“¿Cómo nace un poema?”, me pregunté cierta tarde de otoño, procurando llegar a una respuesta más o menos concluyente. Acudí a mi experiencia de escritura de ya largos años para procurar contestar a esta pregunta. Pero de inmediato supe que no existía una respuesta unívoca, simple, que me permitiera generalizar los procesos de génesis de escritura. Más bien se trataba de una producción artística que suponía no de reglas sino más bien de singularidades. De casos puntuales. De modo que en este artículo me referiré al modo como yo he escrito poesía a lo largo de mi vida. Por otra parte, mi experiencia como poeta no puede ser universalizada. Por otra parte, ese nacimiento o irrupción del poema en mi vida, establecía un tipo de relación conmigo de naturaleza particular. Distinta en cada caso. Además de distinta en la medida en que avanzaba impetuosamente el tiempo entre mi producción literaria y las competencias durante ese tiempo aprendidas.
Como dije, resulta imposible llegar a señalar reglas fijas, estables, típicas. Porque los poemas pueden nacer de muchas formas o estímulos que no responden a una regularidad. Hay algunos casos frecuentes, en que me propongo escribir uno de forma deliberada. En tales circunstancias, habrá muchas variables que pasarán a formar parte de esa génesis de escritura, de manera voluntaria. Bien si desde alguna revista o para un libro me han solicitado una serie de poemas en carácter de colaborador, bien si yo la envío por mi propia iniciativa o si estoy trabajando en un poemario en un determinado momento de mi vida, lo más frecuente es que mi gran aliado sea el recorrido previo por la literatura en general y la poesía en particular. Imposible deducir de ello una receta. Se trata de ciertas técnicas que uno ha internalizado, producto se haber realizado diversas tentativas en torno del modo de producir un texto poético. Esta suerte de experiencia de escritura, nos faculta a los poetas a, mediante ciertas estrategias previamente ejercidas lograr que, efectivamente, un poema llegue al mundo (con mayor o menor fortuna, mayor o menor felicidad). Esto sucede al menos en mi caso. Yo me propongo escribir un poema, me siento frente a mi computadora (una Notebook) y acudo a mi imaginación creativa, a un hilo del cual pueda tirar para de ese modo capturar un verso que, por lo general, inicia una serie o cadena asociativa que se va enhebrando. Naturalmente que las cosas no resultan tan sencillas como este relato que acabo de formular. Uno puede encontrarse en un momento de escasa iluminación en lo relativo a la escritura, con el ánimo poco predispuesto, acaso cansado como para escribir, motivo por el cual el tal poema se malogra ni bien hayamos escrito el primer verso. Desistimos, luego de este intento o de varios de proseguir trabajando en un poema inédito.
El primer verso suele ser el determinante y hasta me atrevería a afirmar que es el que abre o cierra la puerta para que un poema nazca o no. El escritor descubre una vez que ha escrito ese primer verso que es relativamente sencillo proseguir en esa pista. De inmediato nos damos cuenta de si tenemos un poema delante o bien si se trató de un comienzo fallido. Se trata de un verso que debe tener riqueza semántica y sintáctica, ser sugestivo y poderoso (lo que no es sinónimo de grandilocuente o hiperbólico) para tomar de él lo más provechoso: la posibilidad de proseguir. Tendrá que ser un verso sobre todo estimulante. En tal caso, puede que tengamos éxito o un relativo éxito. Si eso no ocurre, uno comprende que no es el momento adecuado para escribir poesía. Porque hace falta en ese caso un cierto estado, una predisposición para la invención, un detonador que provoque esa llegada al mundo. Y si esa predisposición o inspiración (digamos), se presenta, es probable que alcancemos una producción estéticamente digna o que nos deje satisfechos, si somos lo suficientemente autocríticos. En estos casos me sucede que quedo maravillado por el modo como de solo buscarlo, he podido plasmar en palabras toda una serie de emociones, sensaciones, impresiones, sonidos, una cierta gramática, una música (en ocasiones los leo en voz alta luego de haberlos terminado). Yo recuerdo a la perfección momentos de mi vida en que por oficio he podido escribir un poema: lo más parecido a escribir por encargo Producto de una demanda externa, no de un impulso espontáneo, el poema por fin está en el mundo. Esta narración que puede parecer un gesto burocrático, no lo es. La recreación de atmósferas, de climas, de clímax, de las tensiones que surcan el poema en ese caso son de naturaleza preciosa.
