Ángel Moreno Ramos comenzó ayudando a poner engrudo a los carteles de cine cuando tenía siete años, al inicio de la década de 1960. Nunca imaginó que tendría a su cargo más de cien distribuidoras cinematográficas, abarcando buena parte del territorio nacional, ni que trabajaría de extra en alrededor de 38 películas o que conocería a cantidad de actores, entre ellos al Indio Fernández, a quien terminó visitando en la cárcel llevándole cigarros, tequila y la visita que tanto escasea cuando ya no hay opulencia.
El cine se ha vuelto elitista, sus precios lo han hecho así.
El trayecto
Nació en Tecomán, Colima, pero muy pronto su familia se mudó a Tamazula de Gordiano, en Jalisco; fue allí donde se topó con su pasión y más tarde medio de subsistencia: el cine.
Podemos imaginarlo cual un Salvatore en su propio Cinema Paradiso, escabulléndose entre las butacas en medio de los cines de los años 60, donde sólo había una sala, larga, llena de gente que hacía fila para ver la película en turno y donde la nube de humo de los cigarros daba a la pantalla un aire celestial.
Tras ayudarle a pegar engrudo a Juanito, el encargado de poner los carteles de cada película y quien le pagaba 50 centavos, comenzó a juntar envases de los refrescos que la gente dejaba –recordemos que antes sólo existían botellas de vidrio– y finalmente se convirtió en el consentido de las hermanas Béjar, dueñas del cine del mismo nombre.
Tenía 15 años cuando su tío lo invitó a trabajar en los Estudios América donde él hacía de extra. Ángel se fue a vivir al entonces llamado Distrito Federal y comenzó a trabajar también de extra, ganado 25 pesos al día, conociendo los tejes y manejes detrás del cine, sobre todo, aprendiendo a conocer a las personas y a desplegar el carisma que naturalmente tiene.
Llegó a trabajar de extra en más de 30 películas. Poco a poco se fue acercando a los productores y para el año de 1974 empezó a trabajar de office boy para el productor Rogelio Agrasánchez en los mismos Estudios América. Durante el mismo año buscó convertirse en distribuidor de películas y logró hacerlo encargándose de la publicidad.
Su primera parada fue en Tamaulipas. Recuerda que llevaba los grabados hechos de aluminio para hacer los volantes. Cuenta que cuando llegó con el encargado del primer cine su estrategia fue la siguiente: de durar 2 horas el carro de sonido anunciando la película, el propuso 4, de 10 spots que se lanzaban en radio pensó subirlos a 20 y de tres días de carteles él opinó hacerlos durante cinco. Sonriendo recuerda la anécdota de su entrada intuitiva pero sagaz en el mundo de la publicidad. No tenía ni 25 años.
Así comienza a publicitar por todo el norte del país. Comencé a ganar muy bien, nos dice. Como su sueldo era bueno y además le daban viáticos, él hacía cuentas, se ponía austero y con lo que le sobraba compraba “falluca” que después vendía. Sus estrategias publicitarias abarcaban más allá del séptimo arte.
Se casó en 1976 en Torreón y dos años después se convirtió en director de publicidad nacional. Intentó poner su propia distribuidora pero el sindicato de trabajadores del cine se lo impidió.
Para 1981 todavía no llega a los treinta años y obtiene la dirección general de publicidad en Guadalajara, ciudad en la que terminó por establecerse. A principios de 1990 se independizó y echó a andar su distribuidora. Las sillas eran las propias cintas, no tenía mobiliario, nos dice sonriendo.
Es así, desde cero, que fue desde la renta de cines hasta la construcción de los mismos. Inicia varios de los cines que ahora están en Ocotlán y en Ciudad Guzmán. Lo más probable es que si algún lector vio películas en Guadalajara a fines de los años 80 y durante todos los 90, fueron cintas distribuidas por Ángel Moreno.
Sin embargo el ascenso fue tan grande como el desplome. En 2006 le comenten un fraude que termina por alejarlo del mundo de la distribución y del cine como medio de sustento económico.
En esta parte nos habla de que pese a esto, su pasión por el cine siguió y sigue intacta, pero en cuanto a forma de negocio su desilusión fue enorme. Comenzó a ver cómo todo se volvió muy mercenario, un espacio voraz donde la antigua hermandad de la que él participó y que él ofreció, dejó de existir.
Antes, nos dice, si a alguien dentro de la industria le iba mal o le faltaba algún familiar, allí estábamos para apoyarlo. Eso se perdió poco a poco, concluye. Y así como nos refirió que pocos amigos visitaron al Indio Fernández en la cárcel, a él también fueron pocos quienes lo apoyaron cuando su negocio dejó de funcionar.
Hoy sigue ligado al cine pero de otra manera, ya no desde la industria y la publicidad sino desde un ámbito académico. Aunque en su vida no figuran los títulos universitarios, de esos que se usan para decorar paredes, su trayectoria lo ha convertido en un invitado de festivales internacionales, así como de universidades en distintas partes del mundo, donde comparte con los estudiantes su conocimiento sobre el cine mexicano y su historia tras bambalinas. Por ejemplo, ha estado en Alemania o Francia, en donde menciona que aunque no habla francés o alemán, cuando hay pasión por el arte no importa el idioma.
