Y he optado por Aniquilar, en vez de Destruir, pues la raíz nihil, néant, se conserva en el castellano, mientras que destruir está en francés como détruir, y no es esa la palabra que eligió el autor. Dicen que el título que puso Kafka es Transformación, pero le pusieron Metamorfosis. El sexo de los ángeles, posiblemente.
El caso es que esta novela, la última, por un lado no agrega nada al corpus houellebequiano, y esto lo adelantamos sin escrúpulos porque los lectores igualmente serán legión. Michel está entre los dedos de una mano en un primer conteo de los narradores franceses, y nunca evitó el impacto y aún el escándalo (Sumisión despliega un miedo oculto, una posibilidad negada, una tragedia cultural y social acechante: que un musulmán dirija los destinos de Francia, pero a la vez que la mitad de la población retroceda compulsivamente a la esclavitud). O, más banal, el procedimiento de mencionar marcas y productos a la manera de catálogo hasta el punto de hacer al lector preguntarse si esponsoreó su escritura y vendió las menciones. Ya lo había hecho Ellis en American Psycho y la serie Friends con gran éxito y poca objeción. Recurso literario o no, el lector occidental se encuentra con el omnipresente goce del consumo obsceno primermundista, como entorno o como aspiración.
Así como Serotonina es al sexagenario lo que Ampliación del campo de batalla al treintañero, Anéantir es con El mapa y el territorio una ecuación similar. Este último El mapa… despliega la narrativa de la muerte milenial, la eutanasia, la voluntad de guionar nuestros últimos momentos. De no dejar a la muerte hacer estragos de sangre o espectáculos horrendos. El recato es en esta última novela quizá la palabra clave, el tema macro. Si se quiere buscar sinónimos de ocasión estos serían pudor, introversión, incomunicación, ascetismo, y todos lo que lleven, en este rumbo, el sema auto, que apunta al aislamiento, la soledad, el encierro. En sí mismo.
Una muerte europea, al modo de Alain Delon, elegida, consensuada y con la voluntad expresa de no asustar a nadie.
Algo menos brusco que destruir o aniquilar esto de ser retraído.
Pero hay más, mucho más en esta novela francesa, a la hora de buscar alegorías.
El protagonista es Paul Raison (Razón), casado con Prudence (Prudencia), trabaja para el ministro de Economía Bruno Juge (Juez) y su cruel cuñada se llama Indy por oposición al cuñado Hervé, (nombre híper francés) como conviene a un provinciano partidario del Frente Nacional. El sexo no forma parte de su vida desde hace tiempo y las razones, un desgano normal en su vida parisina de atiborrado confort, son simplemente esas. Si busca una prostituta ocasionalmente, y sólo para volver con su mujer seguro de que todos los mecanismos funcionen, se encontrara con una miembro de su familia, con la cual el casi incesto pasará a ser un detalle más del papel de las mujeres en la obra de MH.
También la vida laboral de este hombre está signada por un gris kafkiano y burocrático pero sin oscuridad, eficiente, con la luz de un sol implacable e inofensivo, que pone en relieve la vacuidad de la vida en un país perfecto. Su jefe es intachable, muy lejos de nuestros sucios operísticos economistas sudamericanos. Vive en su oficina y sólo porque el presidente ya tuvo dos mandatos y no puede presentarse a un tercero accede a postularse por su partido. Asceta ateo y casto, este hombre estará asesorado por una manager experta en comunicación y manipulación de audiencias y una coach bellísima y étnica (ay Michel) que hará algo más que asesorar.
Paul seguirá de cerca estos primeros pasos de campaña, pero su padre anciano queda postrado por un ACV y esto motiva un regreso a la familia. En el interior de Francia, en la riente región de Beaujolais, recorreremos los vericuetos del sistema de salud francés, la condición de los enfermos inválidos, la posibilidad de un hogar amable y alegre donde estar, asistido por personal sin sobrecarga y dedicado a paliar los momentos desgraciados de la vida. Y comete la ingenuidad de insertar un dibujo de la propiedad familiar.
Francia es un país católico, en Europa no hay otro con más santos, y aquí es Cécile, la hermana de Paul quien tiene fe y logra, con su oración, algún progreso en el enfermo. Que es asistido de cerca por su compañera, amante, asistente Madeleine, intelectualmente inferior pero, como su nombre lo indica, ideal para este trance.
