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Me gusta querer a Laura. Fuimos a la playa. Ese lugar no es un lugar de enamorados. Es un lugar de turistas de vacaciones. Igual fuimos al mar. Nos tocaron días radiantes: ni una nube, ni un cirro, ni una borrasca. El cielo alto, limpio, inmaculado. Laura de mi lado, Laura de mi mano, Laura cerca. El mar blanco, sin contornos. Visto de lejos, el mar paisaje agreste. Visto a unos pasos, el mar nítido, brillante, burilado.

     Omitiré todo el viaje, la llegada al departamento, el orden y el desorden del equipaje, la exploración terca de los objetos, el polvillo sobre los objetos, los ingredientes y comodidades. Todo eso no cuenta o son cosas anodinas. Cuenta el mar desde el ómnibus, el mar desde la costanera, el mar desde el malecón, el mar mojado a mis pies, apenas me quité el calzado abotinado al llegar.

     Laura no llevó traje de baño. Yo tampoco. En invierno eso es algo imposible. Primero pisamos la arena con reparos, tanteando cada palmo. No sé el por qué de ese recelo, de esa timidez o esos titubeos. Nos hundimos gratamente a continuación en esa cama ancha, desparramamos un toallón color violeta con guardas blancas y nos tiramos largo a largo sobre la alfombra mullida (claro que la alfombra mullida puede ser la arena o la tela puede serlo). Laura me dijo cosas al oído. Cosas que no olvidaré. Ese día no es que yo no estuviera con ganas de nuestra intimidad. No estaba comunicativo o, mejor sería decir, mi comunicación no se irradiaba por el lenguaje. Ella supo advertir mi amor en una mirada en su mirada, en mi flanco recostado contra el suyo, en mi mano extendiendo un puñado de arena sobre su muslo em tanto se deslizaba como sustancia morosa. Supe esa tarde que ella sabía de mi amor.

     Laura jugó con la arena. Hundió su mano salada sobre los montecitos y las depresiones, cavó un hoyo o muchos. Cubrió palmo a palmo su mano con esos fragmentos minúsculos, imperceptibles, hechos de roca y cristal. Las ráfagas se ocuparon de soplarlos.

     La arena, sin embargo, es pesada. Más pesada que el talco, por ejemplo. Más pesada que la harina. Casi, casi como el azúcar refinado. No tan blanca. No tan grumosa. Amarilla acaso. Distinta del azúcar impalpable. Estólida cuando se moja, breve cuando el viento se la lleva, despiadada cuando penetra en mis ojos, en los oídos o en los de Laura. Laura no me mira cuando vuela la arena. Por eso odio su costado más agressivo (el de la arena, quiero decir).

     Hacía frío en la playa. No un frío descabellado, pero frío hacía. Laura se sacó el pulóver, se sacó la remera. Sólo se dibujó la forma redonda de su ropa interior muy blanca, muy ajustada, transparente y muy entera. Su transparancia tan diáfana, que de ordinario me excita, ahora me alarmó. No estábamos en una playa desierta. Tampoco estábamos en un lugar público. No vi gente. Pero podía verla cuando aparecieran. Laura se siguió sacando el pantalón, la ropa interior y desnuda como estaba me echó una mirada desafiante. Ella sabía que yo no iba a emularla. Pero tampoco a censurarla. En eso me conoce Laura. Corrió hacia el mar, dándome la espalda, ignorando mis ojos que la buscaban con preguntas, mirándome con todo el pelo llameando al viento. Corrió y corrió hasta sumergirse de lleno, furiosa, furibunda, sin represión y sin sosiego en la lava del mar. Después una ola oscureció su pelo y la cubrió. Por fin, me la arrebató por unos instantes. Salió a la superficie unos segundos después, dándome la espalda, mirando al mar de frente, a los ojos del mar. Quiero decir: dejándome de mirar completamente. Decir que yo estaba estupefacto no es decir lo que me pasaba. Porque en ese capricho de Laura, en esa carrera salvaje y arbitraria, entendí que algo se tramaba. En esa trama yo penetraba apenas como un testigo lejano o como el vértice de um triángulo sagrado. Pero como si ese vértice fuera insignificante. Desde lejos escuché que Laura murmuraba unas palabras ininteligibles, misteriosas, pero el tono de decirlas era placentero. O quizás se trataba de un modo de hablar em un idioma que sólo ella conocía.

     Laura nadó a ratos con furor, a ratos entregada ella al furor del agua turbia. En esa rompiente ella caía a un sitio profundo. Cuando el mar era roto por ella, supe del poder de ciertas mujeres. Mi rol de testigo prosiguió durante un buen rato. Nada lo desbordó. Miré y miré. Custodié esa trenza, ese dibujo que ella y el mar trazaban el uno en el otro. Ella como una aguaviva inerte o explosiva. El mar como un espejo que le declaraba su belleza, su miedo, sus limites en tanto yo asistía impávido a ese espectáculo. Inerme. Derrotado. Ella vivió en el agua. Viva en el  agua, estaba muerta para mí.

