Imagen obtenida de Mobydec

Para Celina Ortelli y Fernando López Cafasso, quienes desde su barrio de Los Bosquecitos, Argentina, a través de las fotografías de Celina, me permitieron contemplar paisajes naturales a partir de los cuales escribir bajo la inspiración de ese espacio como extraído de un cuento, lleno de paz y de armonía

     La mesa tendida con un mantel de hule rojo y azul. Trece sillas. Una barra de amigos. Sidra, vino blanco, champagne (menos). Las paredes en las cuales se apoyan los muchachos, descascaradas. Martín, Marianela, Juan, Dolores, Ceci, Emilia, Eduardo, Alfredo, María Elena, Cristina, El Colo, Laura, José y Facu. En ese mundo de alturas suenan varios petardos. Algunas pequeñas guirnaldas adornan un farol en el medio del cemento, justo en el centro. Ahora ha empezado a correr la cerveza. Se brinda. Se ríe. Se celebra. Todavía no ha llegado la hora de gritar y tirar petardos, aunque los primeros ya pueden escucharse, ansiosos. La noche, todavía a la expectativa, refleja una luna que no será la última, pero que sí parece la última, porque es la última de esa fecha tan sin nombre. Algunos fuman cigarrillos rubios. Otros han sacado los negros. Por allá, una anticuada pipa de marlo informa de ciertas costumbres antaño. Hay algunas velas (dos ya derretidas) sobre el mantel de hule. Vasos de plástico. Alguna petaca. Unas peonías desgraciadas, se derraman desde los canteros. El menú consiste en esos platos fríos de todo fin de año. Bocaditos de roquefort con nuez, jamón crudo con melón, matambre con ensalada rusa, algunas ensaladas de papa y huevo, otras de hoja, como esa verde que tiene, en un colmo de sofisticación: rúcula, lechuga francesa, escarola, lechuga capuchina y mantecosa. Dos baguettes yacen, exangües, en una fuente de metal sin pulir. Alguien podría pulirla. Es de esa gente que sabe que tiene o puede hacer algo y se deja estar. Deja que el tiempo pase sin tomar medidas sobre su vida. En medio de los tragos, las conversaciones, los nombres de algunos profesores que se susurran con malicia (¿te acordás de la de Lengua, Manuela Martínez Verdún?) o con rencor, los muchachos y las chicas, después de una pitada, se apoyan contra el barandal y sienten el vértigo. El vértigo del suicida. Pero también, por qué no decirlo, el de un limpiavidrios o un pintor de alturas. Alfredo piensa, con un aire privado, socarrón y algo risueño, que si a él le tocara en suerte pintar una pared del edificio (¿la que da al norte? ¿por qué no?), le gustaría mirar por los anchos ventanales a las mujeres que blandamente salen de sus camas o se estiran en la cocina mientras se preparan el café en bata.

Cuarto Piso

Convengamos en que un cuarto piso no supone un riesgo para nadie. A lo mejor esas tortuosas escaleras que, quién lo ignora, pueden ser ocasión de yesos si hay alguna caída, o de heridas más profundas. En fin, un cuarto piso es un piso par (lo que trae buena suerte ¿no es eso siempre cierto? Los triángulos son tan inquietantes ¿no?) y al mismo tiempo no es tan alto como para que quien vive en él se sienta cerca de la tierra firme, con los pies más sobre suelo que sobre el cielo. Claro que está siempre el cielorraso, que tiene ese no sé qué de recordarnos que somos seres infelices, porque necesitamos de un techo para sobrevivir a la intemperie y, al mismo tiempo, en un edificio, eso se multiplica porque uno escucha los ruidos, los gritos, las pisadas de los vecinos y los gorgoritos de las cañerías. No importa. Un cuarto piso sin alquilar, que es de uno, reconforta. Y eso debe ser celebrado en una Navidad. En todas las Navidades.

     Los primeros petardos se escuchan. Y el matrimonio integrado por Rosa y César y el   hermano de ella, Diego con su mujer Teresa comparten una buena mesa. Un mantel de hilo de la abuela de Rosa cubre la mesa de madera del living. Estar juntos los colma de alegría. Rosa y César viven con secreta felicidad su juventud de recién casados y no piensan casi en nada más que en eso. En pasarla bien. En irse a las Sierras de Córdoba o a Mar del Plata en abril o los últimos días de febrero, cuando él tome las vacaciones. Rosa trabaja de enfermera en un Hospital público. Por principios, no porque no tenga otras oportunidades. Siente que es importante que alguien se haga cargo de los desocupados, de los indigentes y los chicos de la calle. Tiene muchas ganas de sentirse útil.