La familia se completa con el débil Aurélien, restaurador de arte medieval (un trabajo productivo en esas tierras) muchos años menor, casi de otra generación, que cayó en garras de la periodista de medios inescrupulosa, que para denigrarlo subroga un vientre para su óvulo y el esperma de un negro. Y pondrá en duda su fertilidad. Este niño ya es un adolescente. Sólo Paul intenta una conversación sobre videojuegos, como para sentirse correcto. En el paneo de temas, este de la reproducción tecnologizada no podía faltar.
De la madre de los tres sólo diremos que era escultora, intelectual, independiente y totalmente desprovista de capacidad de dar afecto. Clarísimo el perfil.
El núcleo temático de la familia tendrá su estallido, a la manera de las series nórdicas. Y dará cabida a una fuerte crítica al encarnizamiento médico moderno, nos ilustrará cómo un regreso a la tradición es deseable aunque para eso se deba recurrir a extremos casi delictuales, o épicos (cercanos como en los contenidos seriales).
Si alguien paga, que sea inmigrante.
Y pasamos al rubro “atentados”, ya que la cobertura de la elección presidencial ha sido hecha con impecable oportunidad, nos ayuda a leer a Macron.
Recordemos que Sumisión -novela sobre la posibilidad de que un musulmán llegue al poder por elecciones, con el beneplácito de los varones que ven allanado el dominio del otro sexo- salió en el marco de los atentados de 2015. Y como el autor suele posdatar su ficción (esta transcurre 2027) nos adelanta una posible superación de los estilos habituales del terrorismo. Aquí se transforman en amenazar con mensajes de hackers viralizados y truculentos, en filmaciones de la posibilidad de destruir comercio y riquezas, hasta que empieza a haber víctimas y pérdidas incontables. A manos de terroristas occidentales, de ideologías mezcladas, ultras -ecolo -anarquistas y así.
Lo peor –pero por qué Prudence no había regresado todavía, se preguntó repentinamente, la necesitaba ahora, necesitaba su conversación cotidiana, pero ya no era posible, no podía esperarla más. Tenía que acostarse y tratar de dormir, quizá un programa de saltos de esquí bastaría- lo peor era que si el objetivo de los terroristas era aniquilar el mundo tal como lo conocía, de aniquilar el mundo moderno, no podía estar en desacuerdo del todo.
Un futuro aquí nomás, con la data que ya tenemos. Este tópico tendrá otro sector de público. Porque no falta el ingrediente espionaje, criptografía, CIA y demás. ¿Huelga aclarar que en este grupo de personajes no hay chicas? caramba, Michel, en las series son más correctos, hay chicas inteligentes.
Quizá a esta altura sea necesario decir que mi abordaje busca claves de género (digamos que el sesgo histórico en la crítica literaria fue el masculino), que el interés está puesto en ver cómo este autor conoce o no, le interesa o no el juego de lo femenino en ese mundo que diseña. Su estilo es impecable, su francés fluido y complejo, la dosificación de interés es eficiente, casi televisiva como siempre, y su cultura satisfactoria. Quizá es algo desprolijo en la mezcla de ingredientes: ficción política, drama psicológico, costumbrismo y morbo médico desequilibra la unidad del plot y desorienta.
Es una novela sumamente triste. Tristísima. Se tiñe de colores otoñales, pasa por una casa de vacaciones tan francesa como las viñas, símbolo de una infancia feliz, reservada, silente, pero feliz. Y en la ciudad se ubica en un barrio nuevo, con parques inmensos, con urbanizaciones donde los departamentos no tienen living, sino espacio de vida.
El relato detallado y cruel de una enfermedad terminal da paso a una meditación de la muerte en clave pos-posmoderna, globalizada y de excelencia, en la que se contempla el trance como una serie de pasos controlados, al alcance de uno, con el consuelo de hacer las cosas bien. ¿Cómo asume la muerte un ser civilizado hasta la aniquilación de todo deseo, de todo impulso? Pues así, pero, como en Extensión del campo de batalla, en Serotonina, en El mapa y el territorio, en Las partículas elementales, y en Plataforma, el metamensaje es otro.