Están los casos en que precisamente se suscita una ocurrencia, una suerte de impulso, casi primitivo, que producido por una fuerza interna del escritor (en mi caso no solo mental, sino que afecta a todo el cuerpo), se me impone una frase o palabra insistentemente. Y es allí cuando entra a jugar una cierta obstinación para pelear contra el lenguaje. Un lenguaje que nos deja decir solo una parte de la totalidad que se agita por dentro de nosotros. Brota una imagen, una sensación o una idea, uno escribe ese verso que se presentó de modo tan imperativo. Y luego el poema comienza a ser escrito libremente, con mucha soltura, producto de este estímulo.
Y los estímulos pueden ser múltiples. Desde un sonido escuchado en la casa cuando estábamos haciendo las tareas cotidianas en silencio. Puede nacer de haber escuchado algo en la calle, un rumor, un susurro, un sonido o una palabra o frase al pasar, una exclamación que afinó nuestra percepción, del mundo, nos afectó, sentimos esa percepción como un llamado a sentarnos a escribir en cuanto nos sea posible para proseguir esa cadena significante de modo completamente fiel.. Es allí cuando la cadena de significantes y significados a modo de eslabones, de versos que se van entrelazando, dan por resultado como mínimo una idea vaga del texto poético. O se nos presenta como el puntapié inicial: por dónde comenzar.
Un poema puede nacer de un libro que estamos leyendo. Entre las páginas de ese libro se agazapa un poema. Allí se estaba agitando uno, que pugnaba por salir a la superficie, luego de haber permanecido en estado de latencia o bien de ocurrencia. Esto es muy común para mí. Estar leyendo poesía o incluso narrativa y encontrar el poema contenido, germinalmente, en él. La frase del libro actúa como detonante de lo que seguirá en la medida en que nos apropiemos de esa pista. Esa frase ya convertida en primer verso del poema (no necesariamente una frase textual del libro, sino una imagen o impresión o idea que el libro dispara) la apertura de un proceso creativo para que todo un poema alcance su punto culminante y estalle. Es inspirado si los versos que comienzan a emerger encajan perfectamente en el puzzle que reúne un haz de atributos, propiedades, partes, versos, el tiempo o los tiempos verbales en que será conjugado ese poema. Un tiempo verbal que podemos jugar a que transcurra en cualquiera de los que pueden nombrarse de modo consciente: tiempos presente, pasado o futuro. Para lograr eso habrá que prestar especial atención a los verbos, apelando a la construcción pero también una cierta conformación semántica que sea compatible con ese tiempo en el que aspiramos a componerlo. Un libro suele nacer de otro libro y un poema puede, quizás, nacer de otro poema que hemos leído. Pero también de la narrativa o la dramaturgia.
