Me he interrogado largamente acerca de qué sucede con el cuerpo (cuando escribimos o leemos). Con los límites que supone pensar esas experiencias mientras uno las está realizando. Quiero decir: cuanto más busco un registro de ellas, más distancia tomo, porque pierden el encanto de la espontaneidad. Debo acudir entonces a la memoria de esas experiencias. Al orden de lo residual, luego.
Algo de eso ha sucedido. Para no buscar respuestas que se pretenden universales, acudiré a las mías y a las que otros me han referido o cuyos testimonios he leído. En sucesivas entrevistas a escritores les formulé esta pregunta: “¿Qué ocurre con tu cuerpo mientras escribís? ¿Sentís tu cuerpo?”. Cada entrevistado respondió cosas distintas. Una escritora me dijo que “necesitaba olvidarse del cuerpo para escribir”. Otra, en cambio, que lo sentía en algunas oportunidades. Y se detuvo en un ejemplo. Me refirió un momento de escritura de una de novela en el que había experimentado un efecto corporal bajo la forma de “un sollozo”. A continuación, hablamos de lo que acontecía con sus textos eróticos y, coincidimos, en que se trataba de relatos que suponían un nivel de fuerte compromiso con el cuerpo, que ponían al cuerpo en actividad. Activaban sus diversos mecanismos, sus atributos. Otro entrevistado me dijo que su cuerpo lo acompañaba todo el tiempo.
Seguí buscando. Entonces me propuse observarme, estar atento, cuando escribiera, a qué repercusiones tenía en mi cuerpo lo que escribiera. Y a la inversa, qué repercusiones tenía mi cuerpo en la escritura.
La respuesta fue contundente. Una, particularmente clara pero no obvia. Después de largas horas de trabajo, el cuerpo quedaba afectado por un cierto tipo de cansancio físico (que en ocasiones llegaba al malestar), no sólo intelectual. Yo lo percibía en la zona del pecho, del plexo y de la garganta (donde suele alojarse físicamente la angustia y ser un lugar del cuerpo de suma susceptibilidad), o incluso en la musculatura cervical. Había habido un trabajo intelectual de agotamiento durante la escritura, en el cual yo había concentrado mi atención en una construcción verbal. Había fijado la atención en un centro del que luego nacía un conjunto de experiencias de producción textual. Lo emocional (no solo el cansancio o el dolor producto de un trabajo) me afectaba.
Entonces comencé a estar más atento a mi cuerpo en la vida cotidiana. En mis actividades, en mis rutinas, en la sexualidad, en el ejercicio físico, durante las comidas, antes o después del sueño. Percibía el interior del cuerpo cuando comía o cuando tomaba agua. En la ducha el impacto del agua sobre la piel se volvía singularmente intenso y eso favorecía un registro mayor de mi anatomía y de mi sistema muscular. Incluso en estados de aparente reposo, había una sutil y casi imperceptible actividad, como el sonido de la respiración o los micromovimientos de los párpados. Los latidos del corazón (acelerados, lentos) o bien la de la respiración.
¿Y qué sucedía durante la lectura, en cambio? Un práctica obligatoria cuando uno está realizando, por ejemplo, trabajos de investigación en una carrera de Letras, todo a lo largo de la cual en sus años aprendemos a codificar o descifrar textos en grandes cantidades, de dificultad notable. Y finalmente llegar al punto de aprender otro idioma. Según lo que estuviera leyendo el impacto era diferente y según la cantidad de horas también el cuerpo acusaba esa actividad de modo diferente. Había, en términos generales, una mayor tensión. Si leía textos “eróticos”, en cambio, había una suerte de ebullición de los sentidos, esos textos eran siempre productores de sensaciones y estados. El cuerpo, efectivamente, se ponía movimiento. Pero no lo hacía desde el desplazamiento. Más una sensación de significados (intelectuales) que se ponían en ebullición, de tensión en ciertas partes del cuerpo. El cuerpo parecía infranqueable.
En las lecturas que requerían de un aptitud desde complejidad solía haber más tensión en la musculatura de la zona cervical y, por supuesto, mayor cansancio, lo que afectaba a todo el cuerpo. Quiero decir: la musculatura acusaba mayor impacto. Que yo procuraba atenuar cambiando de posición, haciendo pausas o haciendo otras actividades. Pausas entre texto y texto o bien distintas fases de un texto.