     Teresa es zoóloga. Estudió en la Universidad Nacional de Buenos Aires, pese a vivir en la ciudad de La Plata. Todavía se acuerda de los madrugones. Esos viajes eternos, las corridas y las ventanillas empañadas. Los ojos entornados. El diario para desayunarse de las noticias y el café frío del bar de la Terminal. Se dedica al estudio de los moluscos, esos invertebrados que suelen habitar el fondo del mar y las costas y algunos de los cuales son propensos a llegar a las mesas de los humanos. Están los que se incrustan a las piedras. Estás los que hacen burbujas bajo la arena. Están los de las profundidades. Su casa está decorada de todo tipo de conchas: rosas, color salmón, negras con pintas grises, blancas, anaranjadas, brillantes, marrones. Algunas tienen largas formaciones como pestañas. Hace expediciones a menudo a la Patagonia o a la costa atlántica (ha viajado a Brasil, Chile, Uruguay y México). Reconoce que prefiere el Pacífico. Después se entrega por completo a la escritura de informes y ponencias para congresos, a la recolección y descripción de ejemplares y a la elaboración de un catálogo de nuevas especies para incorporarlas a las colecciones en el Museo de La Plata. Muchas de esas especies están en peligro de extinción (se preocupa). Ha encontrado también otra vocación de aficionada: ir a un curso de guión de cine, en el que escribe una historia sobre un naufragio. Este año, en cambio, escribió un corto sobre una historia de amor que transcurre en la Roma antigua. No, si nada más  apropiado para una Navidad. El así llamado Redentor, precisamente, fue flagelado, ofendido, escupido y crucificado por un grupo de romanos sanguinarios quienes, luego de una larga agonía, lograron que dividiera la Historia en un antes y un después. Y ya van para más de dos mil años. En fin, cosas de Teresa que, mientras cena blandamente sus rabas fritas piensa en que su guión es la escena perfecta para estas fechas. Y en el que vendrá. Que transcurrirá en el atelier de Monet mientras pinta las célebres Water lilies y narrará una tormentosa historia de amor con una prostituta que ha sido su modelo viviente.

     César, ni qué decirlo, tiene un nombre vinculado más aún con el de la Historia de Jesús. Pero eso trata de no recordarlo, en especial para esta época. Y también piensa en que ha habido emperadores que han sido grandes y han promovido la gloria de un Imperio. Promulgando leyes para el derecho canónico, acuñando denarios, organizando acueductos y produciendo los mejores sistemas de riego de toda la Historia del Imperio. No obstante, algo de ese destino cifrado en su nombre lo incomoda. Recuerda, eso sí, con picardía, que la palabra César está íntimamente asociada a la de “cesárea”, porque debió ser practicada esa operación a una emperatriz parturienta ¿Cómo medirían las contracciones los romanos?

     Diego tiene una empresa de sonidos e iluminación que ha prosperado y, si bien él aspira a un ingreso fijo y a dejar su carrera free lance para poner una empresa, tener un trabajo estable que le permita vivir confortablemente y brindar seguridad a su familia, invitar gente a comer asado, eso le encantaría. Por ahora es un sueño incumplido pero trabaja mucho y estima que en algún momento aunque no sea inminente lo logrará. Por ahora tiene la casa llena de cables y de fogosos spots. Teresa no lo reta. Porque lo quiere. Eso sí. Le gusta el fútbol. Y sería capaz de cambiar una noche de amor (pero sólo una) por el partido de su equipo del Pincha.

