CONATO DE ANALOGÍA: cómo orbitar a la mujer y no perder la Luna en el intento
A mediados del S. XX algunos muchachos aprendimos qué es orbitar, qué sería un satélite y qué es lo artificial. Y algunos otros muchachos aprendieron psicología. La mujer ya estaba alta ante nuestro deseo, una mitológica Luna irresistible para nuestra cohetería en ciernes. De algún modo descubrimos que unas fuerzas entran en pugna para que un satélite alcance su órbita y se mantenga en ella, tanto como pretendiéramos cuando pretendíamos acariciarnos contra la anhelada. Cualquiera fuera el modo, pasábamos a preguntarnos de cuántas vueltas requiere una mujer. ¿Y de algunas volteretas? ¿Y qué pasa cuando ella te da vuelta? ¿O cuando se desenrosca? O peor, ¿cuando se desenvuelve?.
De esto no enseñaban mucho los tangos que llegaban vivos a aquella época. Hablaban de no ovillarse, de desenvoltura, nada de amar desorbitadamente, esa cualidad sólo apreciada en la flamante escuela de aspirantes a astronautas. Un tanguero Revagliatti se lo dice de entrada, diseñando un portal: ella y yo, socios de una aventura poética, limítrofe, liquidatoria. Caía bien la psicología al corazón de una ciudad obsedida por la conquista, una otra conquista, la de acá y hasta acá, había sido y sería remedo callejero, propia de patios y veredas, baile nocturno y versos populares. Era típico de los primeros satélites que se enroscaran y enroscaran hasta reventar. Nuestra generación ignoraba a qué altura había que colocarse para nunca caer.
Si la Luna es irresistible ¿por qué nos era tan injustamente complicado llegar a ella? Hasta a lo largo de una década entera había mucho que aprender para poder estudiarlo. Con cuánto intento y cuánto fracaso. Cuánto proyecto desechado. Cuánto de muchachada insaciable en esta conquista del espacio. Cuánto de simple muchachada al mirarse en el espejo de la Luna y creerselá. Si no se trata de llegar a la Luna, poco vale la pena. Y si se trata de llegar a ella, lo que sea resulta necesario, en Cabo Cañaveral o acá. De cara a ella, el poeta se ofrece voluntario para la conquista; sueña lograr ilusionarla con un hombre, con que el máximo aventurero la haga soñar mirando de cerca las baldosas.
Día tras día, kilómetro a kilómetro, nos fuimos enterando de cuánto sucede alrededor de la base de lanzamiento, proyecto ambicioso siempre listo y argollas orbitales a diversas alturas y velocidades. Lo previo a cualquier lanzamiento es un laberinto de preparativos. El combustible que se descongela impone su nota paradójica. Hacerte el nudo de la corbata y agregarte agua de colonia equivale a que te calcen la escafandra, o dar unos nuevos pasos ya conectado al tubo de oxígeno. El lanzamiento es un acontecimiento, sobre todo en sí mismo, ese momento de furia, esa maldita eyaculación preconizada. Cada aspirante es un toro que se pretende novio, que es un navío que llega y entra a puerto, ¡y cómo festeja esa entrada! La órbita va estableciendo los rastros del semental, y salpica y mancha.
Sucede algo que es un montón de cosas simultáneas, una nave en órbita con la humanidad abajo, los parientes próximos, los interlocutores, los observadores, los calculadores, los escépticos, los de enfrente. Y esa comunión allá arriba que nadie, salvo ellos mismos, puede atestiguar, en la que todos se regodean. Porque todo era en equipo, pero a último momento estás solo al tope de los trámites. Siempre te dejan solo frente a ella, tu pretensión. Y Revagliatti nos recita la afamada cuenta invertida de los últimos diez segundos, cargada con el racconto de éxitos y fracasos, como si cada vez fuera del todo preliminar.