Tanto Paul como el medicado que sube la dosis de serotonina van aboliendo la virilidad, van viendo cómo, por el medio que sea, la testosterona se pierde, se degrada, se deconstruye. Hay una nostálgica despedida del varón del baby boom, se subraya más de una vez que fue la última generación de hombres enérgicos, constructores, amantes y felices, vitales en suma. El varón houellebecquiano es por el contrario, débil y sin futuro, ya que ha abolido la ferocidad, la sed de conquista, el alarido y el himno de guerra, sí, pero enfrente de él hay una mujer tradicional, quieta, suavemente religiosa, apenas profesional, consuelo del enfermo y, eso sí, buena en la fellatio.
Repensando a Sloterdijk y su Crítica de la Razón Cínica, la demolición ha sido hecha a conciencia en esta pintura de lo francés/europeo, la razón de la Ilustración ha triunfado, pero sólo lleva a la extinción, sustantivo quizá más brusco pero más preciso, en la prisión del orden simbólico masculino agotado.
Quizá este relato esté ahora mismo sufriendo una desmentida. Así como los atentados jiyadistas de los últimos años en Francia desarmaron la posibilidad de una integración al límite de compartir el poder con otro credo, la guerra ruso-ucrania con su tejido tecnológico a la antigua instala un horizonte de fin del mundo al modo del siglo XX, amenaza nuclear, injerencia estadounidense, bombas a la antigua. El holocausto a manos de sectas nerd minoritarias queda fantasioso y reaparece el viejo odio de superpotencias que fue el escenario de nuestra infancia.
Y para no perder el punto de vista geopsicológico, la mágica y azarosa contigüidad de las lecturas que encontramos en la búsqueda ávida de sentido a través de los mundos poéticos, menciono mi encuentro con El Asco, novela breve de 1997 del salvadoreño Horacio Castellanos Moya. Dispara una flecha que atina aquí, en territorio francés
Paul había conocido hombres que no hubieran imaginado renegar de la palabra dada, con los que no era necesario recurrir a la formalidad del juramento. Era sorprendente que esa clase de hombres existiera todavía, y en número no exiguo. Bokobza era uno de ellos, pero conocía mejor a Dupont, y sobre todo a Bruno. De un siglo a esta parte más o menos, otros hombres habían aparecido, en número creciente, eran cachondos y viscosos, no tenían siquiera la inocencia de los monos, los guiaba la misión infernal de roer y corromper los vínculos, de aniquilar (anéantir) lo necesario y humano. Finalmente habían alcanzado al gran público, a las audiencias populares. Mientras el público cultivado había sido alcanzado por la decadencia, bajo la influencia de pensadores que sería aburrido enumerar, lo esencial fue el gran público. La masa era ahora, desde Los Beatles o quizá aún desde Elvis Presley, la norma de toda legitimación, rol que la clase cultivada, habiendo fallado tanto en el plano ético como en el estético, y comprometida en el plano intelectual profundamente, ya no podía sostener. Así el gran público alcanzó un estatus de poder de validación universal, su envilecimiento programado fue una empresa perversa. Eso no podía conducir más que a un final violento y triste. Es lo que Paul pensaba.
Castellanos Moya subtitula su novela Thomas Bernhard en San Salvador, parafraseando al austríaco, su texto El origen, donde expresa en forma revulsiva lo que opina de sus compatriotas, de su país, de la degradación humana que como un fondo turbio empapa su origen y su presente.
Moya, la voz del narrador, escucha la diatriba de Vega, un hombre que como Mersault, debe volver a su patria centroamericana para atender los asuntos formales causados por la muerte de su madre. Habiéndose radicado en Canadá, donde la civilización es un ambiente perfecto para la vida humana, y la convivencia es apacible y armoniosa, el contraste con la república caribeña se le antoja viscoso, repugnante y no soporta la existencia durante esos pocos días que serán necesarios para cumplir con su promesa de asistir al entierro y con su hermano arreglar el reparto de los bienes. La inmundicia de los hermanos maristas, los miserables políticos de izquierda, el fútbol como máxima realización humana, la hipocresía congénita de esta raza, la cotidianidad de ser tratado como un animal, las horribles tortillas grasosas rellenas de chicharrón y así.
Un asco que en Houellebecq se muestra con una parquedad absoluta aquí desborda caribeño. Experiencias distantes entre sí y paralelas, sesgadas en lo masculino y que desembocan en un escenario de extinción.
(La traducción del francés es de la autora)
Castellanos Moya, Horacio. El Asco, Tusquets, Buenos Aires, 2014
Houellebecq, Michel. Anéantir, Flammarion, Paris, 2022