     Mientras las rabas circulan de plato en plato, una ensalada rusa se desplaza por la diestra de Teresa hacia el plato de César. Todos esperan a las doce. Es un momento de felicidad: el primer paso a  un mundo incierto, en donde el Holocausto, las bombas de Hiroshima, la guerra de Vietnam, las dictaduras del Cono Sur, los atentados a las Torres Gemelas, los de la embajada de Israel y a la AMIA y los terroristas en Europa, han hecho estallar toda esperanza. También los han hecho militantes de los DDHH. Los hermanos evocan, no sin cierta nostalgia, a sus padres y a sus tías. Algunos abuelos, con sus consejos incorregibles, también son recuperados por alguna anécdota proverbial, alguna costumbre exótica o la insistencia en preservar sus principios que muchos estiman hoy en día anticuados, que ellos heredaron, junto con algunos pocos objetos. Por ejemplo: un cenicero traído de Japón color gris tallado en piedra, una lámpara, un sofacito, alguna alhaja, una estatuilla de bronce, un reloj de esos que se cuelgan al cuello, algunos libros de Manuel Mujica Láinez de una abuela lectora fanática de ese autor. La cena da comienzo. El diálogo discurre. Cada uno piensa del otro, cosas que más tarde, cuando cada matrimonio esté a solas, conversará.

Tercer Piso

Gabriela e Ignacio son un matrimonio con muchos hijos. Algunos todavía viven con ellos y eso produce, como toda convivencia algo forzada, roces o discusiones inesperadas a veces, previsibles otras. Es una casa maravillosa porque está llena de amor y en esa casa todos son chefs o sommeliers. Ignacio tiene un restaurante y una casa de comidas. Por supuesto, ninguno de sus hijos quiere seguir los pasos de su padre, como no podía ser de otra manera. Gabriela, en cambio, acompaña a su marido mientras teje por las tardes, cocina en casa galletas de jengibre mientras vierte vino tinto sobre las carnes al horno los fines de semana. Le gusta escribir cuentos. Pero no son cuentos ni de amor (quiero decir, melodramas), ni de detectives, ni policiales, ni menos aún eróticos. Prefiere el horror del gótico: monstruos, caballos alados, serpientes con brazos y dedos como cuchillos afilados, castillos cerrados, fosas, condesas sangrientas, dragones, hipogrifos. El color lento de la sangre. Ese es un buen color. Ahora, déjenme pensarlo, creo que esa intensa actividad proclive a lo macabro le viene de algunas anécdotas que su padre le contaba cuando vivían en la Patagonia. Allí, como es sabido, se narran infinitas historias de monstruos habitando lagos, de seres que han sido avistados en medio de los bosques de pinos, caminando sobre la nieve, dejando sus anchas pezuñas marcadas. Historias que ella atesora y, de vez en cuando, porque el restaurante y la casa de comidas y el tejido no le dejan mucho tiempo para el pasatiempo de escribir, plasma en cuentos en su computadora ya algo vetusta. No es, no obstante, proclive a dar a leer sus cuentos. Sus hijos desconocen las proezas de su disco rígido. Las historias que escribe tienen un valor en sí mismo. Por el mero hecho de haber sido escritas, como las galletas de jengibre que, pese a que van a ser paladeadas, participan del goce del orden de lo infalible, porque es sabido en la familia que jamás una horneada le salió mal, quemada o sin levar. Y eso que en ocasiones se distrae pensando en sus monstruos, esas serpientes aladas que asustarían al mismísimo Lovecraft o a las fantasías más descabelladas de Tolkien. También esos dragones que destiñen, su otra especialidad, suelen volar por la casa mientras barre la habitación de los varones. Como ven, en esa casa la comida no es cosa de mujeres. Ni para cocinar, ni para preparar, ni para comer. A veces, en el fulgor agonizante de los atardeceres, sale una picada con quesitos. Eso sí: se come en familia, con la mesa rigurosamente tendida, y todos a la vez. Sería, por ejemplo, una ofensa al arte de la cocina (y a los buenos modales) que ni siquiera una incipiente feta de queso no fuera devorada, aún por comensales ávidos de un suculento hojaldre con carne picada sazonada con finas hierbas, si no están todos sentados a la mesa. Este tercer piso que habitan tiene la singularidad obsequiosa de que, quién lo ignora, es un número sagrado y los acerca, mucho más que a sus vecinos de arriba (con quienes, dicho sea de paso, se llevan muy bien). Han escuchado en alguna ocasión una radio a un volumen un poco alto, o un gol televisado. Pero de ahí no han pasado las cosas. Los desacuerdos acontecen de la casa para adentro. No tanto en  la cena, que los mantiene a todos ocupados, sino más bien cuando hay que bañarse y uno deja la toalla húmeda tirada, cuando nadie de la casa se hace la cama, cuando hay que doblar la ropa y la madre se queja o destender la ropa a tiempo antes de un temporal. En esa casa los padres han fundado dos empresas. Los niños han ido a la escuela. Los abuelos han cuidado a su descendencia y, como puede apreciarse, y se nota que una prosperidad creciente –pero no profana- va aumentando en un hogar que mucho tiene de imperfecto. Lo que significa que las cosas marchan bien. La noche de Navidad la pasan en familia. Será de larga mesa tendida. Diálogos ruidosos. Y Gabriela que piensa en el próximo cuento que va escribir. 

