Hay luna llena y la luna llena recorre las venas de las mujeres como combustible cósmico; las hace volar y convoca al Hechizo.
Me llaman hechicera, bruja. Estoy en la edad plena. Y sí, soy lo que dicen. Conozco algunos de los hilos secretos que tejen este mundo. Sobre todo aquellos que ejercen su poder sobre los hombres, y por ello, ya sean hombres o mujeres, han tratado de hacerme arder en la hoguera.
No lo han logrado. Más que saber cómo funciona el fuego, sé cómo trabajan los argumentos de los “emisarios de dios”, las fórmulas de las acusaciones, y sobre todo, conozco cómo la tortura lacera las mentes. Por eso he aprendido a esquivar esos aguijones.
Pero nadie elude a su tiempo, así que he visto, con coraje e impotencia, a otras mujeres desdibujadas a través de las llamas. He escuchado sus chillidos cruzando la bruma; me ha carcomido los oídos el griterío de la gente por encima de esos chillidos.
Nadie elude a su tiempo.
Por ahora el viento está tranquilo. No sé bien si eso me tranquiliza o me alerta. Lo que sí es que saber que iré a la Guarida me recuerda que todo latir de las cosas debe ser alimentado. Ayer por la tarde ha venido un joven a pedir ayuda para curar a su hermano pequeño. Lo he ayudado, pero le dije que debía verme hoy al caer la noche a las afueras de la vieja iglesia.
Unos cuantos carruajes pasean por la calle. Hay poca gente porque la luna está completa y en este pueblo se cree, desde tiempo antiquísimo, que es necesario protegerse de ella entre muros. El chico ha llegado. Tiene ojos oscuros y está nervioso. Sonrío al verlo y le llevo por un callejón que conecta con una pequeña puerta. Es la Guarida.
Sólo mujeres la han protegido y por años hechicera tras hechicera ha legado la llave. Sólo hombres sin mancha pueden ser llevados allí. Reconocí al mío por esos ojos al verme. Dentro está oscuro. Enciendo una pequeña vela. La habitación es simple: hojas negras del extraño árbol de itbaúl cubren el piso y lo hacen terso, a la vez que su olor es fresco y envuelve los sentidos. La imagen de una diosa de piedra de grandes pechos está empotrada en el centro del muro.
El chico no pronuncia palabra, sólo tiembla un poco. Lo tranquilizo acercándome a él con una sonrisa que promete. Le digo que le quitaré el frío frotando una esencia de romero y rosas sobre su cuerpo. Desnúdate. No dice nada y lo hace. Froto con mis manos blancas su piel morena. Una vez que todo su cuerpo está cubierto, lo hago sentarse sobre un madero cubierto de piel de cordero.
Lo veo y él ve en mis ojos anuncios de prodigio. Dejo caer cada una de las prendas de mi ropa. Acerco mis pechos a su boca. Los besa despacio, ya sin miedo. Tomo sus manos y las hago me recorran. Inexpertas pero ágiles lo hacen. La vela desprende una ligera bruma. Me inclino hacia él y lo beso, primero lento, despacio, haciendo que su lengua reconozca otra lengua, que tome confianza, que su besar tímido se convierta en ardiente. Pronto lo hace. Está tan tibio y terso.
Me alejo y voy sobre su espalda. Deslizo mis pezones firmes sobre él. Me acerco a su oído y le digo: tú serás el naciente hombre que me alimente. De nuevo estoy frente a él. Me mira quieto, sabe que soy el milagro. Sabe que está a mi merced y con más disfrute que temor me deja hacer. Abro mis brazos. Dejo que vea la magia hecha carne. Le digo: toca y prueba todo lo que quieras. Callado, lleva sus manos y su boca sobre mí. La esencia sobre su piel, unida a la bruma y a los ojos de la diosa de piedra, lo han convertido en el amante sigiloso y a la vez ávido, anhelo de toda mujer.
Pronuncio palabras en un idioma antiguo y muerto. Se asusta un poco. Le digo que es el lenguaje del placer. Lo atajo entre mis piernas. Lo hundo en mí. Respira agitado. Su sexo es joven pero fuerte. Hablo el idioma antiguo entre gemidos mutuos. El chico observa mi boca que habla, luego gime y luego lo besa.
Observa mis ojos mientras sucede el milagro.
Entonces hago que toda su leche caiga sobre mí. Lo beso en la mejilla. Lo veo sonreír tímidamente con una respiración entrecortada. Me incorporo y me acerco a la figura de piedra. Alcanzo un pequeño frasco y lo paso por mi cuerpo. Tomo con mis manos el líquido blanquecino que se desprende de mí y lo froto reverencialmente sobre los grandes pechos de piedra de la diosa. Pronuncio unas últimas palabras en el lenguaje antiguo.
Vuelvo con el chico. Se ha cubierto de nuevo y me ve como quien ve la culminación de un hechizo. Le pido que me vista. Lo hace. Le doy agua de rosas y romero para beber. Hago que se incline ante la diosa. Apago la vela. Salimos.
Hace frío. No hay un alma por las calles plateadas. La luna está en lo alto, blanca y espléndida, completamente satisfecha.