Mientras pelaba una mandarina, se dijo:
-¿Hay un plan?”. Y a continuación lo repitió, esta vez en voz alta.
Entre el intrincado argumento de las novelas policiales y las vidas de santos, los programas de evangelistas y los folletos de los testigos de Jehová, evidentemente todo tendía hacia un enigma que hacía falta descifrar. Lo habían intentado los arameos, los fenicios, los babilonios, los asirios, los celtas, los hebreos, los romanos y aztecas, mayas e incas (no necesariamente en ese orden). Pensó: “el plan”.
En qué lugar se alojaba ese centro. Cómo acceder a su costado más primordial. A quién confiarse, en caso de lograr desentrañarlo. “Estoy en un aprieto”, se dijo, con algo de alarma, en tanto apretaba con los dedos un gajo. El jugo refrescante chorreó con su jugo los dedos de la mano izquierdo.
Estaba lleno de preguntas. Lo que pone en aprietos a cualquiera.
“Mejor me pongo a hacer un crucigrama”. O a jugr un solitario en la computadora. Casi lo había completado cuando le faltaba una palabra intrincada que no llegaba a desentrañar. Podía ser Luna o Tuna o Puna o Cuna.
La lista no era extensa pero bien valía detenerse a pensar en las opciones. Meditó sobre esas mujeres que en sus trabajos, para que el tiempo pase, se liman las uñas. Tachó y completó: la palabra era Luna.
En un momento arremolinado empezó a pensar en la última vez que había mirado la luna. Detiéndose morosamente en ella. Y recordó que lo había hecho cando llevaban en el auto con su hermano a Julia a lo de su mamá, después de una tarde juntos.
En fin, la luna tiene esas cosas. Es, ante todo, inolvidable. Oficia de gran panóptico porque tiene esa cualidad de ojo o, mejor dicho, de pupila discretamente rutilante, inherente a las cosas magnéticas y esféricas. ¿Qué más decir sobre la luna, especialmente en cielos despejados, con alguna bruma flotante?
La luna lo llevó a pensar en que por esos días una nave había logrado llegar al planeta Marte. ¿Qué buscábamos los seres humanos? ¿Siempre conquistas?
Volvió al plan. Dejó el crucigrama. Dejó a su hija. Dejó a la luna. Dejó a la raza humana y por fin pensó una vez más: “¿Hay un plan?”. Claro está: no era la persona más apropiada para contestar a esa pregunta. Tampoco era la altura de su vida para hacerlo. Prematuro para encontrar respuesta a los grandes asuntos del universo. Era una pregunta que brillaba en toda su desmesura. Pero pensó que había habido cosas de su vida que suponía había elegido, otras que le habían tocado y otras, aparentemente, mitad y mitad. ¿Se podía torcer “el plan”? “No”, se dijo. Parecía, frente a este pronunciamiento, ser un hombre de respuestas certeras.
Curiosamente, porque no era un hombre caviloso, ello lo sumió en un círculo algo confuso. Intrincado. El estilo de los círculos inquietantes de los cuadros y dibujos de Escher o de René Magritte, de Giorgio de Chirico, objetos mágicos a los que no se resignó a perder. Se aferró a ellos con desesperación, con espanto, con fascinación. No obstante, lavó la taza de café con leche con ensoñación nostálgica y, preciso es decirlo, cierta consternación. “Hay misterios…”, se dijo.
Daba vueltas antes de irse a dormir. Tomó un vaso de agua de la canilla del baño. No quería ver televisión porque ya sabía lo que pasaban o estarían pasando la raza humana. Series de ficción, películas viejas que habían pasado montones de veces, el patético doblaje de las películas extranjeras, las malas actuaciones de actores mediocres o bien los programas de chimentos. Publidad que cortaba la fluidez de la programación. La publicidad lo irritaba.
Las películas subtituladas que lo agobiaban por la rapidez con que pasaban las diminutas letras, programas deportivos que siempre inexplicablemente lo habían llenado de hastío. No obstante, admiraba la pasión de los hinchas, el gol bullanguero, el suspiro ante el gol errado del esquivo rival. El ímpetu contagioso de los relatores.
Cesó de pensar. Se tiró en la cama: música. Dudó: ¿bossa o rock?, ¿música celta o un griego raro que le había traído un amigo de Creta? ¿música gallega o africana? Folklore, jamás. Música francesa: eso no sonaba mal. La Piaf, sí admisible o “Montand chante Prevert”. Cultísimo para una noche que, después de tanta reflexión, exigía algo más trivial. Los cantautores latinoamericanos eran buenos, pero las letras demasiado trovadas. Se decidió: música folklórica irlandesa. Sabía el idioma, aprendido en sucesivas academias.
La música sonó y era una buena voz, voz de mezzo. Había algunas arpas, otros instrumentos de viento sonaban por allá, ¿algún laúd quizás?, percusión, de tanto en tanto un cascabeleo. Ignorante de estos tecnicismos de conocedor, se abandonó al mero fluir de las cadencias.
Cesó la música después de casi una hora. Cesó su sed de compañía. Cesó el tiempo.
Durante esa hora no pudo evitar seguir algunas frases o palabras. No menos cierto es que, en los momentos de especulación siguió pensando en “el plan”. Y no supo si estaba eligiendo o si estaba siendo elegido. Si a esa música la había elegido u otra entidad, más potente, lo había hecho por él. Esa noche, no llegó a ninguna conclusión. Lo que lo sumió en una vaga angustia.
A lo largo de los años siguió preguntándose por el plan. Por el color índigo. Por una luna en cuarto creciente mientras llevaba a su casa a su hija. Por el botón que le saltaba del saco. Por esa moneda de un peso que había encontrado tirada en la calle y que pensaba auspiciosa. Por un concierto en el que, arrobado, escuchaba a Mahler.
Nunca supo si estaba por dentro o por fuera del plan. Supuso que sí. Pero no si en esa trama era artífice o un mero juguete en una mente poderosa.
Cerró los ojos. Lentamente el plan comenzó a cumplirse.