Es cierto también que la antigüedad de un poeta en el oficio de escribir suele jugar a favor o en contra. Las personas más jóvenes suelen dejarse impresionar por emociones fuertes, sentimientos arrobados o simplemente melancólicos o llenos de tristeza. También angustiados o deprimidos. En ocasiones incluso de una ansiedad nerviosa. Pero no se debe confundir lanzar en una catarata sobre la página o la computadora, de modo precipitado, irreflexivo aquello que automáticamente sentimos desde las emociones o nos está sucediendo en ese momento. Un poema no consiste en la réplica de un estado de ánimo turbado o eufórico. Los excesos suelen malograr a un poema, precisamente el dejarse llevar impulsivamente por estados de ánimo desorbitados para cualquiera de ambos sentimientos. No me parece mal que alguien lo haga. Lo que sí digo es que no conviene confundir estados de ánimo exacerbados de los cuales se toma nota que raramente se conviertan en una obra lograda. Entiendo que un poema es el producto no solo de la creación sino también de una distancia suficiente respecto de nuestras emociones que nos mantenga a buen resguardo de los excesos del ánimo, de los estallidos de tristeza, incluso de felicidad. Resulta clave, a mi juicio, cuando uno escribe poesía no estar demasiado empapado de emociones que al poeta lo sobrepasen o le impidan escribir de una manera ecuánime para ser capaz de una escritura y lectura críticas acertadas. Ignoro si esto resulta factible. Pero en términos ideales, las mejores circunstancias para escribir poesía son cuando el sujeto está equilibrado. No turbado. Se alegará que todo el tiempo los seres humanos estamos incluso gobernados por estados de ánimo que no podemos controlar. Pues en esos momentos recomiendo elegir temas que no desaten estados descontrolados como la angustia extrema o la dicha ilimitada. En mi caso siempre prefiero sentarme a escribir cuando mis facultades y mi temperamento están menos afectados por el orden de lo real o de los elementos que definen la estabilidad. Por supuesto todo el mundo está en todo su derecho de escribir poesía estando sometido a toda clase de estados de ánimo. Lo que sí me parece (y digo esto por experiencia), es que cuanto más inmanejables sean las emociones, el poema será más el producto de una práctica de escritura irreflexiva. Y considero que es importante poder meditar acerca de lo que uno está escribiendo o, una vez terminado el poema, ha escrito mediante el pensamiento crítico.
El sujeto también sería bueno que no confundiera el yo lírico con su propia voz, de modo de poder jugar con varios registros. Esto es: que la voz del poema no hable del mismo modo en que lo hacemos nosotros. Es bueno, es positivo a mi juicio tomar distancia y trabajar con un yo lírico que no sea el mismo en todos los casos (incluso dentro de un mismo poema). Esto le brinda heterogeneidad a la producción poética. Le brinda matices. No se trata de lenguajes homogéneos sino variables. Por ejemplo: un poema puede ser escrito en primera persona, lo que suele mezclarse mucho con la voz autoral. En cambio si buscamos una voz alternativa, por ejemplo siendo varones la de una mujer o siendo adultos la de un niño, o un joven si somos viejos, o siendo seres vivos cuerpos inanimados. El resultado será de mucha más riqueza. También, por supuesto, seguramente llevará también más trabajo y se supone que será más difícil de construir que una voz que coincida estrictamente con la de quien está escribiendo. Esta es una premisa que suelo tener en cuenta. Que el poema no consista en el producto de un habla parecida o idéntica a la mía. Y este es un punto sumamente importante. Si uno toma consciencia de que está trabajando con la voz, por ir a un extremo, de una taza de té (porque en un poema eso es perfectamente legítimo), deberá darle la palabra a esa taza de un modo verosímil o no, pero sí será un poema en el que esa taza de té o café o mate cocido tendrá una singularidad propia de la función que cumple en la casa habitualmente o hacerla hablar en cambio de un modo completamente libre, jugando a que esa vida que uno le ha otorgado a esa materia inanimada de pronto cobra un inusitado protagonismo vital. Eso desconcierta a un lector, lo descoloca, incluso a los profesionales. Lo digan o no, no es lo mismo que si un autor le hubiera dado la voz a un hombre que es el horizonte de expectativas más previsible.