Los candidatos a astronautas hacen fila. Los primeros entrenamientos los conducen a soportar la soledad; los primeros trajes protegen del vacío, las primeras mochilas ayudan a respirar. Borracheras, vómitos. Insomnios y desvelos para convocar al sueño, al sueño de conquista. Cuánto de lance, cuánto de aquellas justas cachetadas en estos poemas. La Tierra sueña con la Luna, ese tire y afloje que no te despierta. Sus puntos neutros, equidistantes, equilibrantes y el punto de no retorno, el buscado punto G. Selene es la amante perfecta porque no puede mandarse hacia atrás. Alta y desnuda, a la vista de todo el mundo, así es la lejana, la inalcanzable. Orbitar ¿es otra mujer? Orbitar ¿es femenino? Es muy femenino, pensará un flamante psicoanalista.
Todos los poemas son dichos, en primer lugar, a la Luna.
Pero cuanto la Luna es, resulta que no es ella; más bien parece ser uno. Es distancia, es imprecisión, es inexperiencia, es vaciedad, inseguridad, precauciones, miedo a morir del peor modo: vivos en el alto abandono. Igual a como ella flota, mientras suspiramos. ¿Flota? ¿Y si ya ha sufrido Selene ese pavoroso abandono que amenaza al comedido espacial? Pero, en cuanto la mujer es, resulta que no es ella, no flota ni vuela, ni se queda quieta para apuntar adónde darle. Los poemas de Infamélica exponen cada circunstancia. Revagliatti es capaz hasta de pedirle que tengan una noche ridícula, casi una lápida para la humanidad.
La que ha sido mujer de astronauta orbita alrededor de su posible viudez. Mientras tanto, en su gran espacio interior el astronauta no copula, comprimido. Se prepara para atropellar (y sin quererlo) una sarta de elucubraciones medievales a cuál más escandalosa y afamada. No copula porque va en procura de establecer y alcanzar una ventana de lanzamiento. Se realizan y preservan los registros, las tablas comparativas, la homologación; todo eso que acá arriba no es orgásmico.
Aquel teatro del embutido en su nave espacial no puede ser expandido al gran escenario. Aquella almohada atormentada del que repasa sus cantidades no puede ni debe ser expuesta bajo fanales. El relato es un susurro íntimo (poético) bajo la escafandra. Al menos, podremos acceder a la versión legendaria del que viajó a la conquista de Selene a bordo del diván. Los retortijones del combustible que lo impulsa no sirven como música de fondo. En el intenso silencio cósmico, códigos, escafandra y almohada son irreemplazables. En Infamélica asistimos a varias amargas confesiones: caeremos. Al fin y al cabo, la famosa ella es una muerta de hambre, una posible paciente más. Dice el poeta que dice el facultativo, que dice el astronauta:
No hay modo de conocerte
en el sentido de que no hay modo de atesorarte
si es que sólo accederé a conocerte
El que llega a la Luna ¡cuánto descarna y puede! Cuánto apetito nos mata el masticar a la blanca muerta de hambre. Cuán descarnados nos vuelven los procedimientos del retorno desde el épico acontecimiento. Retornar a través de los modos de describir una historia tan íntima. La única coherencia nos la dio el propósito. La sujeción al logro nos antepuso hasta el agotamiento. Y todos llegaremos sin haber dejado de pelear por el orden de prevalencia.
Ella… ella ennegrecida (el éxito destruye, ennegrece al deseo), es ahora el objeto poético de siempre, multiplicadas sus facetas por el desvelamiento de una sola. Sobrepasadas las terapias, faces, fases y apogeos, deslumbrado el alumbramiento, expuesto el tabú más inviolable. Porque la fuente de luz dispuso que los hombres teman diluirse en tanto ella recupere su plenilunio. Habrá que seguir alzando la cabeza en la vereda, en la almohada o el diván. Revagliatti, poeta alunado, obtiene este su tiempo suplementario, y presume en él:
Ya no me alcanza mi víctima
por más que corra
o vuele
hacia mí.