Segundo piso

Acá la cosa se complica. Porque viven dos rockeros que componen y tocan para una banda, que se llama “Los insidiosos”. Me parece un nombre genial para una pareja que hostiliza a una comunidad. En este departamento conviven, con su batería y su guitarra eléctrica, Elena y Mauricio. Se visten con tachas. La ropa que usan es de símil cuero. Viven de la caridad de sus padres, que por suerte son dueños del departamento. Han perturbado desde que están allí a toda la comunidad. Pero han decidido pasar Nochebuena a solas, con una mesa con iluminada por dos velones rojos. Pero no se confundan. Lo suyo no es un culto satánico. Que hagan trash no los vuelve seguidores de Luzbel. Por el contrario, han puesto algunas cruces en la pared del comedor de diario, sin ser de ninguna manera devotos. Les gusta desayunar copos de maíz con leche descremada. Escuchan a un volumen altísimo Kiss y Iron Maiden o ACDC u otras bandas históricas que no menciono por ignorancia de escritor y de no ser melómano. A menudo reciben la visita de amigos. Una vez, hospitalarios, albergaron por dos noches a un rockero de las Sierras de Córdoba que no tenía dónde alojarse y que había grabado dos compactos con su grupo: “Los cochinos”. No se trata de personas peligrosas. Desconocen la cocaína. Se han manifestado solidarios, pese a la morosa descripción que hago de ellos. Suelen alimentar al gato de sus vecinos del cuarto piso cuando salen de viaje. Claro que es uno de los que menos escuchan sus zapadas. Ha habido muchas quejas de los vecinos por los ensayos, a los que vienen personajes de cómic.

     La madre de Mauricio los visita con bolsas de supermercado llenas, para que les duren quince días. Los quiere mucho y le gusta que tengan una vocación. Mucho más le gustaría que tocaran en Estadios repletos y que pudieran ganarse la vida. Pero eso dejémoslo ahí. ¿Qué madre no quiere lo mejor para sus hijos? ¿Qué madre no aspira a que sus hijos sean exitosos si han encontrado su vocación? ¿Qué madre no pretende que un público respetable los aclame? Y que salgan en las revistas especializadas (eso sí, no las del corazón ni las de política). Y bueno. Aquí termina este piso, que tiene más de ruido que de música. Pero eso lo digo yo, que me gustan Martirio, Mísia, Ana Belén, Juana y Horacia Molina y  Fandermole.