También hay poemas en que no hay un yo lírico que sea homogéneo a lo largo de todo el poema. Un poema puede estar construido con fragmentos de varias voces simultáneas. Abarcar historias de diversas personas en un mismo texto lírico. Porque un poema puede narrar también. Existen los poemas narrativos. Y todo poema, bien visto, puede ser leído como un relato. Un relato quebrado, roto, discontinuo, heterogéneo, con contrastes o mezclas. Incluso combinar o alternar lo culto con lo popular. No hay reglas estrictas en la poesía. Simplemente estoy dando algunos ejemplos que vienen a mi mente en este momento que he leído o directamente escrito yo mismo. Y resulta fabulosa la experiencia de escribir desde muchas voces. Es apasionante un poema narrativo en el que se narren no necesariamente hazañas, pueden ser momentos cotidianos, episodios históricos o bien otros apócrifos, existentes en el papel pero falsos en la realidad. Hay instantes que nunca tendrán lugar ni lo han tenido porque resultan inconcebibles, como mencioné recién, que una taza se dirija a mí y me haga una pregunta o se confiese por haber realizado algo prohibido o que exprese todo lo que le sucede cotidianamente. Consiste en un ejercicio tentador. Puede quejarse de cómo es tratada, de las distintas funciones para que se la usa, alegando que son demasiadas, quién la usa, por qué, cómo, de qué manera, si es vieja, si es joven, si tiene cachaduras, puede ser una taza que se hace añicos contra el suelo, puede echar de menos a un chico que ha dejado de usarla y el chico hablar adoptando, ahora él, el lugar del yo lírico, lamentando haberla extraviado o que se haya hecho pedazos. Tal vez pueden hablar otros familiares sucesivamente respecto de esa taza jugando de modo imaginativo.
Estos son algunos ejemplos puntuales para que el lector se percate de la inmensa variedad de recursos de que se pude servir el o la poeta a la hora de sentarse a escribir un poema. Hay muchas formas y hay que reflexionar acerca de cuál es la mejor opción (al menos en ese momento en particular) para escribir un buen poema. Para escribir lo que queremos escribir. Conviene una vez que uno ya tiene identificado con la certeza por dónde empezar el poema o hacia dónde orientarlo, hacerlo con toda la pluralidad de significados y sentidos con los que jugar. Porque el arte es para mí ante todo juego, además de tratarse de un tipo de producción que lleva mucha elaboración. Por eso mismo en el primer borrador me gusta buscar matices: el ridículo, el absurdo, la seriedad, la indignación, la ira, la alegría, el llanto, el humor, el dolor por la pérdida de un ser querido, cualquiera sea pero no necesariamente que ello haya ocurrido en absoluto. Simplemente reconocer que también con la muerte se puede hacer y se ha hecho mucha poesía. ¿Qué son sino Las coplas por la muerte de mi padre, de Jorge Manrique? ¿o el poema de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte”? También un poema con énfasis en un amor correspondido.
Como para cerrar, diría un consejo que me transmitió una colega quien a su vez lo había escuchado de un maestro de escritura que ambos compartimos. “Para escribir poesía también hace falta imaginación”. Con esto quiero decir que podemos dar rienda suelta a nuestra imaginación creativa de un modo cada vez más desafiante y atrevido. Cada vez más audaz. Esta circunstancia dará por resultado un tipo de poema, salvaje, insumiso, diría la poeta argentina María Negroni. Un poema imaginativo lo pone todo en cuestión, acude a imágenes inadmisibles para el sentido común, produce extrañamiento, nada ni nadie lo puede asir. El poema literalmente entra en ebullición. La imaginación como una dinamita lo hace volar todo por los aires. Por lo pronto al lector lo deja fuera de lugar, lo desconcierta. No se trata de un poema previsible. Y el poema, luego de haber entrado en combustión, arde. Arde hasta convertirse en una hoguera que ilumina pero que también tiene un poder letal. El de invitar a revisar de qué modo desarrollamos lo expresivo. De qué manera la comunicación se enrarece producto de atributos impertinentes.
Estos son, como dije, algunos pocos ejemplos tal como me ha tocado a mí ejercer mi oficio y ejercitar mis facultades, a partir de qué experiencia, qué lecciones de maestros de escritura sumamente escrupulosos. En efecto, en la poesía resulta conveniente y hasta imprescindible manejarse con escrúpulos que no nos traicionen ni traicionemos al lector.