Se acabaron los tenis colgados de los alambres desde que a mi barrio lo volvieron bonito. El montón de cables que había por las calles ahora ya no se ven, como tampoco se ven los cholos de la cuadra reuniéndose afuera del ciber del Jomy. Ya recogen la basura todos los días, clasificada en botes de colores donde los desperdicios no se juntan con el plástico fino; así hicieron con nosotros. Ni en mi cuadra ni en las de a la redonda vive nadie conocido, nos fueron sacando poco a poco.
Yo sabía que te podían robar lana, tu carro, meterse a tu casa y cargar con todo lo de valor, pero que te quitaran tu barrio, eso no lo supe hasta hace un par de años.
La Dorada, así se llama la colonia donde crecí y que nunca creí le llegaría a hacer honor a su nombre. Era más bien gris de tanto polvo que levantaban los camiones coloreando el filo de las casas de un gris opaco. Yo viví allí hasta que cumplí 28, diez años más desde que fuera por mi credencial para votar, o lo que es importante, la credencial para independizarse en la compra de pisto y cigarros. Si les contara lo que yo vi y viví en la Dorada no acabo, con decirles que, como dice la canción, “lo mejor de mi vida has sido tú”, princesa de asfalto.
Mis grandes compas eran los del barrio. De niños íbamos a la escuela que nos quedaba más cerca. En la secu y la prepa nos fuimos dispersando, pero el barrio seguía siendo el punto de vida y reunión. Y no solo estaban los compas, conocíamos a todos los vecinos, a los de las tiendas de abarrotes, de las cenadurías, a los taqueros, a los del taller mecánico. Mis jefes tenían sus amigos y conocidos que fueron poblando La Dorada allá por los 60. Así que lo que nos quitaron fueron puños de historias pequeñas que eran como una telaraña que envolvía nuestras calles.
En realidad no nos dimos cuenta desde cuándo ocurrió esto. Comenzaron a llegar algunos nuevos vecinos, eran jóvenes y los vimos como estudiantes que pronto se marcharían. Inofensivos para el barrio. Algunos hasta nos caían bien porque se acoplaban a nuestro ritmo. Recuerdo que hasta anduve con una morra que llegó a unas casas de la mía. Duró poco, pero me hizo caer en cuenta de que algo estaba pasando, pues empezó a decirme qué era lo que le gustaba y lo que cambiaría de La Dorada. Yo me reía y pensaba que eran ideas de niña fresa. Ella se fue y las cosas siguieron más o menos iguales, sólo comencé a notar que llegaban más jóvenes y que la comida corrida de doña Eulalia empezó a subir de precio y le metía a veces un par de guisos medio extraños. Las casas en renta fueron aumentando, y los precios también, empezaron a mancharse con los cobros de mes.
Lo que de plano cambió la vista del barrio fue el final del taller mecánico del Rulas. Estaba en una esquina muy transitada. Un día nos contó que iba a venderles a unos güeros que querían poner una tienda de bicicletas y un restaurancito. Y sí lo hicieron. Eso cambió el paisaje, y en lugar de encontrarme con la banqueta llena de grasa de taller, estaban una mesas pequeñas para comer y al lado hileras de bicicletas para comprar. Ni la comida era tan cara, ni las bicicletas tampoco. Al principio.
Pasaron un par de años. Los cambios ocurrieron poco a poco, hasta que un día vi una fotografía de mi infancia y me di cuenta de cómo La Dorada se transformó. Recuerdo las palabras del Pedro cuando él y su familia decidieron vender su casa:
“Mira carnal, te conviene vender, están pagando chido y total, ¿a poco te dan ganas de quedarte a vivir rodeado de fresones? La Rosy y yo ya convencimos a mis jefes. Con la lana que nos van a dar nos alcanza pa´ comprar una casa en La Buenavista y la camioneta que tanto hemos querido y nomás nunca nos ha alcanzado. Sí, La Buenavista está más lejos de la chamba, pasan pocos camiones y por lo mismo van hasta la madre, pero por eso vamos a comprar la troca. Simón, ya sé, dicen que es una colonia medio gacha, pero a todo se acostumbra uno.” Eso me dijo el Pedro, mi compa de toda la vida, cuando llegaron los de la constructora a comprar las casas de mi cuadra. El Pedro vivía a tres casas de las mía.
Vendimos. Pasaron varios meses de cuando el Pedro y su familia se fueron cuando nosotros hicimos lo mismo. Nos costó un buen de trabajo decidirlo; nos dolió todavía más hacerlo. Al principio quisimos resistirnos. Mi mamá no se hacía a la idea de dejar la casa a donde llegó recién casada y donde crecimos. A varios vecinos les pasaba igual. Los últimos nos fuimos dando cuenta que las amistades tendríamos que seguirlas a distancia porque cada vez éramos menos los que quedábamos. Cada cual fue mudándose a distintas colonias. Nosotros terminamos en La Montes Altos, lejos de todos y de todo.
Me di un rol hace poco y ah cómo han cambiado las cosas. Donde estaba mi casa es una tienda de ropa y zapatos “urbanos” y en donde vivía el Pedro son unos departamentos ni muy muy ni tan tan. Ya casi no hay baches, ni cholos, ni talleres mecánicos, ni los tacos del Juve y los camiones ya sólo pasan por las avenidas. La gente de La Dorada ahora tiene un parque lineal y parece decir: yo amo mi espacio. Me ven de reojo, con recelo. Claro, es que soy alguien “ajeno a su lugar”.