Primer  piso

Acá la cosa se complica más aún todavía. Vive Stella (sí, con “s”). Es de muy mal temperamento. Odia los gatos y los perros (cosa curiosa) porque dice que le ensuciarían la alfombra del living y le mancharían con sus deyecciones el balcón de la ochava. Le gusta vivir sola y recibir cada tanto a otro soltero, que se queda a pasar los fines de semana. Desayunan medialunas en la cama. Pero es una soltera sin recato ni pudores. Jamás le importó el qué dirán. Prepara a menudo yogures caseros y adora comer fruta abrillantada mientras mira películas policiales en su dormitorio. Ahora, para la Navidad, ha decidido que no quiere estar con nadie. No porque no tenga con quien estar. No porque tenga fobia social ni sea solitaria ni, menos aún, atea. Esa noche se prepara un buen lenguado al horno. Descorcha un vinito blanco Navarro Correas. Y se dispone a la fiesta. De postre tiene un mousse de chocolate que compró en una casa de comidas, precisamente la de sus vecinos, Gabriela e Ignacio, con quienes mantiene una relación casi fraterna, pese a sus rabietas esporádicas. Ella ha pasado los sesenta y tantos y adora a esa familia como si fuera su familia política. Ahora mismo, mientras come a solas el lenguado, piensa en ellos. De hecho ha sido invitada por ellos a cenar, sabiéndola sola. Pero ella ha persistido en su gusto por demorar el salmón mientras lo mastica y alargar el vino hasta las doce. Paladear el mousse con delectación, y sentir que estar sola facilita un montón de cosas, por ejemplo, si una noche no quiere no lavar los platos o, en cambio, no hacerse la cama, no lo hace y nadie se queja. Y eso que no tiene a ninguna muchacha que pase el escobillón y le haga la limpieza. Stella tiene una historia un poco sinuosa. Quería ser concertista y terminó de maestra de música en Conservatorio. Quería cantar, y fue a un coro que se disolvió dejándola sin vocalización. Después de ese fracaso estrepitoso jamás quiso pisar un escenario junto con otros colegas. Ahora, en cambio, disfruta de las visitas de ese amigo ocasional, de una jubilación que está bien para ella. Y de ese departamento en un primer piso, en el que convivió con sus padres hasta sus últimos días. Su madre, todavía lo evoca, le pedía que le tocara algunas canciones populares de María Elena Walsh, otras que eran para niños y para adultos, o también algunas composiciones de Brahms, que era su favorito. En fin, el lenguado se le deshace en la boca y ella sólo piensa en que, en el árbol de Navidad no habrá regalos pero sí habrá algunas piezas que fueron del pesebre de sus padres. Recuerda a sus padres. Recuerda a su amigo. Eso le basta. Y se dice: “Este es un momento para ser felices”.

Planta Baja

En este departamento residen dos hermanos con la esposa de uno de ellos. Uno es médico pediatra y le gusta mucho el rubgy. De hecho fue pilar, allá lejos y hace tiempo. Ahora tiene cincuenta. Es médico clínico. Odia que suene el celular mientras duerme la siesta. Mucho más que si suena de noche. Sale con muchas chicas a la vez. A ellas tampoco les importa. Porque ellas también salen con muchos chicos a la vez, de modo las reglas son claras. Su hermano y su cuñada llevan la vida apacible y ordenada de los casados. Pero en nada se les ocurriría censurar a su hermano o a su cuñado por la vida que lleva. Además, el teléfono suena en el celular de él, jamás en el teléfono fijo. Tienen empleos públicos pero estables. Uno de ellos está afiliado a un sindicato y a menudo suele asistir a las tomas de los Ministerios o bien a las marchas por los derechos de los trabajadores. Y eso que jamás militó en ninguna agrupación cuando iba al colegio secundario o a la Facultad. Ella es impecable. Le gusta estudiar su carrera: Ciencias de la Educación, en la Universidad Nacional de La Plata. Quiere trabajar en barrios carenciados. Con grupos en riesgo, con enfermedades terminales. O bien en ámbitos carcelarios. En esto, y sólo en esto, se parece mucho a Rosa, la enfermera del cuarto piso. A menudo en el ascensor conversan acerca de la situación de los trabajadores, de la salud pública, del incremento en los índices de pobreza, de la pauperización del presupuesto estatal destinado a Educación en el mundo, de la desnutrición infantil, no sólo en África, de las fotografías con las que suelen salir fotografiados Brad Pitt y Angelina Jolie, pero no hay más que irse al Chaco o a Formosa, a Misiones o a Corrientes, acá nomás, en Argettina, y ya se ve que en el mundo algo no anda bien. Cenan camarones con salsa golf. Ensalada Waldorf. Toman vino blanco. Ella apoya una mano sobre la pierna de su marido, cuando su cuñado se ha ido al baño, y le dice algo al oído.  