Opiniones y reflexiones
Una vez que nos ha contado su prolífica trayectoria de vida en torno al cine, nos refiere varias opiniones y reflexiones, así como anécdotas –de las que tiene cantidad–. Aquí referiremos algunas.
Hay películas para ver, otras para disfrutar y otras para reflexionar.
También depende mucho del estado de ánimo la recepción que tendrás de una película, nos dice, a la vez que nos habla de la falta de referentes de la historia del cine nacional en los jóvenes, mucho de ello debido a las propias políticas que tenemos en el país en materia cinematográfica. Hay un consumo excesivo de cine estadounidense, debido a que la proyección de las producciones estadounidenses tiene mayores espacios que el dado a las nacionales.
Por otra parte, continúa, el cine se ha vuelto elitista, sus precios lo han hecho así. Antes muchas familias tenían la posibilidad de ir con el salario del padre o de la madre, ahora el cine tiene un precio de entrada muy caro, sin mencionar la comida que se vende con precios por las nubes. Distribuidoras y cines se equivocan al encarecerlo, han privado a una parte importante de la población mexicana de una recreación constante y que puede resultar benéfica socioculturalmente.
Respecto a las series nos dice que están modificando al cine, pero que si recordamos un poco, nos daremos cuenta de que el cine en el pasado también fue seriado, se emitía la continuación de una historia semana a semana. Como tiempo más atrás lo habían hecho las novelas por entregas o en su momento algunas radionovelas.
El Indio Fernández, los cigarros y la cárcel
Ángel Moreno cuenta su vida en medio de una voz tranquila y amena, con anécdotas cargadas de humor que avivan el interés de quien lo escucha. De lo último que nos contó fue su experiencia con el Indio Fernández. Primero comenzó diciéndonos que a Chavela Vargas no le gustaba el cine que hacía Fernández. Le parecía burdo y sin sentido. Eso hizo que nos contara de cuando él fue a visitarlo a la cárcel, en Torreón, luego de haber matado a un agricultor durante un rodaje.
Ángel lo conocía, como a tantos otros directores y actores, y una amiga le pidió que fueran a visitarlo. Al principio él rehuyó a la idea, es que el Indio está medio loco, le dijo, pero al final accedió. El día acordado ella lo dejó plantado, así que le tocó ir a visitarlo a él, acompañado únicamente de los cigarros y el tequila que le llevaba. Ese fue su pase y la manera en que un malhumorado Indio Fernández lo recibiera contento en sus visitas semana a semana.
Al Indio lo dejaron en libertad seis meses después y Ángel se lo topó al tiempo en la Ciudad de México. Cuando fue a saludarlo, Fernández lo recibió como se reciben a los escasos amigos que te visitan en la cárcel. Vente, vamos a mi casa, ahora seré yo el que te invite los cigarros y el tequila. Nos cuenta que llegó a su casa, en Coyoacán, una casa enorme, hecha de piedra, imponente pero ahora casi vacía y derruida. Reflejaba el ocaso de quien fuera uno de los genios de la época de oro del cine mexicano.
Me invitaron a Rusia para recibir un premio y ser homenajeado, pero no tengo dinero ni para el avión, le confió Fernández.
Ángel le dio ánimo y le sugirió a quién pedir ayuda. Finalmente pudo ir y recibir su premio gracias al apoyo de un amigo.
Como esta anécdota, Ángel Moreno guarda muchas en su memoria. Una colección de momentos especiales de una persona que fue parte de una industria con una dinámica muy distinta a la de hoy.
Las circunstancias que llevaron a Ángel a vivir en y para el cine no podrían darse actualmente. No habría Juanitos que le permitieran ayudar con el engrudo de los carteles, ni hermanas Béjar, solteronas empedernidas que lo dejaran pasar hora tras hora viendo películas. Ni Lupitas, compañeras que también trabajaban de extra en las películas, que lo invitaran al salón El Patio, con mesa para dos y vista a la pista en la presentación del Gigante de la canción. No encontraría Agrasánchez que le dieran la oportunidad de trabajar de director de publicidad siendo tan joven y con más voluntad que experiencia.
Tampoco encontraría los cines de pueblo, como el cine El Diablito, o uno de los cines más elegantes de Jalisco, con acabados de madera, nos dice Ángel, en un pueblo llamado Atotonilco el Alto, donde, como en todos los cines del país décadas atrás, familias enteras y personas de todos los rangos sociales, iban a la matiné o por la tarde o noche a disfrutar de la película mexicana en turno.
Porque aunque a las nuevas generaciones nos resulte tan lejano que lo creamos parte de una película que nos cuentan nuestros padres o los libros de historia del cine, existió una época en la que se exhibían, en su mayoría, películas mexicanas tan taquilleras como hoy sólo lo logran las cintas estadounidenses.
Los Salvatores o Ángeles –curioso juego de nombres– ya no son posibles en unos cines que han eliminado cualquier evocación inocente de paraísos, lejos de tickets marcados y experiencias prefabricadas cual combo de palomitas.