento sutil de girar sobre sí misma, desfallece de modo circular. Suerte de trompo que de lo hondo se obstina por subir hasta devenir remolino. Luego se arroja sobre la playa húmeda o reseca, estalla contra el lomo de una ballena franca (Moby Dick, digamos, en clave pictórico literaria). En ese momento escribimos, caen las palabras sobre el papel, cae el blanco de su espuma, explotan los acantilados, se abren los diques, chorrea agua del cielo, se nublan los ojos con más y más agua. Las yemas pulsan. Pulsan las vibraciones en mis ideas, pulsan mis dedos sobre el teclado de mi computadora. El torso se endereza, la espalda se doble como un junco o el árbol del sauce llorón. Pero al mismo tiempo traza una curva. Las palabras fluyen, rebalsan, se salen de quicio. Húmedas en su ser, prosiguen esta danza que consiste en escribir el agua en el agua. Escribir con las aguas. Escribir la hondura, su profundidad difícil de asir. Por otra parte ¡Qué propósito más soberbio! ¿adónde conduce este estallido? Una avalancha. No lo sé. Ojalá hacia otra mujer u otro hombre que nos lea a posteriori. Nos dejamos flotar por esa correntada tenue que nos acuna, y nos lastima, y nos abriga, nos quema, nos sostiene, pulsa hacia adentro de nuestra carne, como un dedo que deja ver el gajo de un jazmín. Lloramos sobre el papel, cuando el texto es por fin legible, negro sobre blanco, sobre tinta (la lágrima, todo cristal de Murano). La tinta, como la del calamar, sin embargo prosigue con su ungüento. Nadamos en ese curso de agua (sin buceamos hacia lo hondo, la orilla nos arrastra como a un madero). A veces, hay que decirlo, es tiempo de naufragios. Otras, corales muy, muy rojos, habitan las profundidades. Módicos, sin embargo.Y por fin, una caracola. Tanto como la sangre cuando brota de una herida, la perla es segregada por esa valva. Urde su enjundiosa belleza. Hasta que me doy cuenta de que escribir es una herida. Nos brota un dolor aquí, en el costado, en la zona más fortaleza del torso. Negros sus vellos (los de mi cuerpo), el agua nos recuerda que en el mar también existen anémonas. Y lo que nos surcaba por entonces, (una vertiente), intensa pero secretamente, se hace público. Y se hace, simultáneamente doloroso. Y alivia y duele a la vez, en una paradoja descomunal. Porque: escribo, nado, en un burbujeo que me envuelve en una gran capota de terciopelo violeta. Percibo mi cuerpo tenso. Y a esa tensión la llamo yo celeste flotar.
Tan importante como escribir es no hacerlo. Tan importante como leer es no hacerlo. Para nosotros que escribimos, todas las tensiones que giran por dentro y en torno nuestro se atan en el momento exacto de apoyar la lapicera y trazar esas líneas que algo inauguran. O de teclear sobre las computadora. Inauguran una nueva tensión. El texto es una concentración de nudos. El texto es un nudo que sí está debidamente atado, conquista su lugar libresco. Los significados convergen. Las palabras se articulan y desarticulan. El texto es un dique. En el que el agua se detiene al ser escrita. Su fluidez vendrá luego, con fortuna al ser desentrañada por el pulso de otro al pasar la página y al transitar los renglones, sumergido. En mi caso, en mi rol de escritor/amante del agua (por dentro y por fuera), bañista por fin, escritor, primer lector de mis producciones escritas ante mis textos.
Es bueno descansar. Respirar el mar de una bocanada, beberse el agua de un arroyo en un día encapotado. Besar las bocas. Dejarse hamacar por la rompiente. El agua humecta, bautiza, está en el tiempo copioso, esencial del nacimiento de la vida. La boca de la mujer amada, del hombre amado, entregan el cuerpo a quien nos merezca garantías.