     A la distancia contemplé la figura. No entendía lo que estaba teniendo lugar, pero sabía que para ella algo bueno estaba pasando. Algo bueno como um trueno cuando estamos a salvo. No me gustó no contarme entre sus planes. La vi moverse, contonearse, hundirse, vibrar, girara, hasta escuchar, gritar la vi. Llegó a emitir un alarido de goce, incluso. Hubo furor.

     Por fin pegó un último grito de arrebato, recóndito y final. Su punto culminante. Cuando ella y el mar hicieron todo lo que había que hacer. Cuando por fin hubo silencio entre ellos, ella emprendió la retirada. La retirada del mar, digo. El regreso hacia mí, en cambio. Dio media vuelta y se acercó. No me miraba, sin embargo, o yo sentía que no me miraba. Caminaba con mucha lentitud, debido a la arena que le entorpecía la marcha porque, como es sabido, nos va deteniendo, nos vamos hundiendo en ella como en um terreno pantanoso. Pero también sentí la parsimonia de alguien que regresa, satisfecho de haber cumplido con algo importante. Su rastro ardiente se marcaba en huellas, en olas y en nubes. El pelo mojado caía recto y lacio, pesado en el pecho y los hombros. Los pezones habían cobrado volumen y casi se distinguía su color morado. Llegó a mí. Yo la esperaba con su ropa formando un bollo compacto entre mis brazos, a la expectativa, apretado de un modo exagerado contra mi pecho. Eso era una súplica, pero también una consulta. Sentía miedo, mucho miedo porque ella no era la misma después de ese baño de sal y trueno. Sentía esa derrota indefectible del amante que quisiera habitar cada palmo, cada fragmento de vida y de pasado, de futura muerte de su amada, arrebatarle ese tiempo que no han vivido de a mitades. Con locura comprendí que estaba expulsado de ese episodio a solas de Laura. Laura me miró y sonrió con tranquilidad. La sonrisa de ella me calmó, porque entre todas las posibilidades estaba la zozobra. Solté la ropa. Solté el miedo. La solté a Laura y ahora sí me excité al verla en cueros. Eso se notó en mi cuerpo.

     El fragmento de mar no era mío. Laura en el mar no era mía. Laura había sido del mar, había sido lamida y amada, acariciada y besada por el mar. Había sido penetrada por el mar, que también naturalmente había gozado de sus humores. Si el mar no fuera cosa yo me habría desquiciado. Si Laura no hubiera vuelto a mí, también hubiera ocurrido eso tan temido. Pero después de haber sido amada, después de haber amado al continente tan inconmensurable, Laura se sentó delante de mí, empapada, segura, con poder de determinación. Apartó la ropa (su ropa). Apoyó sus dedos sobre mis ojos sin párpados y los besó con esos dedos intactos. Besó mi lengua. Se pegó a mí. Se apoderó de mí. Llegamos a ser esa instancia que dos amantes conquistan al punto de llegar a ser solo uno. Nunca antes había podido disfrutar de las prisiones, salvo de Laura, esta vez. Laura de nuevo a mi lado. Laura eligiéndome. Laura volviendo a mí, Laura adherida como después de un largo viaje, de un regreso desorbitado. Confirmado por Laura, mi llanto no se calmó hasta su boca en la mía. Allí me derrumbé en sus brazos, literalmente me desplomé, agobiado por el terror, la angustia, el pánico y sentí su cuerpo, cuerpo de tierra, cuerpo de suelo, cuerpo, sí, incluso de barro. Agradecí, le agradecí su amor de ida y el regreso meditado.

     Yo no era de mar. Yo no tenía música, ni canto, ni poder desmesurado, ni inconmensurables distancias ni secretas caracolas. Yo no era de mar. Era pequeño, indeciso, seco casi siempre, salvo en la cúspide del amor. Era blando, enteco, calvo y compacto a la vez. Era finito y demasiado evidente para todo.

     Laura conoció el fondo del amor esa tarde. Conoció ese brebaje. Me recobró, sin embargo. Recobró nuestro amor después de grandes magnitudes, grandes bailes submarinos, grandes músicas y seducciones. Conoció el elixir más exquisito para uma mujer: que un ser magnífico y espléndido dijera sí a sus requerimientos. Eligió mi silencio sin atuendos. Esa tarde volvimos de la playa de la mano. Apenas probamos bocado agreste, como la carne y el vino. Nos fuimos al día siguiente. Laura no quiso saber más nada com el mar. Porque lo quiso saber todo de mí.

Texto publicado originalmente en: Adrián Ferrero. «Verse». La Plata, Ediciones Al Margen, 2000. Prólogo de Angélica Gorodischer.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Es Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 se editó su libro Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, Melancolía (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía Reloj de arena (variaciones sobre el silencio). Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Obtuvo premios y distinciones internacionales y nacionales.