Y finalmente: ¿qué me sucedía a mí escribiendo? También el abanico de posibilidades se abre aquí según la índole de lo que esté escribiendo. Como escribo cuentos, me introducía en la experiencia (el pasado, el presente) de cada personaje. En su historia. Y, por supuesto, lo verdaderamente determinante eran dos cosas. Por un lado, la situación por la que estuvieran atravesando ellos. El proceso y el curso de esa situación. Y, por último, lo que era clave, era el impacto de su resolución. Las historias podían ser dramáticas, siniestras, traumáticas o gozosas. Según esas situaciones podía haber en mí un estremecimiento o un disfrute. Una cierta clase de placer. Había evocaciones autobiográficas (que en algunos casos daban mayor verosimilutud a lo que narraba y utilizaba como material en la génesis de escritura) y eso detonaba evocaciones corporales. Yo evocaba en ese recuerdo, en esa repetición, en ese regreso que la memoria volví posible. Lo que narraba era percibido por mí. Yo no era un copista de una idea o un conjunto de imágenes. De situaciones imaginarias. No era un amanuense que repite textos propios o ajenos. Era un sujeto que deseaba y a veces lograba alcanzar el máximo máximo de registro de actividad psíquica, Cada situación imaginaria traía consigo una impacto físico. Lo otro era la narración de sensaciones. La sensorialidad: la captación de la información y la índole del mundo captadas mediante los sentidos antes de ser escrita o una vez escrita producía repercusiones (posiblemente a partir de una memoria).
También había momentos de suma violencia, en cuyo caso no podía evitar la consternación y eso de modo invasivo afectaba al cuerpo no precisamente como tristeza sino como agresión. Y yo “sentía” esa cachetada o “asistía” simplemente al espectáculo de lo atroz. El cuerpo se cerraba en vez abrirse. Las emociones del miedo, el pánico o el horror suelen ser por momentos intolerables y podía llegar a levantarme del asiento y detener la escritura o bien en otros casos afines, al cine ejemplo. Y así, según los textos que escribiera, el cuerpo intervenía siempre como una compañía.
La temperatura del ambiente en el que escribo me afecta. Puede ser hostil, agobiante o puede ser grata. El efecto sobre la piel es crucial. Porque incide en mi grado de concentración sobre el texto que estoy produciendo. Si el cuerpo me distrae durante la escritura, me salgo del texto, dejo de estar sumido en él, para comenzar a ser testigo o protagonista de ese espectáculo que pierde en espontaneidad pero gana en consciencia. Sea bajo la forma del bienestar o la incomodidad. Si es perturbador me salgo del texto para ingresar en la realidad. Voy al encuentro de un vaso de agua. De un bocadillo. Pero también allí el cuerpo se manifiesta. Todos conocemos la presencia dentro de nosotros un cuerpo extraño. Si bien elegimos el tipo de bebida o comida consumimos, no podemos prever su alcance a corto plazo. El momento de su devoración.
La escritura llega en el momento menos pensado. Esté como esté el cuerpo plantado. Al menos en mi caso. Debo ingeniármelas, en el estado en que mi cuerpo se encuentre, para hacer las cosas lo mejor posible y que la escritura sea lo más eficaz y fluido posible. Si un trabajo me deja satisfecho, eso afecta mi cuerpo provocando placer y hasta cierta euforia.
Y luego está la parte más instrumental pero no menos importante del cuerpo. La mirada sobre la pantalla, lo postural en el sillón, la posición de las cervicales y las lumbares (que son las zonas de la columna de más compromiso con mi escritura), las pulsaciones de las yemas sobre el teclado (y su sonido que no es perturbador pero sí me recuerda que estoy escribiendo), su ritmo y, sobre todo, la prueba evidente de que hay un cuerpo presente. Y de que yo necesito de él o, en todo caso, del que no puedo prescindir. Necesito de su presencia mediadora para poder escribir. Para consumar, en definitiva, mi vocación.
En este preciso momento, estoy mientras escribo experimentando los efectos del otoño, una estación de duelo para la arboleda. De modo singular me permite ser y crecer. Sentir y elegir. Antes, durante y al final de un texto.
Esta emoción del duelo se vuelve extensiva al resto de mi entorno. Y al resto de mi cuero. Porque si bien me encuentro detrás de muros o ventanas vidriadas, de un patio o jardín, del trueno y del relámpago, la pérdida me hace reflexionar en que una parte del mundo empírica se marcha, se seca, vuela, las temperatura baja. El mundo, ah el mundo, el universo todo abre sus posibilidades para que la creación eche a rodear.