Insistir. Persistir. Obstinarse. Ser tenaz como el agua que ablanda la roca en su puro goteo. Agua pura. Suavidad intensa. Y su pura luz. Su pura savia. Amar lo que hacemos. Saber para quiénes y por qué lo hacemos. Amar siendo amado. El atribulado amor correspondido pero a la vez en disidencia. Escribimos entre dos fuegos: nuestro deseo de escribir que resulta exigente y, en otro sentido, narcisista (la elocuente cuota de narcisismo necesaria para poder vivir. Pero solo alcanzar una fugaz llamarada. Escribir con deleite, pero también con desesperación. Desesperación por no poder nombrarlo todo. Fracaso. Desesperación por el tiempo que lentamente se vuelve más vertiginoso. Las horas cuando escribimos (es sabido) pasan a una velocidad inverosímil.
Resulta importante estar dispuestos a un cuerpo a cuerpo con el lenguaje. (¿hasta dónde me darás, magma de la tierra?). Escribo con placer. Sentir un pubis con sus algas y una luna de pétalos color medusa. Percibir un follaje.
Besar al agua para escribirla. En los lagos celestes de la Patagonia argentina. Amarla en un sexo de mujer entrando en el agua al entrar a un baño de agua de inmersión, siendo bebida por un varón o por una mujer. Penetrándola, verificando la temperatura del agua de ¿fría? ¿caliente? ¿tibia? Veremos en adelante cómo evitar lo incómodo o perturbador. Escribir la luz en el agua: sus brillos. Los fluidos primordiales no cesan en su avance y su retroceso, en su avance y retroceso. Que la escritura irrumpa en el papel como la luz en este cuarto oscuro en el que yo, ahora mismo, esta mañana, en este cubículo, acabo de descorrer las cortinas. O la risa en el rostro de un niño triste cuando recibe por fin su juguete. O con la llegada de su madre al verificar el cometido por fin logrado..
Que el agua cure. Que el agua se abra paso, irrumpa y sane. Que el agua cante (el rumor de las aguas, el latir de los albatros, el fluir de los peces de plata en noches oceánicas).
Dar todo lo que tenemos. No guardarnos nada. La palma abierta se extiende, salpicada por el agua terca, que abre acequias, hunde barcos, hace correr veleros, corroe hasta oxidar las quillas luego de su hundimiento cerca de la costa. Para que comience a desintegrarlo. A roer la herrumbre de su metal de antaño. El agua cercena paredes, tira abajo torres, corroe la orilla del follaje o bien el lento azar de los peces que alimenta molinos, quiebra témpanos y es cobijo para enamorados incurables. Allí se acurrucan ambos, y el ritual da comienzo. Véanlo: ellos eligen amarse, nadando el uno en el otro. Humedades. Se lavan las caras sin miedo, chorreando agua y a mí qué. Entregándose porque ofrece su sagrada garantía de ser materia esencial.
Escribir pese a que haya tiempos verbales que nos ponen en aprietos si no hacemos caso al llamado del texto. Pero sobre todo, si hay deseos. Sio hay placer, el placer del cuerpo. Entregarse al mero acto de la escritura como al agua. Dulcemente, esa superficie lenta como la miel cuando está congelada y comienza a derretirse. De pronto, hay una luna invitante. Un luna incitante. El agua llega, se estrella por fin, contra el malecón. Pero una y otra vez, como las cuatro estaciones, no permitirá que podamos prever su talante. ¿Tsunami o laguna? ¿río o Mar de mármara? ¿bote o crucero?
Un agua que nos engendra nuevamente para que, después de haber escrito, volvamos a nacer, dados a luz por el brillo descomunal de un rayo de sol sobre aguas transparentes. ¿Pacífico o Atlántico? ¿ártico o antártico? ¿puro hielo toda ella?. Bajo el agua uno puede ver sus pies en pleno mediodía, sintiendo las piedritas en el fondo del mar del balneario. Como en el comienzo del comienzo.
¿Cuál será para usted la primera letra del agua?