Consejería

En la Conserjería trabajan dos porteros. Se turnan. De día Antonio. De noche Javier. Y al revés. Los dos están casados y tienen hijos. Se aprecian y suelen no discutir jamás. Ni un sí ni un no. Uno tiene una esposa que es mucama en el hotel “Árbol” que se llama María Inés. El otro está casado con una belleza que conoció en la adolescencia: Malena. Trabajan mucho y muy bien. No hacen sino recibir elogios de todo el edificio. ¿Le llevo la bolsa, señora Teresa? ¿Le abro el ascensor, señora Stella, que viene tan cargada? ¿te llevo la guitarra Mauricio? Se ocupan de la seguridad, los arreglos de plomería, luz, gas o teléfono. De la limpieza. Por supuesto de cuando se para el ascensor. Ahora, que es veinticuatro de diciembre, está de turno Javier. Javier ha dejado a su esposa y a sus hijos festejando. Está mirando la noche por la puerta del edificio, atento a la radio, con la luna mirando para acá. Piensa en que será larga esa noche prolongada en madrugada y que escuchará muchos petardos. Que habrá adolescentes borrachos. Que seguramente alguno pretenderá romper los vidrios de un piedrazo, como ya les ha sucedido y él tendrá que o disuadirlo o llamar a la policía. A algún comisario mal entrazado. Están por ser las doce. Está triste. ¿Quién, en esas circunstancias, no lo estaría? Más aún. Está consternado. Y de golpe, tan de repente, a las doce menos cuarto se aparecen su esposa y sus cuatro hijos, ya cuarentones, con sus nueras. Traen botellas de sidra, dos panes dulces, turrones, confites. Él queda anonadado. Se ha estremecido. Abre la puerta, conmovido por un gesto inesperado, y llega su esposa, y lo abraza, y le roza sus labios con la boca, y le susurra una indecencia al oído. Y sus hijos lo palmean. Y hay una Navidad  para todos. Pero ojo mis lectores. Ojo mis lectoras. No olvidemos el subsuelo y la cochera del departamento, donde quizás pueden acontecer otros sucesos que ignoramos. En efecto, en la noche oscura, de las galerías, los túneles y los castillos, como en los cuentos de Gabriela, es en donde suceden las cosas más inesperadas. Y más inconcebibles.

Celina Ortelli y Fernando López Cafasso. Fotografía de Celina Ortelli, proporcionada por Adrián Ferrero.

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Nació en La Plata, Argentina, en 1970. Se graduó como Profesor y Licenciado en Letras en 2005. Y se doctora en 2014 como Dr.en Letras, todos grados y posgrados en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP, Argentina). Es escritor, crítico literario y ejerce el periodismo cultural. Publicó libros de narrativa breve, poesía, investigación, una compilación temática de narrativa y prosas argentinas contemporáneas en carácter de editor, Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). En 2017 edita su libro “Sigilosas. Entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas”, diálogos con 30 autoras que fue seleccionado por concurso por el Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina para su publicación. De 2023 data su libro, “Melancolía” (2023), una nouvelle para adolescentes, publicada en Venezuela. Y de ese mismo año en México el libro de poesía “Reloj de arena (variaciones sobre el silencio)”. Cuentos suyos aparecieron en revistas académicas de EE.UU., en revistas culturales y en libro en traducción al inglés en ese mismo país. En México se dieron a conocer cuentos, crónicas, series de poemas y artículos críticos o ensayos. Escribió reseñas de films latinoamericanos para revistas académicas o culturales de EE.UU. También en México y EE.UU. se dieron a conocer trabajos interdisciplinarios, con fotógrafos profesionales o bien artistas plásticos. Trabajos de investigación de su autoría se editaron en Universidades de México, Chile, Israel, España, Venezuela y Argentina. Escribe cuentos para niños. Obtuvo tres becas bianuales sucesivas de investigación de la UNLP y un Subsidio para Jóvenes Investigadores, también de la UNLP, todos ellos obtenidos por concurso. Artículos académicos de su autoría fueron editados en Francia, Alemania, EE.UU., España, Israel, Brasil y Chile en revistas especializadas. Se desempeñó como docente universitario en dos Facultades de la UNLP durante diez y tres años, respectivamente. Participó en carácter de expositor en numerosos congresos académicos en Argentina y Francia. Realizó cinco audiotextos y dos videos en colaboración. Escribió un cortometrabaje que permanece inédito. Integró dos colectivos de arte de su ciudad, Turkestán (poética y poesía) y Diagonautas donde se dieron a conocer autores y autoras de distintas partes de Argentina en formato digital. Realizó dos libros interdisciplinarios entre fotografía y textos con sendos fotógrafos profesionales, que permanecen inéditos. Se vio beneficiado con premios y distinciones internacionales y nacionales. Se formó en los talleres de escritura creativa ejercida por María Negroni, Leopoldo Brizuela, Gabriel Báñez (de quien se siente discipulo sobresaliente) y, el más reciente, en Buenos Aires, con Susana Szuarc.