Códice Borbónico

La escritura, al ser un medio de comunicación, cumple funciones socioculturales; es a la vez producto y tiene injerencia en la realidad, en el caso de la cultura mexica, la religión era indisociable de ambas. “De hecho, el eje en torno al cual se organizaban la vida y la imagen ejemplar ere el culto, las ceremonias y los ritos dedicados a las divinidades”. [1]

La visión religiosa mesoamericana había alcanzado un alto grado de desarrollo y contaba con un complejo panteón de deidades, a las cuales se les otorgaban atributos iconográficos particulares que adquirían formas corpóreas en las imágenes que habitaban los templos. Tales atributos eran otorgados por una jerarquía de especialistas religiosos que supervisaba la observación de todo un calendario de actividades, procesiones y vestimentas durante todo el año. [2]

El tiempo y la palabra

En medio de tales espacios la misión de la escritura fue trascender el tiempo. Sabemos que para los mexicas el tiempo era vital y cíclico, donde se distinguían tres tipos de tiempo: el previo al origen, el del origen y el del hombre. El tiempo del hombre era cifrado en ciclos calendáricos, resultado del conocimiento astronómico  mesoamericano y regía las relaciones entre el tiempo del hombre y el de sus creaciones.

El tiempo que trascendía al hombre nunca tenía un fin y continuaba su propio recorrido, [3] pero existía una correspondencia entre ese tiempo de los ciclos cósmicos y los tiempos del hombre que convergía en un espacio que mediaba entre las fuerzas divinas y terrenales. El tiempo de lo suprasensible se entretejía con el mundano. Las linealidades no eran privilegiadas y como el retumbar del tambor, la vida era parte de ese rito que terminaba y se renovaba constantemente.

La escritura no era ajena a ésta configuración, pues a través de ella se intentaba anular la fugacidad temporal. Es entonces fácil comprender que para los mexicas tuviera un valor trascendental. Aquello que se escribía sería recitado más tarde en algún otro momento, es decir, trascendería los ciclos de un hombre, de una generación o varias. Por lo tanto, nos dice Amos Segala, la escritura constituía una herramienta propia de los dioses –se atribuye su invención a Quetzalcóatl–, que era prestada al hombre para que a través de ella cumpliera con los ritos que debía a las divinidades.

Estos principios religiosos y rituales eran la base de la identidad ontológica del grupo, por lo que su preservación en el trascurrir temporal era imprescindible, de allí el lugar central que tenía la memoria. Sin memoria no había reconocimiento de la posición cosmológica y social del individuo y del grupo, la vida y sus coordenadas perdían sentido. Es la escritura la que podía dar luz sobre la trama misteriosa que regía al universo, al mundo y al ser individual. Lo sagrado, desde la cosmovisión nahua, estaba inscrito en cada glifo, en cada espacio en blanco y en cada color de tinta de su escritura.

Escritura, oralidad y estructura social

En el aspecto sociocultural, el hecho de que la escritura pictográfica no cifrara el lenguaje hablado no debe hacernos olvidar la función privilegiada que tenía la palabra oral en las sociedades prehispánicas. “Los códices no eran textos contemplativos para ser estudiados en tranquilidad y aislamiento. Es de suponer que en todos los pueblos mesoamericanos eran la base para una exposición verbal”. [4] Recordemos que la historia de la lectura en Europa muestra cómo la lectura privada, aislada de la exposición verbal, no ocurrió hasta la invención de la imprenta, hasta entonces la lectura colectiva y en voz alta había sido el uso común. [5]

En las sociedades mesoamericanas, la oralidad era base de su configuración social. La palabra hablada trabajaba en conjunto con la escritura pictográfica. Los amoxtli eran leídos en espacios públicos por oradores, lo que hacía que la información escrita en imágenes se espacializara con sus gestos, la danza y la dramatización de la voz.

La palabra oral era un elemento enunciativo más dentro de la composición semántica. [6]  Debemos intentar imaginar un mundo prehispánico donde la escritura participaba de un ritual enmarcado en la oralidad, que a su vez permitía fijar en la memoria colectiva los acontecimientos o concepciones que daban cohesión a la sociedad mexica. Bajo esta concepción se entonaban cantos que acompañaban la lectura de los amoxtli. “Los participantes, cubiertos de jeroglíficos indumentarios y de pinturas, se revelan en una epifanía de colores y de formas que se sitúan fuera del lenguaje”. [7]

La música también era un componente más, sobre todo de la expresión de los cuicatl. La palabra oral náhuatl que acompañaba a la lectura de la escritura pictográfica estaba impregnada de su mundo circundante, del espacio natural que rodeaba a los emisores y receptores de los textos. “La líquida sonoridad de río, el infinito del llano, el vértigo del abismo o las tinieblas de una cueva son elementos estructurales de la enunciación y de la percepción de un canto”. [8]

Los oyentes de esta palabra oral que se conjugaba con la escrita, no sólo eran los hombres sino también los dioses, pues dicha lectura colectiva y ritual estaba inscrita en un marco religioso. La escritura era un arte que debía pensarse y producirse para agradar y venerar a los dioses tanto en su forma como en su fondo.[9]

El fin de la escritura pictográfica no era meramente funcional de transmisión de información, como en el caso de la escritura alfabética occidental renacentista, sino que debía tener una estética acorde a su fin trascendental. Lo expuesto hasta aquí da cuenta de la motivación religiosa que había en la escritura prehispánica y su necesidad de belleza en su representación gráfica, así como de la potencia de la palabra oral en la cultura mexica y de su quehacer escriturario, muy distinto de la tradición alfabética europea que llegó con la conquista y poco a poco se instaló en los códices indígenas.

Notas al pie


[1] Segala, Literatura, 1990, p. 37.

[2] Lockhart, Nahuas, 1999, p. 291.

[3] Segala, Literatura, 1990, pp. 67-68.

[4] Arellano y Grube, “Escritura”, 2002, p. 48.

[5] Ídem.

[6] Johansson, Palabra, 2007, pp. 37-38.

[7] Ídem.

[8] Ídem.

[9] Arellano y Grube, “Escritura”, 2002, p. 49.

Bibliografía

Arellano Carmen, Grube Nikolai, “Escritura y literalidad en Mesoamérica y en la región andina: una comparación” en Carmen Arellano Hoffmann, Peer Smidt, Xavier Noguez (coords.), Libros y escritura de tradición indígena. Ensayos sobre los códices prehispánicos y coloniales de México, México, El Colegio Mexiquense/Universidad Católica de Eichstatt, 2002, pp. 27-65.

Johansson, Patrick K., La palabra, la imagen y el manuscrito, México, UNAM, 2007.

Lockhart, James, Los nahuas después de la Conquista. Historia social y cultural de la  población indígena del México central, siglos XVI-XVIII, México, FCE, 1999.

Segala, Amos, Literatura náhuatl, México, CONACULTA/Grijalbo, 1990.