Los olímpicos
Mi hermano descuelga,
morosamente,
la camiseta de fútbol.
La huele, la estrecha,
la escucha,
como si fuera
el manto bendito
de una virgen.
La ha guardado
en un sagrario.
Puede ser la de Argentina
como puede ser
la de Estudiantes de La Plata
(en este momento son la misma).
Mientras tanto,
yo me obstino
tirado sobre las sábanas,
en descifrar
un diálogo de Platón.
Guardo de los griegos,
el espíritu feroz
de las Olimpíadas celestes.
Cierra el ropero.
Cierro el libro.
Cada cual irá
al encuentro
de sus propios dioses.
El lugar de su morada.
De pronto
entra Atenea
en el dormitorio.
Me toma de la mano.
Estamos en el Peloponeso.
Una ovación se escucha.
Primavera
“Llegó.
Llegó por fin la primavera”,
dijiste con un hálito
que opacó
el pequeño espejo de mano
con el que te peinabas
en el Hospital.
Recuerdo
que te temblaban las manos.
Vos
con tu irremediable coquetería
no le dabas
respiro a la muerte.
Una sonrisa de glicinas,
una alegría de briznas
te mojó el rostro
de levedad serena.
Yo no podía
pronunciar siquiera
la palabra «refugio».
La luz agreste
de las vertientes
del África Meridional
nos rodeaba
en la sabana, su planicie.
Vivíamos en esa intemperie
llamada angustia, desolación,
una pena roja
como quien dice una alarma
de las rosas.
Esas que te había regalado Diego,
con la bondad de una notita
que exigía tu vida.
Creí
que me moriría de tristeza.
Estábamos con un frío atroz,
como de luto,
que calaba las manos.
El invierno
todavía jugaba
sus últimos naipes.
En medio
de esa partida
vos dabas la batalla.
Y estabas a medio vestir
en ese lugar horrendo.
Fue entonces
que la habitación
se colmó de Santa Ritas,
reverdeció el pasillo
con el aroma
de cinco jazmines.
La fronda del ombú, regio,
abrigó tus enseres
que reposaban en el baño
con olor a desinfectante.
El incienso perfumó el cuarto.
Un cordero dio cuenta
de la frescura de la alfalfa.
Vos
cantabas, cantabas, cantabas.
Fue entonces
cuando el universo
se prolongó en sinfonía.
Mi mano en tu mano,
mi mano en el abrazo,
bajo la luna,
donde descansaba el tucán,
sobre las ramas
de la palmera
como en la antigua
casa de Borges.
El Hospital
se convirtió en alerce.
Y lloré, lloré,
apretando mis manos
contra el rostro
la inminencia de tu partida,
prolongada sin embargo
en la dignidad del sol.
Pasadizo de tu vejez,
Madre, vamos.
A renacer.
Consentido
En toda vida
hay un debe y un haber.
Me engañó por primera vez
un viernes de septiembre.
Lo recuerdo
como si fuera hoy
porque era el mes
de mi cumpleaños.
Después se apareció
con una torta de claras.
Pero antes
había irrumpido
sin haber tomado siquiera
la precaución de darse un baño,
todo él olor a mujer.
No quise ni enterarme
de cuál era la favorita.
Cuál gozaba
de sus artes.
Más adelante
encontré otras pistas.
Preservativos
en las solapas del traje.
Cierta mañana
apestando
a perfume de mujer
trajo rouge en las comisuras.
Señal de haber besado
con toda la boca.
La pasión de su vida.
fue engañar.
Nunca le dije la verdad.
Nunca le dije que sabía.
Pero él sabía que yo sabía,
y aún así
siguió confirmando
el detalle de mi dolor
con su cinismo.
Hasta el peor
de todos los días:
se había sacado
el anillo de casado.
Ni siquiera
tuvo el decoro
de deslizar una excusa.
Me encerré en el baño.
Lloré, lloré.
Y aquí estoy,
como me ven,
a su lado,
en cada reunión familiar,
en cada asado,
en cada fiesta de quince,
en cada casamiento,
en cada funeral,
en cada aniversario
que como una farsa
todavía celebramos.
En este restaurante
en el que adivino
la suele traer a ella.
Ritual
El emperador azteca
limpió el altar
con un tejido
teñido de azul
en Tehotihuacán.
La tribu se deslizó,
ansiosa, subiendo
los graves escalones
de la pirámide.
Todos ellos parecían,
puestos en hilera,
como los anillos
de una serpiente emplumada.
Algunos trepaban
de dos en dos
hasta completar
las cinco docenas
de piedra tallada.
Tanta era la pasión
por contemplar
la previsible ceremonia.
Era la altura exacta,
para asistir al ritual
como todo un privilegio.
Sobre el altar mayor había
algunas ofrendas:
flores, metales,
armas, un pañuelo con sal.
La sangre esperaba
a la sangre
como un manantial sanguinario.
Cuatro guerreros fornidos
trajeron a la víctima
que, ahora sí,
había renunciado
a dar batalla.
Era un joven
de unos treinta años,
poco más, poco menos.
Morir en un altar azteca
era sinónimo
de no morir dignamente
para un maya.
De allí que se resistiera
en un comienzo
a oficiar de víctima
de la ceremonia sagrada.
Tizoc ató al prisionero
por las muñecas
y los tobillos.
Condición elemental
para evitar
fugas o represalias.
Tizoc elevó el cuchillo.
Bruscamente
lo hundió en mi carne.
Luego ya no puedo
recordar
salvo que de mi cuerpo
comenzó a brotar
a borbotones
mi humanidad,
en tanto yo
me desvanecía.
La muerte
me estaba mirando,
infalible, desde el interior
de mi propio cuerpo.